Para quien no lo sepa, vivimos en el Período Cuaternario o Neozoico, que ha comprendido dos épocas: primero, el Pleistoceno, y después, el Holoceno. Desde hace unos años, hay científicos que afirman que el Holoceno es cosa del pasado y que hemos entrado en una época nueva: el Antropoceno, que se caracterizaría por el impacto del ser humano en la biosfera, análogo al de cualquier fuerza geológica que haya podido conocer la Tierra en sus 4.500 millones de años de existencia.
La escala temporal de la Tierra se realiza conforme a la estratigrafía, el estudio de las capas que se van formando según se superponen los depósitos de roca, hielo o sedimentos oceánicos. La época más reciente es el Holoceno, que se refiere a los últimos 11.700 años. La Comisión Internacional de Estratigrafía aceptó incluirla formalmente en 2008, describiéndola como el tiempo surgido tras el fin de la última glaciación, cuando las temperaturas se suavizaron y el nivel del mar aumentó considerablemente a causa del deshielo global.
Las pruebas para determinar esta nueva época fueron sedimentos encontrados en el hielo de Groenlandia y en diferentes lechos marinos alrededor del planeta, en los que los análisis químicos determinaron el momento en que tuvo lugar el drástico aumento de las temperaturas en comparación con la época anterior, el Pleistoceno.
Pero el impacto humano en el medio ambiente ha sido tan fuerte desde la segunda mitad del siglo XX que las gráficas históricas de diversos cuantificadores geológicos se han disparado a una velocidad insólita. Hay científicos que creen que el asunto es demasiado importante para limitarlo a una cuestión estratigráfica.
Uno de los mayores defensores del Antropoceno es el Premio Nobel Paul Crutzen, químico del Instituto Max Planck. Entre las décadas de 1970 y 1980, participó en los estudios sobre la capa de ozono que, tras largos años de debate, permitieron concluir que la contaminación humana la estaba dañando seriamente.
Crutzen propuso el término en el año 2000, junto a Eugene Stoermer, sobre el principio de que el ser humano había alcanzado rango de “fuerza geológica”. La idea fue rápidamente aceptada por algunos miembros de la Sociedad Geológica de Londres, encabezados por Jan Zalasiewicz, de la Universidad de Leicester y con cargo en la Comisión Internacional de Estratigrafía.
En 2008, estos investigadores publicaron un estudio en que se proponía formalmente la nueva época. Desde entonces, el debate ha ido creciendo sin que hasta ahora se haya llegado a ninguna conclusión firme y generalizada.
Crutzen había sugerido los inicios de la Revolución Industrial como comienzo del Antropoceno, es decir, finales del siglo XVIII. En estos dos siglos, señalaba Crutzen, la acción humana ha agujereado la capa de ozono, doblado la cantidad de metano en la atmósfera y aumentado en un 30% la concentración de dióxido de carbono. Niveles todos ellos que no se habían conocido en el planeta desde hacía 400.000 años.
El Grupo de Trabajo sobre el Antropoceno, formado por Zalasiewicz tras la publicación del estudio de 2008, incluyó una lista mucho más larga de cambios que no ha parado hasta ahora.
Tampoco la fecha de inicio es un asunto cerrado. Frente al siglo XVIII, ha habido otras propuestas, desde quienes han sugerido remontarse 5.000 años atrás, al inicio de la expansión minera, o incluso a la revolución agrícola y ganadera de hace 7.000 años, hasta quienes creen más serio referirse a la segunda mitad del siglo XX como la época en que realmente tienen lugar cambios de nivel geológico cuya causa es el ser humano.
Durante los años más activos de la era atómica, entre 1945 y 1963, se realizaron 500 pruebas nucleares en todo el planeta –¿serían la causa del agujero de Ozono?—. La radiación cubrió el globo terráqueo y hoy se puede detectar en los sedimentos. Además de los elementos radiactivos como el plutonio, también es posible detectar ya los componentes químicos de nuestra civilización: plásticos, aluminio, fertilizantes artificiales o carburantes con plomo.
Esto ha llevado a diferentes geólogos a apoyar la iniciativa de Zalasiewicz, considerando que los marcadores geológicos posteriores a 1945 son una prueba estratigráfica suficiente para señalar el comienzo de una nueva época.
La comunidad científica está dividida. Muchos creen que, en realidad, no se trata más que de una acción de propaganda con intereses políticos. Así lo estima Stan Finney, de la Universidad Estatal de California y también miembro de la Comisión Internacional de Estratigrafía. Uno de los argumentos que expone es la escasa relevancia geológica de la capa de sedimentos de los últimos setenta años, pues su grosor es inferior al milímetro.
Otros científicos creen que habría que esperar siglos para concluir que efectivamente el ser humano es una fuerza geológica; incluso mil años. según Erle Ellis, geógrafo de la Universidad de Maryland que participa en el Grupo de Trabajo sobre el Antropoceno.
Por otra parte, según Michael Walker, científico de la Universidad de Gales Trinity Saint Davies que participó en la definición del Holoceno, la acción del ser humano ya aparece representada en esa unidad de tiempo geológico, de modo que no tendría sentido volver a incluirla en una nueva época.
Mientras el Grupo de Trabajo debate sobre las consideraciones estratigráficas, el término se ha ido extendiendo por diferentes disciplinas y, científicamente avalado o no, parece que el Antropoceno está aquí para quedarse. La revista Nature, de donde se ha extraído la información hasta aquí presentada (“Anthropocene: The Human Age”), se adscribió en 2011 al bando de los defensores de la nueva época, por considerar que era un importante marco de referencia para reflexionar sobre el cambio global.
