“Ni Michèle ni Una juzgan el modo de actuar de sus violadores como monstruoso; por el contrario, rescatan su humanidad al priorizar la comprensión de los acontecimientos”
Contar la historia de una violación sexual y sus implicaciones supone un reto ingente para cualquier director de cine. La sobrecarga de diatribas —el énfasis desmesurado en la figura del violador, el reforzamiento del carácter lastimero de la víctima o el señalamiento moral con su subsecuente juicio a los personajes— ha devenido numerosos intentos infructíferos cuyo modelo se ha replicado hasta hacerse gravoso. Por fortuna, hay casos en los que no hay un asomo de esto, como ocurre con Elle y Una —cintas dirigidas por Paul Verhoeven y Benedict Andrews, respectivamente—, dos historias que dispensan el discurso a sus protagonistas en un camino en que el descubrimiento de los porqués descuella sobre la revelación del enigma.
El personaje central de Elle (2016) es Michèle Leblanc, una exitosa gerente de una compañía de videojuegos a quien un hombre de rostro cubierto con una máscara de esquí asalta y viola. La cinta se inaugura con la escena de la violación pero, según avanza la historia, el espectador entrevé que este suceso en realidad yace en un plano secundario, sirviendo solo como excusa para explorar la naturaleza psicológica de Michèle, una mujer calculadora, lujuriosa y atormentada por su atezado pasado familiar.
La etiqueta de thriller psicológico que una parte de la crítica ha dado a Elle peca por desatención, si se considera el simple hecho de que el violador es desenmascarado cuando aún restan más de 40 minutos del filme. Tampoco se trata de una historia de empoderamiento femenino, como otros han catalogado, distinguiendo el carácter fuerte y la sagacidad que la brillante actriz Isabelle Huppert imprime a Michèle. Es más bien, en mi opinión, un retrato humanizador y vívido de la doblez humana y de la imperfección, alejado de la redención y contiguo al deseo —que, en últimas, define el modo de actuar de casi todos sus personajes—.
De otro lado, Una (2016) relata la historia del personaje epónimo, que un día acude hasta una fábrica en busca de Ray, un hombre maduro a quien conoció años atrás y con quien, a sus trece años, sostuvo una extraña relación sentimental. La diégesis da paso al diálogo, que es el verdadero narrador de la historia. En los flashbacks, intercalados en la conversación entre Una y Ray (quien ahora ha cambiado su nombre por Peter), afloran las preguntas por la memoria, las promesas, el abandono y la pasión. Una profundiza en la génesis del dolor derivado del abuso sexual y psicológico, a partir de una perspectiva que arrasa con los prejuicios: la de su convivencia con el amor.
En tanto que un vislumbre incauto nos diría que Michèle y Una no tienen acercamientos, la narrativa misma las pone en situaciones análogas. Por ejemplo, en ambas historias tiene lugar un episodio en que se muestra la imagen de una niña en la televisión, correspondientes a los personajes de Michèle y Una en su infancia: en el primer caso, Michèle, a sus diez años, en un documental sobre su padre, un psicópata que asesinó a 27 individuos; en el segundo, Una, en interrogatorio por el caso en que Ray fue acusado de su violación. Comparten ambas mujeres, además de la vergüenza por la exposición de su vulnerabilidad, el encono sembrado en ellas por su exhibición de forma condescendiente y desautorizada.
Ni Michèle ni Una juzgan el modo de actuar de sus violadores como monstruoso; por el contrario, rescatan su humanidad al priorizar la comprensión de los acontecimientos: el porqué de lo ocurrido, el motivo por el que ellas —y no otras— fueron las víctimas. El daño es apaciguado con el intento de discernimiento, y a ello quizá se debe que el interés punitivo desaparezca. Sus actos de confrontación demandan, no obstante, una valentía descomunal, supeditada al desenmascaramiento de lo aparentemente oculto, de lo que antes carecía de explicación.
Elle y Una establecen un pacto con el espectador desde su denominación: «elle» es el equivalente en lengua francesa del pronombre personal «ella», mientras que «Una» denota unicidad, singularidad en lengua española. Con nombres sencillos, los directores apelmazan la aquiescencia de mostrar la peculiaridad de sus personajes femeninos sin dotarlos de excepcionalidad pero proveyéndolos de un don del que carecen los hombres que las agravian: el del entendimiento.
Imagen tomada de:
– https://thefilmstage.com/wp-content/uploads/2016/09/una-rooney-mara.jpg
– https://portal.andina.pe/EDPfotografia3/Thumbnail/2017/01/16/000398698W.jpg
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