Confesiones de San Agustín de Hipona (II)

Alejandro Villamor Iglesias

Libro IV

Pocos años más tarde, Agustín comenzó su labor como docente de retórica enseñando, como él mismo dice, a «vender a los demás una palabrería llena de triunfos». No tanto, como pueda ocurrírsele al mal pensado, para engañar al inocente, sino más bien para defender al culpado. Aun así, su excesiva petulancia y amor por el dinero hacían deshonesta su actitud como docente. Además, durante estos años, nuestro autor convivió con una mujer a la que fue fiel y amó. No en el sentido matrimonial, sino en el sentido más carnal y lascivo. Otra actividad indecorosa llevada en esto años, que Agustín no duda en confesar, consiste en su creencia en las supersticiones, en especial en la astrología.

Fue Nebridio, un joven médico amigo de Agustín, quien le convencería de lo insostenible de la astrología. Nebridio le contó a Agustín que él también llegó a creer en la astrología, pero poco a poco fue desechando la lectura de esos libros para dirigirse a los de la medicina. Ante la pregunta de por qué en ocasiones los astrólogos, si se trata esta de una falsa ciencia, predicen con acierto el futuro, Nebridio contesta que se trata simplemente del azar, una cuestión de mera suerte.

Otro episodio destacable de la época de San Agustín como docente de retórica, ya en su ciudad natal, reside en el fallecimiento de uno de sus mejores amigos de la infancia. Este amigo compartía los mismos errores que Agustín respecto a las supersticiones, meras creencias en las que había contribuido notablemente el propio San Agustín, y por lo cual se siente profundamente culpable. No obstante, antes de fallecer, su amigo estuvo cerca de su desaparición: «Porque estando enfermo con fuerte calentura, perdió el sentido, bañado en un sudor de muerte. Deshauciado, fue bautizado sin saberlo él (…) mejoró y sanó. Pues tan pronto como pude hablar con él (…) comencé a reírme en su presencia del bautismo, creyendo que él también se reiría, pues lo había recibido sin conocimiento ni sentido (…) Él se volvió contra mí como contra un enemigo y mirándome horrorizado, me advirtió con repentina y maravillosa libertad que si quería ser su amigo no le hablase más de tal cosa (…) Pero tú, Señor, le libraste de mis desvaríos y me lo guardaste para mi consuelo…» (Págs. 96-97) De este modo, Agustín entiende la muerte de su amigo como un mensaje divino. Una muerte que le produjo un gran dolor y desasosiego, por lo que decidió regresar a Cartago.

En Cartago, Agustín comenzó a interesarse por el tema de la belleza. Le desconcertaban toda una serie de preguntas que formulaba a sus amigos tales como « ¿Acaso amamos algo que no sea bello? ¿Y qué es la belleza? ¿Qué es lo bello? ¿Qué es lo que nos atrae y nos une a las cosas que amamos?» (Pág. 106). A partir de este preguntar, Agustín gestó su primera obra, Belleza y proporción, compuesta por dos o tres libros, una obra de la que San Agustín desconoce su paradero ya que, no sabe cómo, se extravió. Esta obra estaba especialmente dedicada a Hierius, un orador de Roma por el que Agustín sentía una gran admiración.

Finalmente, el de Tagaste narra cómo perdió su tiempo en una lectura de Las diez categorías de Aristóteles. Para poder comprender algo de dicha obra, San Agustín empleó mucho tiempo para estudiarla por su cuenta. Sin embargo, en el momento en el que escribe esta autobiografía, se pregunta: « ¿De qué me aprovechaba todo esto? (…) ¿De qué me servía leer y entender por mí mismo todos los libros que podía encontrar sobre las llamadas artes liberales, si seguía siendo entonces esclavo de mis sórdidas ambiciones? » (Pág. 112).

Libro V

Con veintinueve años, San Agustín continuaba con su estadía en Cartago, profesando la religión de Manes. Al inicio de este capítulo nuestro autor narra la llegada a Cartago de un admirado obispo maniqueo llamado Fausto, del cual no sólo San Agustín, sino muchas otras personas sentían una profunda admiración. Con todo, a esta edad el de Tagaste cuenta cómo había empezado a tambalearse su creencia en la concepción maniquea. Esta desconfianza acerca de la veracidad del maniqueísmo se comenzó a producir por su creciente lectura de textos filosóficos que explicaban la realidad de una forma mucho más contundente.

Ante la incapacidad de sus compañeros de “secta” para responder a numerosas cuestiones, San Agustín ansiaba poder entrevistarse con Fausto para que le aclarara sus dudas. En Fausto San Agustín halló un hombre con un estilo muy delicado y sutil, además de una gran habilidad para el uso de las palabras. Mas nuestro filósofo pronto se dio cuenta de la ignorancia del maniqueo en muchos temas que él consideraba de vital importancia. El propio Fausto sabía de su incapacidad para responder a las preguntas de Agustín, cosa que admitía con una gran modestia. Este, en general, fue el principal motivo del alejamiento de San Agustín del maniqueísmo, a pesar de que continúo perteneciendo a ella a falta de encontrar algo mejor.

