Confesiones de San Agustín de Hipona (III)

Alejandro Villamor Iglesias

Libro VIII

A estas alturas de su vida, San Agustín ya había alcanzado en su “aspecto interno”, espiritual, la aceptación de la Verdad católica. Pero en la práctica permanecía con numerosas reticencias que le perseguían a lo largo años atrás. En especial la idea de abandonar el contacto carnal con las mujeres, ya que, como él dice, ya no ambicionaba (al menos de la misma forma) las riquezas ni los honores. Para resolver estas cuestiones, decidió dirigirse a Simpliciano, padre espiritual de Ambrosio, y por el que éste sentía una gran admiración.

San Agustín le contó a Simpliciano su lectura de las obras neoplatónicas traducidas al latín por Victorino, lo cual agradaba al obispo, quien consideraba que esas obras remiten a Dios. Al contrario, por otra parte, que obras de otros autores cargadas de falacias y charlatanería. Ante las dudas de San Agustín, Simpliciano le narra la historia de la conversión de Victorino al cristianismo, la cual marca en gran medida al de Tagaste. Ya experimentada esta conversación, San Agustín tenía clara la existencia de la Verdad en Dios: «Ya no tenía respuesta cuando me decías: Levántate, tú que duermes, y sal de entre los muertos y te iluminará Cristo. Por todos los medios me mostrabas la verdad de lo que decías y yo estaba convencido de que era verdad, por eso no tenía nada que responder más que palabras lentas como las del soñoliento: “Ahora”, “voy”, “un poco más”. Pero este “ahora” no tenía término y el “poquito más” se alargaba indefinidamente» (Pág. 209).

Con el paso del tiempo, el peso de la Verdad comenzó a atormentar a San Agustín, ya fuera en la Iglesia o en la escucha de historias, como la que le narró Pontificiano, un africano cristiano que ocupaba un alto puesto en la corte. De esta forma, San Agustín libraba en su interior una contienda que perturbaba su alma. Hacia el camino de la conversión le retenían sus pasados deleites carnales que le acosaban con los pensamientos del tipo «¿Y desde este momento ya no volveremos a estar contigo? / ¿Es que piensas vivir sin estas cosas?». Contra estos pensamientos Agustín contraatacaba recordando que numerosas personas, hombres y mujeres, habían dado el paso a la continencia de sus concupiscencias, incluso habiendo individuos que en la ancianidad seguían vírgenes. Si ellos podían, ¿por qué motivo no podría hacerlo él? En plena disputa consigo mismo (la cual había conseguido, en ese mismo instante, que llorara) Agustín escuchó «una voz como de niño o niña que venía de la casa vecina. Una y otra vez cantaba y repetía: “Toma y lee; toma y lee”. Al punto cambié de semblante y centré mi atención por si conocía alguna clase de juego en que los niños acostumbrasen a cantar cosas como éstas (…) Reprimí mis lágrimas y me levanté, interpretando esto como un mandato divino de que abriese el libro (de la Escritura) y leyera el primer capítulo que encontrase» (Pág. 223). Tras escuchar esto se decidió a tomar las Epístolas de San Pablo, y leyó el primer pasaje que se le apareció. Éste decía: «Nada de comilonas ni borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Págs. 223-224)

Y así, tras esta experiencia, San Agustín aceptó la Verdad en su corazón, renegando de las concupiscencias y placeres de este mundo para entregarse definitivamente a la fe. Tras tomar esta dura decisión se lo comunicó a su madre, la cual lo celebró jubilosamente tras años de oraciones y lágrimas para que eso sucediera.

Libro IX

Tomada la decisión de su conversión, Agustín se comenzó a sentir mucho mejor, ya que por fin podía dejar atrás las ansias de riquezas, honores y placeres terrenales. Decidió mantener su puesto de docente un tiempo más. Transcurrido este tiempo, San Agustín comunicó que dejaba su puesto de docente de retórica para dedicarse íntegramente al servicio divino. Una vez hecho esto le narró al obispo Ambrosio sus antiguos errores y sus actuales propósitos para que le recomendase algunas lecturas de las Escrituras que le pudieran ayudar. Ambrosio le recomendó leer al profeta Isaías, pero San Agustín no llegó a comprender las palabras del profeta, por lo que decidió dejar de lado durante un tiempo dicha lectura. Tras un tiempo en una granja de Casiciaco, San Agustín regresa a Milán donde es finalmente bautizado por el obispo Ambrosio, era el año 387.

Junto a unos compañeros, también convertidos al cristianismo, Agustín decide regresar a África para dedicarse al Señor. Pero en Ostia Tiberina, de camino a África, su madre Mónica falleció tras unos días enferma en la cama a la edad de cincuenta y seis años (treinta y tres tenía San Agustín). Unos pocos días antes de este suceso, el autor recuerda unas palabras que ella le dirigió: «Hijo mío, por lo que a mí respecta, ya no encuentro placer en esta vida. No sé lo que hago ya ni por qué estoy en este mundo. No tengo nada que esperar en esta tierra. Había una sola razón por la que quería permanecer un poco más en esta vida. Quería verte cristiano católico antes de morir. Mi Dios me ha cumplido este deseo y aún más colmadamente de lo que yo deseaba. Te veo siervo suyo, que desprecia la felicidad de la tierra. ¿Qué hago ya aquí?» (Pág. 248).

