El desarraigo: una decisión imposible.

(…) el desarraigo, en pocas palabras, es un golpe de Estado orquestado por sí mismo en contra de la propia alma.


De acuerdo con el diccionario de la Real Academia, llamamos desarraigo a la acción de separar a alguien de su lugar de crianza o de cortar los vínculos afectivos que tiene con ellos. Es, entonces, simplemente el despojo de la persona con la tierra que lo vio nacer y crecer, con el lugar de mil llantos y alegrías, con la herencia de los ancestros, y con un proyecto de vida que deja de tener suelo.

Pero, a decir verdad, no podría estar más alejada de la realidad la Academia. El desarraigo no es sólo eso. El desarraigo va más allá del despojo de las tierras.

El desarraigo, a diferencia del arraigo, es la decisión libre y voluntaria que tomamos de ir en contra de todo lo que es connatural al ser humano, y que trasciende las acciones que tomamos en el mundo físico.

El desarraigo se vive en la muerte de un ser querido, en la ruptura de una relación de pareja, en la pérdida de la mascota a la que tanto cariño se le tuvo, en la culminación de los estudios, en el cambio de trabajo, al término de una amistad que se creía bella y sincera, o, incluso, al perder un bien que era valioso pero no por su valor venal o comercial.

El desarraigo es antinatural en el ser humano, porque el humano está diseñado para buscar y luego encontrar, para moverse y luego asentarse, para conocer y luego acostumbrarse; no para dejar, abandonar u olvidar.

El humano es absolutamente incapaz de olvidar aquello que profundamente ya conoció, luego es absolutamente incapaz de desarraigarse.

El humano nunca olvida, simplemente aprende a vivir con el recuerdo de algo que fue pero que jamás volverá a ser. El humano nunca abandona, simplemente se va pero con la (a veces utópica) esperanza de volver. El humano nunca deja, simplemente entiende que el largo camino que le espera amerita ir sin pesos en la espalda.

Nadie opta por un desarraigo obligado, así como nadie puede obligar a alguien a que opte por desarraigarse. El desarraigo es, pues, siempre voluntario. Pero, aunque voluntario, es también estúpido. No hay cosa que carezca de tanto sentido como esa del desarraigo. Y es que, una vez arraigados a algo o alguien, es imposible deshacerlo.

Per se, la palabra desarraigo es un oxímoron. Su etimología nos explica que, al incluir en la palabra el prefijo des—que indica el inverso a la acción que le sigue—, el ser humano es tan capaz de arraigarse como dejar de hacerlo; lo cual, como se ha visto, no es así.

Si el arraigo es un proceso complejísimo que toma años y años en acentuarse, el desarraigo es un proyecto siempre inacabado, pues es imposible retirar algo que ya se vinculó con el ser.

Aristóteles decía que la esencia del ser se presenta tanto en acto como en potencia, y en tal medida la esencia de los seres y de las cosas nunca cambia, siempre es la misma… y tenía razón.

Lo que pasa con el arraigo y por ende con el desarraigo es que el humano, en cuanto ser inevitablemente social que es, encuentra en las personas, los lugares y las cosas—quienes luego son movidos por la sustancia suprasensible aristotélica a la cual unos llaman Dios—el motor que le da tránsito de su esencia en acto a su esencia en potencia; y, por tanto, pretender frenar ese motor implica pretender frenar la esencia.

La cuestión del arraigo es, entonces, algo que trasciende a las propias experiencias del ser humano. El arraigo es el puente que no se puede derrumbar y que une lo físico con lo metafísico. El arraigo lo es todo. Y precisamente porque lo es todo, el desarraigo es nada. Y aunque de la nada, nada se puede decir; el desarraigo, en pocas palabras, es un golpe de Estado orquestado por sí mismo en contra de la propia alma.

Eduardo Gaviria Isaza

Abogado especialista en Derecho Privado y Politólogo, todos en la Universidad Pontificia Bolivariana. Editor en Derecho en Al Poniente. También soy un apasionado autodidacta del café.

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