2018 es un año político decisivo para la democracia, para la institucionalidad, para la ciudadanía, para la determinación de la soberanía popular: hay elecciones para Congreso y para fórmula presidencial. Esto significa que a partir del segundo semestre iniciará una nueva legislatura (20 de julio) y un nuevo Gobierno (7 de agosto).
Un llamado a las urnas, en un régimen democrático, es un llamado a la esperanza, a la reforma, a la instalación de dinámicas propias a la política tradicional. Colombia no es propiamente un régimen democrático a todo dar. Pero debe acercarse. Y el camino de edificación de la democracia no lo hacen las leyes, ni los tratados académicos de Norberto Bobbio, ni las experiencias vividas por pueblos en otros tiempos y en otras latitudes.
La democracia, la que soñamos o la que soportamos, nace de nosotros mismos. De pequeñas acciones, concretas y verídicas, como ir a las urnas. La democracia debe inundarse de buena democracia. De buena práctica democrática. De salir a la calle, según la institucionalidad, y hacer explícita la preferencia política. Esta preferencia significa un pequeño cambio gigante en un país donde los índices de abstención superan cifras espantosas e injustificables.
El acto antidemocrático por excelencia no es el autoritarismo sino la desconfianza. Desconfiar es creer que el voto de un solo individuo no sirve. Que no marca diferencia porque las maquinarias y los bandidos tienen aseguradas sus curules. Desconfiar significa dejar en manos de una clase política tradicional los retos más decisivos del futuro. La transformación cultural, social y política se ha confiado en nuestros dirigentes. Y ahora tenemos ocasión de llamarlos a juicio. Por sus actos y sus omisiones. Por su palabrería y sus silencios inútiles. Por permitir que la institucionalidad y la fe en las instituciones públicas se desmoronen mientras ellos, en la cárcel o en sus haciendas, se hacen los de la vista gorda. La democracia que podemos construir debe fundarse con base en la coherencia entre las ideologías y los actos, en el respeto por lo público y en la utilización de los argumentos como única arma de combate.
Hay candidatos muy buenos. En todas las filas. Hay personas interesadas en trabajar por la construcción de unas banderas públicas donde lo humano tenga cabida. Hay propuestas muy serias y hay otras muy ambiciosas. Hay gente limpia en la política. Esa gente, esas ideas, esas posibilidades no se mueven por sí mismas. Requieren de nosotros. Requieren de nuestro voto. Requieren de nuestro compromiso electoral, moral, cívico y ciudadano. Es nuestro deber afilarnos y defender nuestro derecho al voto. Es mi compromiso como profesor y columnista recordar que también es un deber y un acto de decencia. Porque la democracia no empieza con la promulgación de una ley. Empieza con el voto. Ese voto consciente, honesto y transparente. Ese voto real, el día y según las formalidades que establezca la institucionalidad. Ese voto que no se vende porque no tiene precio. Ese voto que nace de cada uno. Como el polvo de ladrillo, que se si mera a sí mismo, no es más que una partícula de polvo. Pero si se piensa en clave de interés colectivo, puede advertir que sirve para erigir la muralla china. Una de las grandes maravillas de la humanidad que puede notarse, inclusive, desde la estratosfera.