“Muy tarde decidió el presidente incluir en su gabinete a un político experimentado y con credibilidad para facilitar los acuerdos a los que él es incapaz de llegar, y muy temprano desechó la Asamblea la opción de ejercer una oposición leal y democrática”.
En 1979 el Ecuador se convertía en uno de los primeros países latinoamericanos en recuperar la senda democrática tras casi una década de dictaduras militares. A poco más de cuarenta años de aquello, la fragilidad del régimen democrático sigue siendo la norma en el país andino. Pero ahora no son los militares los que amenazan la estabilidad democrática; son los propios representantes políticos los que día a día ponen en duda, en sus discursos y con sus acciones, los valores y las instituciones sobre los que reposa la democracia.
La salud de la democracia no depende únicamente de la realización periódica de elecciones libres —lo que los politólogos denominan “rendición de cuentas vertical”—, sino también de la robustez del sistema de frenos y contrapesos que garantiza que ninguna de las funciones del Estado actúe de manera arbitraria y sin supervisión del resto —la llamada “rendición de cuentas horizontal”.
Mal que bien, la rendición de cuentas vertical ha prevalecido durante estas cuatro décadas, a pesar de las frecuentes acusaciones de fraude por parte de los perdedores. No se puede decir lo mismo de la rendición de cuentas horizontal, y la situación actual del país refleja nítidamente este hecho.
Además de legislar, el Legislativo tiene como tarea principal fiscalizar la actuación del Ejecutivo. Si durante el correato la fiscalización desapareció en favor de una legislación obsecuente con los deseos del ex presidente Correa, en esta legislatura no se buscan acuerdos para aprobar leyes beneficiosas para el país, sino para “fiscalizar” a conveniencia.
Por un lado, se encuentra el Frente Anticorrupción que, previo a las elecciones seccionales de febrero, anunció la revelación de varios nombres de candidatos vinculados con el narcotráfico. Su portavoz hizo un llamado al presidente a revelar los nombres de los candidatos de su partido en un plazo de una semana; caso contrario, él mismo los haría públicos. El Frente no tuvo la misma consideración con los partidos de oposición, pues reveló los nombres en esa misma rueda de prensa. Huelga decir que, a más de un mes de la amenaza, ni el presidente ni el Frente han revelado los nombres de los candidatos de CREO.
Del otro lado tenemos a una comisión ocasional que elaboró un informe no vinculante acerca del “Caso Encuentro”, que involucraría a personas cercanas al presidente en actos de corrupción, y que sugiere el enquistamiento en el Estado de una estructura criminal vinculada a la mafia albanesa. Sin rastro de sangre en la cara, los asambleístas de esta comisión propusieron el absurdo de enjuiciar políticamente al presidente por haber incurrido en el delito de “traición a la patria”. Aunque finalmente se retractaron y decidieron eliminar esta causal del informe final —aprobado con 104 votos—, optaron por mantener la causal de “comisión por omisión” de una serie de delitos que, de acuerdo con el Código Orgánico Integral Penal, no pueden cometerse por omisión (cohecho, concusión y peculado). El referido código establece que la “omisión dolosa” sólo aplica cuando los bienes jurídicos afectados son la vida, la salud, la libertad y la integridad personal, no así la administración pública.
Seguramente la oposición al gobierno conseguirá las 46 firmas necesarias en la Asamblea para solicitar el juicio político al presidente; sin embargo, es poco probable que dicha solicitud pase el filtro de la Corte Constitucional que, a diferencia de su antecesora —la “corte cervecera”— suele actuar en derecho. Anticipando este escenario, legisladores devenidos en psiquiatras han sugerido que también puede destituirse al presidente por “incapacidad mental” y, en caso de que este diagnóstico médico-político no fuera suficiente, no descartan la opción de que el pueblo “se tome las calles”. En otras palabras, las causas son lo de menos, lo importante es conseguir la salida anticipada del presidente.
Para nuestros peculiares demócratas en la oposición, el respeto al Estado de derecho y la vigencia de la Constitución —redactada por algunos de ellos— es lo de menos cuando se trata de defender su “democracia” (léase “el gobierno de los míos”). Para nuestros asambleístas-psiquiatras tampoco es importante que su informe no recoja información que presuntamente vincularía a un legislador correísta con el entramado de corrupción denunciado por La Posta y que revelaría aportes financieros de operadores de la mafia albanesa a la campaña presidencial del binomio de la Revolución Ciudadana en 2021. La consigna en la Asamblea parece ser: “la corrupción de mis aliados que la investiguen otros”.
Aunque Lasso ha encomendado a su Ministro de Gobierno, Henry Cucalón, la difícil tarea de reconstruir los puentes que su incontinencia verbal ha destruido, los asambleístas ya han decidido que el bien común no pasa por el diálogo sino por la destitución del presidente, aun si eso implica torcer la Constitución a conveniencia y erosionar la institucionalidad democrática. Muy tarde decidió el presidente incluir en su gabinete a un político experimentado y con credibilidad para facilitar los acuerdos a los que él es incapaz de llegar, y muy temprano desechó la Asamblea la opción de ejercer una oposición leal y democrática. Asistimos, pues, a un juego de suma cero en el que siempre pierde la democracia.
El Ejecutivo y el Legislativo se hallan envueltos en una lucha encarnizada por devorarse uno al otro, respondiendo a intereses políticos que lejos están de representar las preocupaciones más urgentes de los ecuatorianos. Sobran, pues, los argumentos para declarar la incapacidad democrática de nuestros representantes políticos.
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