20 de julio: el otro lado de una historia incompleta

“Somos aquello que nos contamos que somos. Nuestro universo mental está hecho de historias, que olvidamos, que recordamos y tergiversamos.”  

(Tomás Pérez Vejo, 2010).


¿Alguna vez se han detenido a pensar por qué en Colombia celebramos el 20 de julio como fecha del grito de independencia, y el 7 de agosto nada más como la batalla de Boyacá? ¿acaso todos damos por sentado que fue en Santa Fe de Bogotá el lugar en donde material e intelectualmente se gestó la “independencia” del territorio que hoy conocemos por Colombia? ¿por qué o quién decidió denominarlo así? ¿realmente hubo guerras de independencia?

Resolver estas dudas ha llevado a historiadores y a politólogos a debates interminables sobre la revisión de la historiografía que tradicionalmente nos han contado.

Desde pequeños nos inculcan en casa y en el colegio la misma historia de cómo un florero llevó a grandes próceres liberarnos del yugo español. Nos narraron las hazañas de los criollos contra los peninsulares como el eje del conflicto. Nos educaron para creer que ese valor supremo de la libertad siempre ha estado arraigado a nosotros, y ante las opresiones nos revelamos y gestamos cuantas batallas hubieran sido necesarias para defenderlo.

Básicamente, siempre hemos creído que el objetivo original de los insurgentes fue la emancipación de la Monarquía católica (así llamaremos a los que tradicionalmente conocemos por los criollos y la Monarquía española, respectivamente, para mayor precisión y claridad) para darle vida a lo que hoy conocemos por Colombia

Pero lo que no nos contaron es que ni las ideas separatistas tuvieron origen en la proclama en el día de mercado el 20 de julio de 1810 en Santa Fe de Bogotá; ni había una clara delimitación de los actores del conflicto posterior; ni mucho menos que el proyecto inicial de los insurgentes no era la libertad para la constitución de un nuevo Estado, sino que ello fue un subproducto (una consecuencia) de la propia guerra y de los errores cometidos por quienes gobernaban en el territorio americano en nombre del rey. Lo único que buscaban era representación política.

¿Pero, entonces, qué fue lo que nos llevó a la “independencia”? Simplemente fue una rara combinación entre el azar con una inestabilidad política sin precedentes en ese contexto histórico—que llevó a una ausencia de poder e identidad que determinaron nuestra fundación como un nuevo Estado-nación—, y unas reformas fiscales que afectaron gravemente a la propiedad y que ponían en riesgo la pertenencia a las castas sociales de ese entonces.

Para decirlo de una forma más narrativa y menos abstracta, lo que sucedió fue que el descontento en el pueblo se fue generalizando, y cada vez más las políticas del Virrey de monopolizar la producción y comercialización de determinados productos en el territorio, junto con el alza en los recaudos que hacía normalmente la Monarquía, fueron deslegitimando la autoridad suya e incentivando en sus gobernados una idea de rebelión contra él, mas no contra el sistema. No había cosa tal como la voluntad independentista.

Este fue el antecedente que finalmente se consolidó en lo que posteriormente se conocería como la “revolución de los comuneros” en 1781, la cual tuvo lugar en la zona nororiental del territorio—lo que hoy conocemos por el departamento de Santander—, que no tenía pretensiones más allá de mostrar el inconformismo popular frente a las nuevas reformas fiscales, que han sido denominadas por la historiografía como “las reformas borbónicas”

Dicho de otra forma: las “guerras de independencia” no fueron propiamente ocasionadas por una idea de libertad, ni mucho menos por una exaltación de patriotismo y del sentimiento de pertenencia por el territorio americano.

De hecho, llamar al conflicto del siglo XIX como guerras de independencia, ya es de por sí un juicio de valor, en mí sentir, equivocado. Este momento histórico fue simplemente un conflicto político de lucha por la legitimidad del poder en el “nuevo” continente, que pretendía obtener mayor representación política de las colonias ante la Monarquía católica. (Pérez Vejo, 2010, p.128).