La muerte de su madre conmocionó al filósofo, que intentó por todos los medios no llorar durante su entierro y oraciones. San Agustín se sentía culpable por la debilidad de sus sentimientos. Finalmente, tras despertarse después de un tiempo de sueño, no pudo resistir más y se desahogó llorando. Los últimos momentos de este apartado están dedicados exclusivamente al elogio de su madre, por la que pide que «viva en paz con su marido. Su primer y último marido, pues no tuvo otro. A él sirvió, ofreciéndote a ti el fruto de su paciencia, para poder ganarlo a él también para ti. Inspira, Señor y Dios mío, inspira a tus siervos, mis hermanos –pues ellos son tus hijos y mis señores, a quienes sirvo con el corazón, con la palabra y con la pluma-. Que cuantos lean estas cosas, se acuerden ante tu altar de Mónica, tu sierva, y de Patricio, su marido, por medio de los cuales me introdujiste en esta vida sin saber cómo» (Pág. 254).

Libro X

Desde este Libro en adelante San Agustín cambia radicalmente la dinámica de sus Confesiones. Estas pasarán de ser una obra con un carácter mayoritariamente biográfico a una reflexión teológico-filosófica donde el africano plantea distintas cuestiones. En este capítulo, por ejemplo, considera el camino hacia el goce con Dios, la memoria, el esfuerzo para evitar las tentaciones, etcétera.

San Agustín realiza un encomiable elogio de Dios, del cual no se puede decir nada más que es la perfección en todos los sentidos. No hay ningún elogio que Agustín de Hipona haya dicho a los hombres y no a su Señor. Este elogio del Señor participa también de todas las cosas que Él ha creado, incluida la memoria, a la que San Agustín se dedica a loar gran parte del apartado: [Refiriéndose a la memoria] «campo grande y palacio maravilloso, donde se almacenan los tesoros de innumerables y variadísimas imágenes acarreadas por los sentidos. En ella se almacena cuanto pensamos –acrecentando, disminuyendo o variando de cualquier modo, lo adquirido por los sentidos- y cualquier otra cosa confiada a la memoria y que aún no ha sido tragada y sepultada por el olvido» (Pág. 267).

Para llegar al goce del Señor es necesario que el individuo se trascienda a sí mismo. Esto es, tanto a los sentidos de su alma como a la misma memoria. San Agustín pasa del tema de la memoria a consideraciones acerca de la vida feliz. Así, otro de los asuntos que el de Tagaste trata en este Libro, es la cuestión de si es cierto que todo el mundo tiende a buscar la vida feliz. La respuesta que da es negativa, ya que la única vida feliz posible es la que se produce en la relación con Dios, una relación que no toda la gente persigue: «Por consiguiente, no podemos estar ciertos de que todos quieren ser felices. Hay quienes no quieren buscar su gozo en ti –única vida feliz- y que, por tanto, no quieren la vida feliz» (Pág. 284).

Uno de los últimos temas que trata San Agustín es su forma de evitar las tentaciones. Este rechazo de las concupiscencias es posible gracias a la ayuda divina, sin la cual esta empresa sería del todo improbable.

Libro XI

En este apartado se introducen dos cuestiones teológicas básicas: ¿Cómo creó Dios, simplemente con la Palabra, el mundo, el cielo y la tierra? ¿Qué hacía Dios ante de crear el mundo?

En lo que respecta a la primera cuestión, San Agustín deja claro de principio que las cosas fueron hechas porque Dios así lo quiso con sus hablar, con su mera Palabra Dios lo creó todo. ¿Cómo habló? El sentido de esta pregunta reside en que, si Dios habló en la forma ordinaria de hablar, mediante palabras que tienen un inicio y un final, entonces antes de que el mundo fuese creado tendría que haber algo, tendría que haber tiempo. De esta forma, San Agustín desecha que la Palabra de Dios creadora se pueda entender en este sentido “material”, sino que ésta se debe entender como «la cual se pronuncia eternamente y en ella quedan dichas todas las cosas eternamente. No es palabra en que se termine lo que se decía, dando lugar a la siguiente para poder así decir todas las cosas. En tu palabra todo se dice de una vez y eternamente. De lo contrario, tu palabra estaría sometida al tiempo y al cambio y ya no sería ni verdaderamente eterna ni verdaderamente inmortal» (Pág. 321).

