De la pertinencia y la pertenencia

Seres sociales, absortos de contexto, configurando identidad en cada decisión. La vida como proyecto es el paradigma roto de liquidez y voracidad tecnológica, formas de habitar apelan a los instrumentos de valoración que sitúan al individuo como medio, una distopía que trastoca la aspiración del afán de cada día, padeciendo con la carne los alcances del poder.

“De la realización de cada uno, depende el destino de todos.” – Alejandro Magno

Somos humanamente responsables de las riendas del destino, dotados de capacidad para comprender la naturaleza misma, desde distintos ámbitos de conocimiento, interés y compromiso. La libertad es transgresora por la posibilidad de crear, la expresión auténtica de la potencialidad diferenciadora que nos hace únicos, sin negar la racionalidad ética que nos reconoce como iguales; el animal que piensa.

No es menos cínico el egoísmo que la desidia, si de civilización se trata. El conflicto es connatural a la necesidad intrínseca de pertenencia, sabernos frágiles en la ternura que conmueve la voluntad al cuidado, la utilidad de servir para realizarnos en la experiencia que caduca inevitablemente con la muerte, sobre todo en tiempos de inseguridad jurídica donde la ley representa la ficción dignificadora que garantiza estar y continuar vivos. Aunque en profundidad no basta, tenemos la capacidad de aspirar, además, a estar bien en la complejidad que el bien traduce e implica para cada uno, y que, como conjunto de diversidades, institucionaliza una nueva entidad orgánica, conocida entre otras denominaciones como Estado, que sintetiza lo público y nos convierte en parte junto a otros que también serán parte y ya no sinónimo de amenaza.

Cada momento es demandante de la realidad fractal que configuramos entre todos, multiplicarnos como especie no minimiza el mérito de asumir la oportunidad y el costo de las alternativas, que eventualmente desplegarán impactos y consecuencias colaterales, en la imposibilidad material de estar en soledad plena, asumir con humildad que somos físicamente interdependientes. Hannah Arendt señalaba la acción, necesariamente política al provenir de una persona, en tanto individuo, como la antítesis de los totalitarismos; la anulación del ser en la censura y el aislamiento, como el máximo cómplice del ascenso y consolidación de los mismos. Aristóteles planteaba la obligación moral de tomar acción política como vocación deseable frente al riesgo de que lo hagan otros menos idóneos, o peor, mucho más perversos.

Como humanidad, aprendemos en la guerra aquello que nos empatiza respecto al poder, sensibilizando su uso, pues como señalaba Foucault, el poder es por cuanto se ejerce, hallando resistencias; y agrego, en la incesante búsqueda generalizada por conectar comunidades cada vez más amplias, pese al delirio de quienes dividen y se distancian en el horror viciado del dominio, no de sí sino para sí, basado en el miedo y la manipulación ajena, categorizando la injusticia en la segregación que ordena verticalmente el valor de unos y otros como seres humanos, justificando la esclavitud hasta en la más ínfima de sus expresiones que descansa en la consciencia.

Entonces, una cultura democrática implicaría la acción íntima, privada y discrecional para reafirmar el valor del individuo que racionalmente incide, y eventualmente participa, en el acuerdo por el bien común, desde la autonomía, al reconocerse ser humano en un otro al cual aporta y requiere para su anhelo imaginativo evolutivamente insatisfecho, convirtiéndolo en mercado, superando la violencia como forma de relacionamiento siempre dispuesta ante el absurdo imprescindible de ejercer poder en medio de la convivencia, que, si es ciudadana, se reglamentará colectivamente con la suma de unicidades que tienen una voz biológicamente inteligente para avizorar como objetivo el conciliar en armonía.

“La República de Colombia, a la vanguardia de la revolución en el mundo físico y moral, es el blanco de las empresas militares y debe ser el de las maquinaciones secretas de todos nuestros enemigos.” – Francisco de Paula Santander

Situada desde occidente en las primeras décadas del Siglo XXI, considero importante señalar que la representatividad política en democracia no debe minimizar la acción política de la ciudadanía, que se hace viable en sistemas sociales y económicos libres que brindan las condiciones factibles para explorar y explotar el talento innato en cada individuo, que se manifestará en bienes y servicios en favor de terceros, quién al lograr acceder a la información pertinente para elegir públicamente lo conveniente a sus propios intereses, a través de un político de oficio que atienda con lealtad a su mandato, tendrá la oportunidad de ponderar su hacer para el bienestar como bien común a proteger (por ejemplo, la legalización de productos, artes u oficios, o la desregularización de mercados que facilite el acceso a los mismos); y que el ejercicio del poder político no debería ocultar sus raíces en la violencia, que gracias a la teorización humanística (véase, entre otros conceptos, los derechos humanos y el derecho internacional humanitario), el desarrollo (científico, técnico, tecnológico…), la innovación (especialmente de las tecnologías de la información y la comunicación) y el intercambio (creación de riqueza), se encuentra en un estado de racionalidad transaccional, que abre la opción de plantear el debate primordialmente desde las ideas y la tensión argumental, que serán emancipadoras si consiguen educar y develar las estructuras que lo soportan, permitiendo que cada persona esté a salvo aunque esté por fuera de ostentar nominalmente el poder político que impositivamente sostiene.

Colombia, reconocida en la región como “La democracia más estable de América Latina”, puede formalmente afirmar este hecho en el primer mecanismo de participación ciudadana contemplado en el artículo 40 de la Constitución Política, que establece la premisa de “Elegir y ser Elegido”, que ha sido interpretada por la Corte Constitucional en la Sentencia T-232 de 2014 como un derecho y una función, es decir, una doble dimensión que refrenda la potestad del sujeto activo (ciudadano votante) en relación con el sujeto pasivo (político elegido), quién aguarda el deber de representante, servidor y mandatario del pueblo (ciudadanía) como autoridad legítima. Así las cosas, los electores tienen la responsabilidad de calificar con su voto la pertinencia de una candidatura capaz de representar sus intereses, y los posibles candidatos, la pregunta personalísima por el sentido de pertenencia a la comunidad que les elige para administrar, no para juzgar, sino para gestionar sus requerimientos públicos (por ejemplo, seguridad social, energética y humana, habitación digna, educación de calidad, espacio público, conectividad vial, comercial y satelital…) y necesidades cívicas, económicas y ambientales (por ejemplo, poder opinar, emprender, investigar, trabajar, generar empleo, respirar aire limpio, preservar y regenerar ecosistemas…) como individuos libres ante el poder político al que obligatoriamente se encuentran supeditados.


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María Camila Chala Mena

Poeta. Abogada con énfasis en Administración Pública y Educadora para la Convivencia Ciudadana, Especialista en Gerencia de Proyectos y Estudiante de Maestría en Ciudades Inteligentes y Sostenibles. Fundadora de Ágora: Laboratorio Político. "Lo personal es político".

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