Lo que vino después ya es historia patria. Guerras y batallas entre unos cuyo sentir no estaba al son de sus gobernantes y otros que se sentían en un limbo pues no sabían si obedecer al nuevo rey (José I Bonaparte) o permanecer leales al anterior (Fernando VII). En todo caso estas disputas fueron, como lo diría Tomás Pérez Vejo, pugnas entre dos grupos de un mismo bando, el americano.

Paralelamente, en este contexto de incertidumbre y de descontento popular generalizado, surge la posibilidad de que los habitantes del territorio neogranadino se separaran del todo de la Monarquía, sin saber bien por qué, para establecerse como un Estado independiente.

Dispersadas las causas que habían llevado a la sublevación, y tras el fallido intento de reconquista de la Monarquía, finalmente el hoy territorio colombiano se constituía como una entidad territorial a parte de la que la había gobernado por poco más de tres siglos.

Un Estado naciente aparecía, carente de toda institución jurídico-política y de cualquier vínculo que diera razón de ser de este; pero en todo caso, el mundo presenciaba los primeros pasos de un conglomerado social que buscaba elementos comunes para constituir así las primeras instituciones de su Estado.

El avance se dio a pasos agigantados, de tal manera que para 1821 ya se había consolidado un gobierno constitucional y se había elegido a Simón Bolívar como el primer Presidente del nuevo país; sin embargo, las tensiones en el territorio con esto no iban a acabar.

La falta de identidad y de unos elementos comunes que constituyeran una nación, hizo que esto se llevara al extremo, a tal punto que luego de la separación se pueden considerar 9 guerras civiles en nuestra historia nacional hasta antes de finalizar el siglo XIX.

Esto es muestra fiel de la inestabilidad que aun persistía en el terreno colombiano y que paso a paso fue repercutiendo en las instituciones políticas, dejando como consecuencia un Estado frágil y una nación endeble.

El siglo XIX se caracterizó pues por un pueblo que buscaba incesantemente elementos comunes que permitieran su aglomeración y convivencia, pero que debido a la falta de estos las discusiones que son inherentes en la construcción de un nuevo proyecto político, como lo es un Estado, se incrementaron.

Reflejo de ello es el hecho que “las confrontaciones de la segunda mitad del siglo XIX se centran en torno al federalismo y centralismo como formas de organización estatal, y sus implicaciones para los alcances del poder ejecutivo nacional (…)” (González, 2006, p.45).

Adicional a esto, temas como la educación, si el Estado debía ser laico o confesional, quiénes para efectos políticos iban a considerarse ciudadanos y quiénes no, no pasaron desapercibidos por el debate nacional. Todas estas disputas terminarían por consolidar a los nacientes partidos políticos, liberal y conservador, y a un modelo que duraría más de cien años: el bipartidismo.

Mientras pasaba el tiempo y con él las luchas armadas por cómo debía ser el Estado colombiano, a la par poco a poco las estructuras e instituciones políticas se fueron afianzando sobre delicados cimientos.

Fue un proceso difícil, pues construir todo un sistema teniendo como base nada más que un sentimiento de querer construir algo nuevo, que entre más años pasaban más se diluía en el tiempo, era algo complicado; y más aún con las nacientes pugnas bipartidistas que complicaban más las cosa.

No fue sino hasta 1886 cuando Rafael Núñez se da cuenta de la latente posibilidad de que se fracturara el territorio, a causa de estas divisiones, y decide unificarlo no sólo a través de un sistema jurídico, político y económico que lo permitiera, sino, sobre todo, con una misma cultura social.

El cartagenero entonces crea la colombianidad. Nos identifica con tres colores, un mismo escudo, un mismo emblema, y un mismo himno que narra una misma historia. Retoma el nombre de la República de Colombia, propuesto inicialmente por Bolívar—que tomó la idea del General Miranda—como un tributo a Colón, y nos logra dar una identidad que termina por asentar todo un proceso político de disputas armadas y no armadas durante gran parte en el siglo XIX

Mi intención con este ensayo a modo de columna de opinión no fue dar el punto final a la discusión. Simplemente, es una reflexión historiográfica diferente para entender el otro lado de una historia incompleta.

Eduardo Gaviria Isaza

Abogado especialista en Derecho Privado y Politólogo, todos en la Universidad Pontificia Bolivariana. Editor en Derecho en Al Poniente. También soy un apasionado autodidacta del café.

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