Según el editorial de Nature al respecto, el concepto expresa una realidad incuestionable: desde la segunda mitad del siglo XX, la actividad humana está dejando su marca irreversible sobre la superficie terrestre y hay una muy alta probabilidad de que esté comenzando la sexta gran extinción masiva en la historia de la Tierra.
El cambio climático y la extinción de especies que, en medio siglo, es decir en dos o tres generaciones de vidas humanas, han alcanzado niveles que hasta ahora sólo eran observables en el marco de los tiempos geológicos, no son los únicos marcadores para la defensa del Antropoceno. También existen alteraciones en el ciclo del nitrógeno, uno de los ciclos más importantes para el equilibrio de la biosfera; y la pérdida del hielo ártico está desencadenando cambios que podrían escaparse definitivamente al control humano.
El caos comenzaría con la ralentización la Cinta Transportadora del Atlántico Norte por exceso de agua dulce en su extremo septentrional, que desencadenaría un efecto dominó definitivamente incontrolable por el que la temperatura de todo el planeta se vería alterada, y con ella el resto de corrientes oceánicas, la circulación de los vientos en la atmósfera y la consiguiente cadena de distribución de minerales –cada año, por ejemplo, el Sahara aporta 27 millones de toneladas de minerales al Amazonas sin los cuales sería imposible su existencia—.
Antes de llegar a ese punto de no retorno –si es que no ha comenzado ya—, la fuerza geológica que es el hombre está dejando huellas claras en el planeta: las necesidades agrícolas y ganaderas han deforestado incalculables extensiones de bosque, la minería ha cambiado los paisajes de medio mundo y ha llenado sus cuencas con metales pesados como el mercurio, necesarios para separar o amalgamar el mineral buscado; la biosfera se denuda por horas frente al impulso constructor de ciudades y carreteras.
Hay quienes piensan que los rasgos característicos del Antropoceno no apuntan al ser humano como la fuerza geológica de la gran extinción masiva, sino a un sistema de comunidad muy concreto. El ser humano ha vivido milenios en armonía con la biosfera, y ha sido capaz de respetar sus ciclos y adaptarse a ellos.
Es el exceso lo que diferencia el Antropoceno del Holoceno; la hibris que, decían los griegos, es el mal más grande que puede atrapar a un ser humano: la violencia, la soberbia, el deseo fuera de control, la insaciabilidad y la falta de medida. Un exceso que siempre fue moderado por las diferentes “artes de vivir” de cada cultura, pero que hoy, lejos de estimarse un mal, se ha convertido en el primum mobile de las civilizaciones contemporáneas. Sin este exceso, ya no es posible vivir.
El sistema actual necesita que sus ciudadanos sean animales insaciables para poder seguir existiendo. El exceso atrae a cada vez más culturas y es imparable. No parece que haya vuelta atrás en el viaje a la catástrofe. Ningún paraíso al que regresar.
Podríamos ir más allá y considerar que la esperanza sea la energía destructiva por excelencia. Gracias a la esperanza, como dice Peter Sloterdijk, se ha podido explotar a los miserables desde el principio de los tiempos. El siglo XIX sustituyó el objetivo de la esperanza: de un cielo en las alturas y su dios se pasó a una tierra prometida en el futuro –siempre en el futuro— y su dios, el progreso, y sus tablas económicas de la Ley; un ente abstracto y todopoderoso por el cual todo sacrificio bien merecía, y sigue mereciendo para muchos, la pena. Ya sea por un dios o por otro, todos los presentes de la historia han aceptado ser indignos para la inmensa mayoría de los seres humanos quienes, gracias a la esperanza, han aceptado dejarse la vida en labores que no les han proporcionado nada a ser tenido en cuenta.
La esperanza ha hecho del Antropoceno, en definitiva, la época de la Hibris, de la fe en el crecimiento infinito. Ahora, ese impulso se da de bruces con la realidad: la Tierra tiene límites, ya sean físicos como biológicos. Pero el ser humano sigue teniendo esperanzas en crecer. Dos décadas de conferencias globales sin soluciones al problema lo avalan.
Y si la esperanza se antoja mala, también lo parece el pesimismo. Jennifer Jacquet, profesora de Estudios Medioambientales de la Universidad de Nueva York, denomina “efecto antropocebo” a la pérdida de fe en las capacidades de la humanidad para salir de la actual crisis planetaria. Al igual que un placebo o un nocebo son causas imaginarias que, sin embargo, estimulan una reacción física, el efecto antropocebo hace que aceptemos la destrucción de la Naturaleza como inevitable, un daño colateral en el progreso de la civilización.
Se produce entonces una apatía frente a las cuestiones medioambientales y los avisos de peligro. Jacquet señala como síntomas de este estado reacciones irónicas y la asunción de que el asunto ya no está en manos de ningún individuo en particular. Para esta profesora de Nueva York, efectivamente no es el ser humano la fuerza geológica que amenaza con la sexta gran extinción masiva, sino una cultura muy concreta que ha logrado imponer su ideología de manera global, con efectos devastadores.
Jacquet propone huir del pesimismo y tratar de comunicar los problemas del Antropoceno de una manera más amable. Es lo que hacen los médicos para evitar el efecto nocebo; por ejemplo, parte del dolor que un paciente siente en una epidural depende de cómo le haya explicado el médico el procedimiento, si como algo sin importancia o como un fuerte pinchazo. Sólo así se podría lograr, dice, la voluntad y el coraje para actuar en favor del cambio. Sólo así, imaginamos, llegarán las soluciones de verdad.
De momento, el científico superestrella Stephen Hawking ya ha propuesto la suya: colonizar otros planetas cuanto antes. A lo que parece, este señor no tiene muy claro eso del efecto antropocebo…
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