Ahora bien, esta cuestión remite inevitablemente a otra. Y es que ¿qué hacía Dios antes de crear el mundo? Con el análisis de este interrogante, San Agustín pretende responder a aquellos que se la preguntan, considerando que Dios se encontraba antes de crearlo ociosamente. Nuestro filósofo toma esta pregunta con la convicción de quien sabe que no hallará jamás la certeza en tan altos misterios reservados al Creador. Pero con el fin de no evadir la pregunta, teniendo presente la seriedad que esta entraña, infiere tras un cierto estudio que «el tiempo mismo es obra tuya. No hubo, por tanto, tiempo alguno en que no hicieses nada. Ningún tiempo es coeterno contigo, porque tú no cambias nunca y, si el tiempo no cambiase, ya no sería tiempo» (Pág. 327) El tiempo, así pues, es una creación divina ex nihilo junto con el mundo, este tiempo es, asimismo, percibido por los individuos gracias a su alma como presente de las cosas pasadas, presente del presente y presente del futuro.

Libro XII

El autor continúa, en cierta manera, con aspectos tratados en el anterior capítulo. En este, se plantea cómo eran cielo y tierra antes de que el Señor le diera forma y lo madurada: «Pero esta tierra era algo caótico y vacío, una especie de abismo profundo sobre el cual no había luz, porque no tenía forma alguna. Y la razón por la que mandaste que fuera escrito que las tinieblas cubrían la superficie del abismo no podía ser otra que la ausencia de luz. Porque, si hubiera habido luz, ¿dónde había de estar sino encima de ella sobresaliendo y resplandeciendo? Si pues no había luz todavía, ¿qué otra cosa quiere decir tinieblas sino ausencia de luz? En consecuencia, las tinieblas cubrían el abismo, por cuanto la luz no estaba sobre él» (Pág. 350). Para él, nos dice San Agustín, se reservó el cielo, mientras que la tierra quedó para todos los demás seres de su creación.

En relación con esto, el autor expone su exégesis de las primeras palabras del Génesis: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era algo caótico y vacío y tinieblas cubrían la superficie del abismo» (Pág. 358) El cielo debe ser entendido como una cosa ya formada, mientras que la tierra, como ya se ha dicho, es totalmente informe. Este primer cielo debe ser interpretado como «el cielo del cielo», pues el segundo día nos dice que fue hecho el firmamento. En páginas ulteriores el filósofo trata otras interpretaciones de estas primeras palabras de la sagrada Escritura. Por ejemplo, la de aquellos que afirman que con el nombre de cielo y tierra se pretende expresar de una forma concisa la totalidad de todo lo que nos es visible. Otros consideran que busca expresar todo lo que es visible como invisible. Lo que está claro para San Agustín es que, allende interpretaciones más o menos triviales, la Verdad es que Dios creó el cielo y la tierra, y con ellas todas las cosas: «Porque la verdad es, Señor, que tú hiciste el cielo y la tierra. Verdad que el Principio en el que hiciste todas las cosas es tu sabiduría» (Pág. 366).

Libro XIII

En este último capítulo, San Agustín continúa con la misma dinámica exegética de los dos anteriores Libros. En este caso, se plantea otras cuestiones, como por ejemplo el sentido de las palabras «Haya luz, y hubo luz», de las que dice: «Pienso que estas palabras se han de entender propiamente referidas a la creación espiritual, que tenía ya una cierta vida que habías de iluminar» (Pág. 387).

Otro aspecto que cabe resaltar es la consideración de que el humano ha sido dotado de razón con el objetivo de llegar a alcanzar la Verdad divina: «…Y la razón es que renovado en su mente y capaz de contemplar tu verdad –que se deja ver a la inteligencia-, ya no necesita que otro hombre le enseñe a imitar su género. Teniéndote a ti por guía él mismo distingue cuál es tu voluntad, es decir, “qué es lo bueno, lo agradable y lo perfecto”» (Pág. 410). Así, por ser el ser que el Señor creó a su imagen y semejanza dotado de inteligencia, San Agustín también justifica nuestro dominio antropocéntrico de los demás seres de la tierra.

En estas sus Confesiones, San Agustín de Hipona nos mostró en primera persona toda la evolución vital que le llevó de ser un pecador empedernido a ser un obcecado defensor de la palabra divina, narrándonos así gran parte de su propia existencia terrenal. La obra está pensada de forma que, como el propio nombre indica, San Agustín pudiera confesar los pecados de esa su juvenil vida impura. Entre los muchos aspectos destacables de la obra, es interesante resaltar la lucha interna mantenida por el de Tagaste que precedió a su conversión al cristianismo. Una transición, la que precede a esa lucha más directa, en la que San Agustín pasó de gozar libremente de los placeres terrenales a flagelarse para olvidarse y renegar de ellos. Sin duda, al menos gran parte de la vida de San Agustín estuvo marcada por la necesidad de tomar seriamente alguna posición, esto es, de poder situarse en algún lugar. Posicionándose, en unos primeros momentos, en lo posteriormente llamará “secta maniquea”, para adoptar finalmente la inflexible convicción católica que su madre intentó inculcarle desde su nacimiento.

 

 

Alejandro Villamor Iglesias

Es graduado en Filosofía con premio extraordinario por la Universidad de Santiago de Compostela. Máster en Formación de Profesorado por la misma institución y Máster en Lógica y Filosofía de la Ciencia por la Universidad de Salamanca. Actualmente ejerce como profesor de Filosofía en Educación Secundaria en la Comunidad de Madrid.

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