Desuso conlleva desaparición

Autorretrato de Utermohlen (2000)

«”Lo que no se hace todos los días, se olvida”, juro haberlo leído de José Libardo. Por eso la abuela organiza las camas a su modo, trapea, barre, se demuestra útil, combate la desaparición moviéndose»


Las tareas de casa, de Natalia Ginzburg, describe a una abuela y a sus hijos ya grandes, con esposas y retoños de visita en verano, y a través de ellos manifiesta el relevo generacional, el choque de edades, la herencia de costumbres, las tareas domésticas, etc. Leyendo desprevenido se consideraría el retrato de un hogar en vacaciones, la disposición de las familias contemporáneas. Pero es un ensayo. De los variopintos enfoques, seleccionaré el que centra la inutilidad de los oficios.

La abuela se levanta, aún de noche, y amanece en el sofá del comedor, queriendo ponerse a fregar y barrer. Espera, bebe café y fuma, «al acecho como un buitre», sabe que los niños despertaron y recuerda cuando, recién despiertos, bañaba a los suyos, los arreglaba, les servía café con leche y los sacaba afuera. Ahora sus nietos se quedan en la habitación, acompañados de historietas y bizcochos. Los padres aparecen sin chanclas —la madre se pregunta si desaparecerá la industria de chanclas y el café con leche—, beben jugos embotellados, revuelven huevos y untan el pan con Nutella. Les preguntan a los niños qué quieren comer y la indecisión los hace llorar, los regañan adoptando un cobarde «tono trágico» y no les gritan —la madre piensa que esto también desaparecerá—. Antes de irse a la playa, le insisten a la vieja que no haga aseo, que ya todo está hecho.

Pues ella rehace las camas, recoge los periódicos, barre y «al fregar los suelos, la madre tiene la duda de si está haciendo algo inútil». ¿El recuerdo de su madre, que tenía criadas —próximas a desaparecer o a utilizarse en labores de menos mortificantes—, o «un placer estéril o maniático» la mantienen en disposición del aseo, su único y extremista oficio? Las nueras, los hijos le reprochan no dedicarse a objetos más elevados: leer, enterarse de política; dos o tres ideas fosilizadas le bastan.

Siddhartha, por otro lado, después de su experiencia con los brahmanes y los samanas, al decidirse por lo mundano, se le fue extinguiendo poco a poco la «fuente sagrada», se le fue mermando la voz de su corazón, el comercio nubló el ascetismo, las mujeres el ayuno, las fiestas el pensamiento. Las cosas se «iban sumiendo una tras otra en el olvido hasta quedar cubiertas de polvo».

Todo esto es teoría de Lamarck a nivel de usos individuales y sociales. La abuela y Siddhartha ilustran la frase: desuso conlleva desaparición. Así como la industria de las chanclas, que los nuevos adultos no usan o les da pereza buscar debajo de la cama; el café con leche, que reemplazan los jugos embotellados; los regaños y las reconciliaciones instantáneas, la vieja desaparecerá. Lo que ve sentada, la casa que arregla a escondidas, los hábitos que aplicaba a sus hijos, serán carcomidos en el desván del recuerdo. Y del mismo modo el joven Siddhartha, que aprende las artes amatorias, se olvida de sus primeras enseñanzas, del llamado interior, aunque este lo haya impulsado a la ciudad.

La práctica instrumental, los ejercicios diarios fortifican el aprendizaje. Renunciar al uso constante malgasta la destreza en cualquier área. Me ocurre en la época de finales, o cuando me comprometo más allá de mis posibles. La molestia se presenta cuando se quiera olvidar algo y lo único que se consigue es repasar ese recuerdo. Sería como un santo huyendo de su predestinación. Pero en tal caso, «Saber olvidar, más es dicha que arte. Las cosas que son más para olvidadas son las más acordadas. No sólo es villana la memoria para faltar cuando más fue menester, pero necia para acudir cuando no convendría…» (Gracián).

«Lo que no se hace todos los días, se olvida», juro haberlo leído de José Libardo. Por eso la abuela organiza las camas a su modo, trapea, barre, se demuestra útil, combate la desaparición moviéndose. El aventurero Siddhartha, después del lodazal en que se hunde, recobra el latido sigiloso dentro de sí y se entrega a su búsqueda vital. Las intromisiones del olvido se riñen con presencias; inmovilizarse es actitud de muertos; insistir, en lo que sea y cuando sea, permite abrirnos un lugar en el mundo.


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Alejandro Zapata Espinosa

Estudiante de Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana del Tecnológico de Antioquia.

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