Derrida, el signo y la diferencia

Alejandro Villamor Iglesias

Aunque, como dice Antonio Bolívar en su El estructuralismo: de Lévi-Strauss a Derrida, no podemos considerar que la obra de Jacques Derrida sea algo sistemático o terminado, su obra Positions constituye una buena síntesis de lo que este pensador ofrece. Escrito tres años después de la publicación de De la gramatología, aquí se hallan presentes ideas de vital trascendencia no sólo en la filosofía de nuestro autor, sino, y quizás en consecuencia (aunque el mismo Derrida podría no reconocerlo), del movimiento estructuralista en general. Con respecto a esto último quizás el punto de mayor relieve recaiga sobre la idea de la sujeción de las partes sobre aquel todo en que se erige la estructura. Si bien la referencia es normalmente el fonema, en el caso más general del estructuralismo podría ser el sujeto. Remarcada ya la pertenencia del autor francés, a pesar suyo, a la corriente estructuralista, no está de más indicar la notable influencia ejercida sobre él por parte del lingüista Ferdinand de Saussure (notable precedente del estructuralismo). Esta se palpa con nitidez en las aportaciones de Saussure al respecto de la independencia de la lengua respecto al hablante, la arbitrariedad del signo lingüístico o el estudio de los elementos mínimos como cobrando sentido bajo el paraguas del todo del que forman parte. De lo dicho hasta aquí se pudiera intuir la que quizás sea una idea pilar de Positions y de Derrida: los elementos que componen el discurso (fonemas o grafemas) sólo cobran sentido en relación con el todo, en constante cambio, del que forman parte. Es menester, por esto, dar cuenta de un “nuevo concepto de escritura” más acorde a su verdadera naturaleza, libre del prejuicio logo-fonocentrista.

Ningún elemento simple está huérfano de repercusión en los demás. Todo signo del discurso, sea escrito o hablado, cobija en su seno toda una serie de remisiones a otros signos. Todo signo, por ende, es un compuesto de huellas de otros signos nunca presentes –al igual por tanto que el mismo signo del que partimos- de tal modo que la dependencia de los signos componentes del texto es irrompible y carente de un origen absoluto. Ahora bien, si de lo que se trata, como se comienza diciendo, es de pergeñar un “nuevo concepto de escritura” que precisamente asimile esta différance, es porque estamos bajo el imperio de otra que no lo hace. Este orden del discurso tradicional es fruto del doble prejuicio sobre el que se viene asentando toda la tradición filosófica occidental: el logo-fonocentrismo. Origen del logocentrismo, el fonocentrismo consiste en el privilegio de la foné (la voz) o, dicho de otro modo, de la conciencia. Por su parte, y he aquí la raíz de todo el árbol metafísico de la tradición occidental, el logocentrismo instancia la tendencia a considerar un objeto trascendental, estático, un significado invariable subyacente. Dicho en plata y por supuesto de un modo harto somero, la concepción del discurso tradicional a sustituir, contaminada por el logocentrismo, tiende a observar al signo, a la escritura, como el barniz exterior, de un algo más profundo e incorruptible. Nada más lejos de la realidad, dice Derrida, para quien la diferencia se erige como la “única verdad” del discurso filosófico: “de arriba abajo no hay más que diferencias y huellas de huellas”. Frente a la concepción del signo como unión entre significante/significado, donde este último tiene un carácter a priori sobre aquél, Derrida sostiene que no hay ninguna verdad mítica previa al decir, al discurso. Todo significado torna siempre en significante de significantes o, dicho de otro modo, estamos siempre enmarcados en el orden de la escritura (insistimos que hablada o escrita). Sólo de la escritura, nada más. Así, la diferencia se consolida, en definitiva, en el carácter apresencial de los signos que componen el texto del discurso al no erigirse estos más que como una serie de huellas o trazas de otras huellas o trazas… La propuesta en positivo de Derrida no es otra, entonces, que la de la constitución de una ciencia gramatológica que dé cuenta de la necesaria deconstrucción de la tradición logo-fonocéntrica. El discurso absoluto de la tradición filosófica, negador de la diferencia, ha de ser deconstruido, transgredido a través de las fisuras que presenta.

Derrida nos impele a una empresa cuya vigencia difícilmente podría ser más actual. Estamos ante el desenmascaramiento que ya Nietzsche exigió (a martillazos) de una tradición históricamente dada y que nosotros tendemos a aceptar acríticamente, la tradición del logos. Una tradición que, como Heidegger denunció, está contaminada de unos prejuicios de orígenes determinados. Nietzsche o Heidegger son algunas de las influencias de las que bebe nuestro autor que, asimismo, y fuera de toda duda, sirve y servirá de punto de apoyo de futuros filósofos/as todavía por venir. Y es que la magnitud del proyecto perfilado por Derrida dificulta su abarcabilidad por parte de un único individuo. La tarea está en consecuencia completamente abierta no sólo en el ámbito filosófico, sino en cualquier otro donde haya cabida para una “hermenéutica heterodoxa” que no acepte dogmáticamente la tradición. No olvidemos que, como el movimiento estructuralista mismo, la naturaleza del proyecto derridiano es completamente transversal a toda disciplina que se preste.



Otras columnas del autor: https://alponiente.com/author/alejandrovillamoriglesias/

Alejandro Villamor Iglesias

Es graduado en Filosofía con premio extraordinario por la Universidad de Santiago de Compostela. Máster en Formación de Profesorado por la misma institución y Máster en Lógica y Filosofía de la Ciencia por la Universidad de Salamanca. Actualmente ejerce como profesor de Filosofía en Educación Secundaria en la Comunidad de Madrid.

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