Fracaso

““La crisis política es grave porque me quieren destituir a mí”, parece decir el presidente (…) ¿se puede hablar de crisis política cuando se busca destituir a un presidente por una vía institucional y no por medio de un golpe de Estado?”


Ecuador no es lugar para los optimistas. Si la muerte cruzada era la peor salida al impasse político entre la Asamblea y el presidente Guillermo Lasso, a nadie debió caberle nunca la duda de que esa sería la salida que finalmente se impusiera.

En medio del caos generado por el presidente, hay quien nos ha querido brindar un alivio humorístico, afirmando que conseguirá la reelección. Humor aparte, de entre todo lo que se puede decir sobre la decisión de Guillermo Lasso, hay dos elementos que me gustaría abordar aquí.

En primer lugar, está el porqué de la decisión. En el nivel más básico se puede hablar de la vanidad del presidente o de su convicción de que Dios o alguna otra fuerza lo eligió a él para llevar a cabo una misión que ningún otro burdo mortal podría realizar. Puede ser que estas sean las motivaciones personales de Guillermo Lasso, pero el análisis político escapa a este tipo de explicaciones.

Partamos del hecho de que, si el presidente tomó la decisión de firmar el decreto, es porque tenía la plena seguridad de que no conseguiría los votos para salvarse de la destitución —lo que, dicho sea de paso, deja en el limbo los acuerdos (privados) alcanzados con algunos asambleístas para asegurar su voto. En otras palabras, el presidente perdió la confianza del primer poder del Estado.

Ahora bien, si el gabinete ministerial y las Fuerzas Armadas aceptaron que el presidente firmara el decreto de muerte cruzada es porque la otra opción, su destitución, acarreaba mayores riesgos. En términos electorales, todo resquicio de esperanza para el gobierno se perdió con la Consulta Popular y las elecciones seccionales de febrero. La carrera política del presidente y sus asambleístas —salvo algún caso excepcional— ha llegado a su fin. La Izquierda Democrática, Pachakutik y el Partido Social Cristiano pueden considerarse afortunados si consiguen un escaño en las próximas elecciones. Sólo el correísmo ve con buenos ojos unas elecciones anticipadas.

Si este es el escenario, ¿por qué adelantar el retorno del Amado Líder? La respuesta es simple: el presidente no confía en su vicepresidente. El hecho de que el segundo mandatario no estuviera presente durante el anuncio de la disolución de la Asamblea dice mucho.

Para Lasso y su círculo cercano, Alfredo Borrero podía convertirse en una marioneta al servicio de la mayoría de la Asamblea. Sin experiencia política y casi sin exposición mediática durante todo el mandato presidencial, el vicepresidente gozaba de la virtud —defecto para Lasso— de no haber quemado ningún puente de diálogo con el poder legislativo. Un “gobierno de concertación nacional”, muletilla utilizada por los seguidores del presidente, era más realizable con Borrero que con Lasso. Pero para un gobierno que hizo del anticorreísmo su única bandera, gobernar con la oposición a través de acuerdos nunca fue la vía.

El otro elemento a considerar es el decreto mismo. Se ha argumentado que Lasso operó un fraude constitucional al decretar la muerte cruzada sin existir las causales necesarias, con el único objetivo de evitar su destitución por parte de la Asamblea.

No obstante, se ha dicho también, con algo de razón, que un juicio político al presidente es la manifestación de una crisis política. Pero si se tratara realmente una crisis, lo sería porque el presidente ha perdido la confianza del primer poder del Estado. Entonces, ¿no sigue siendo un fraude constitucional y, además, democrático, que el presidente disuelva el órgano legislativo por una “grave” crisis política que no es sino la pérdida de confianza del parlamento en él?

El enjuiciado políticamente destituye a sus juzgadores con el argumento de que existe una grave crisis política que consiste en que él está siendo juzgado. “La crisis política es grave porque me quieren destituir a mí”, parece decir el presidente. Y en última instancia, ¿se puede hablar de crisis política cuando se busca destituir a un presidente por una vía institucional y no por medio de un golpe de Estado?

Pero si Lasso ha podido decretar la muerte cruzada es porque la Constitución estuvo diseñada de tal manera que el presidente pudiera usarla —y, en última instancia, sólo quisiera usarla— cuando se enfrentara a un juicio político, y esto es responsabilidad de los constituyentes de Montecristi y de una ciudadanía que no tuvo la madurez política suficiente para rechazar una Constitución lesiva para el régimen democrático —y no sólo por la muerte cruzada, pero eso es un tema que sobrepasa por mucho el alcance de esta columna.

Sobre la otra causal, la conmoción interna, se podría decir que existen más elementos que la sustentan. El país vive una grave crisis de inseguridad, al punto de que incluso las autoridades locales están sometidas al terror del crimen organizado. Sin embargo, esta causal, así justificada, echaría por tierra todo el discurso gubernamental acerca de su “lucha” contra la inseguridad. Que la inseguridad ha disminuido porque se ha decomisado más droga; que la mayoría de muertos son delincuentes; que los ciudadanos podrán dormir tranquilos con un revólver bajo la almohada… todo ese relato es ahora un lejano balbuceo. El presidente no sólo no ha detenido las masacres, el sicariato y la extorsión, sino que, con su inoperancia y su improvisación, ha permitido que se multipliquen.

Sea de esto lo que fuere, en los considerandos que acompañan al decreto no encontramos ninguna mención directa a la supuesta conmoción interna que enfrenta el país. Es más, lo que emana de los considerandos es una motivación de la causal no esgrimida: la obstrucción reiterada del Plan Nacional de Desarrollo por parte de la Asamblea. Un sinsentido, considerando que el legislativo ha aprobado la mayoría de leyes enviadas por el Ejecutivo. Y cuando se menciona la supuesta “grave crisis política”, se lo hace aludiendo al rol fiscalizador del parlamento propio de cualquier democracia que se precie de serlo.

Así, tras disolver la Asamblea sin fundamento, consciente de que su legitimidad está mermada, el presidente ha debido encomendarse al apoyo de las Fuerzas Armadas para disuadir a quienes quieran calentar las calles durante sus últimos meses de vida política.

Asistimos hoy, entonces, no sólo al fracaso de un gobierno, sino al fracaso previsible de la democracia. Desde el momento en que un mecanismo antidemocrático como la muerte cruzada se incluyó en la Constitución para proteger al presidente de aquel entonces de una Asamblea opositora, la democracia ecuatoriana caminó por la cuerda floja durante quince años.


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Juan Sebastián Vera

Sociólogo por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Estudiante de Política Comparada en FLACSO, Ecuador.

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