Al poco tiempo, San Agustín marchó a Roma ante la promesa de un “sistema educativo” mucho más recto y severo para poder impartir sus clases de retórica y, como él mismo lo admite, por el deseo de alcanzar mayor fortuna. Esto se lo tomó de mala manera su madre Mónica, que insistía en que no fuera o en que la llevara con él. Finalmente, nuestro filósofo no cedió y se fue sin ella. En Roma, San Agustín continuó frecuentando a los maniqueos, aunque ya con las narradas dudas y cada vez sintiéndose más atraído por los filósofos, en especial los neoplatónicos; aunque también le llegaron a agradar los escépticos.

Al poco, San Agustín volvió a trasladarse, esta vez a Milán, donde necesitaban un profesor de retórica. Allí entró en contacto con el obispo Ambrosio, el cual jugó un papel fundamental en su conversión al cristianismo. En numerosas ocasiones, San Agustín lo frecuentaba simplemente para poder oírle. De este modo, el africano abandonó el maniqueísmo. No para aplicarse a los filósofos que tanto leyera, y en los cuales no encontraba la verdad, sino para acercarse a la fe católica que difundía el obispo Ambrosio.

Libro VI

En ese momento fue la madre de San Agustín a vivir con él a Milán. En cuanto éste le dijo que había abandonado el maniqueísmo, ella comenzó a sentirse cada vez mejor pues sus oraciones estaban siendo escuchadas. En especial, la madre sentía una gran predilección por el obispo Ambrosio, pues era el que estaba consiguiendo el milagro de llevar a su hijo a la fe católica. Uno de los grandes obstáculos que San Agustín encontraba en el camino de su conversión al catolicismo era el celibato. Estaba demasiado habituado a los placeres carnales, por lo que la sola idea de tener que abandonar la compañía carnal de las mujeres le turbaba. Además, sentía un gran deseo de contraer matrimonio, intentando justificarse a sí mismo que una gran cantidad de hombres sabios lo fueron estando casados. Pidió San Agustín la mano a una muchacha, que aceptó. Pero, ante este panorama, la mujer con la que normalmente compartía su lecho lo abandonó y se fue a Cartago. El dolor que le produjo al de Tagaste este abandono comenzó a hacerle dudar de su futuro matrimonio: «La herida recibida al arrancarme de la primera mujer no tenía visos de curación. Al principio, el dolo era agudísimo e intensísimo, después la herida se infectó, produciéndose tanta más desesperación cuanto más se iba enfriando» (Pág. 165).

Por aquellos años en atrás, como hemos dicho, San Agustín ambicionaba honores, riquezas y matrimonio. Sin embargo, por estos ardientes deseos precisamente sentía que no encontraba la felicidad. De hecho, narra como un mendigo, tan pobre material como espiritualmente, podía alcanzar la felicidad temporal: «Mis ambiciones no habían hecho más que cargar un fardo de miseria sobre mis espaldas, que se hacía mayor cuanto más lo arrastraba. Pero, en el fondo, no pretendía otra cosa que una tranquila alegría en la que iba por delante aquel mendigo…» (Pág. 150).

Por estas fechas, también cabe destacar su progresivo acercamiento, nuevamente, a la Biblia, la cual, en unos primeros momentos, le fue de difícil acceso. Fue gracias al estudio y a San Ambrosio como San Agustín comenzó a saber enfrentarse a ella.

 

Libro VII

A pesar de que poco a poco San Agustín comenzó a concebir a Dios tan y como Él es, el ser espiritual superior a todo y todos, éste seguían con grandes dudas. Entre estas dudas se destacó aquella que refería a la existencia del mal en el mundo. Esto es, si Dios es perfecto y benevolente, y si es el Creador de todo, ¿por qué hay mal en el mundo? San Agustín plasma este problema en las siguientes cuestiones: «¿Quién me ha hecho a mí? ¿No me ha hecho mi Dios, que no sólo es bueno, sino la misma bondad? ¿Pues de dónde me vino a mí el querer el mal y no querer el bien? ¿Acaso para tener una razón de sufrir las penas merecidas? ¿Quién puso esta voluntad dentro de mí? ¿Quién sembró esta semilla de amargura en mí, habiendo sido hecho por mi Dios, que es la dulzura misma? Y si la puso el diablo, ¿quién hizo al diablo? Y si de ángel bueno se hizo demonio por su mala voluntad, ¿cómo llegó a poseer esa mala voluntad que le hizo demonio, siendo así que el Creador, que es enteramente bueno, lo hizo todo él ángel bueno?» (Pág. 173).

Ante estas cuestiones, la respuesta maniquea a la que San Agustín estaba habituado era que el mal existe como sustancia, es decir, es un ser con una existencia independiente. Aproximadamente con treinta años, San Agustín, como venimos diciendo, renegó del maniqueísmo. Al poco, recibió unas obras de filósofos neoplatónicos que le ayudaron a internarse al interior de sí mismo, ayudándole a alcanzar la Luz de la sabiduría mediante la introspección. Así, descubrió que todo lo que existe en la creación es bueno, todo lo que existe (y por tanto es creación de Dios), incluso lo corruptible, es bueno. Y, en lo que respecta al mal, San Agustín se percató de que «…no era una sustancia, sino la perversión de la voluntad cuando se aparta de ti, ¡oh Dios!, que eres la sustancia suprema y se desvía hacia las cosas de orden inferior, despojándose de su interior e hinchándose por de fuera con presunción» (Pág. 189). Por ende, así descubrió San Agustín, al contrario de lo que pensaban los maniqueos, que el mal no es una sustancia, sino simplemente una carencia o ausencia del bien o de la luz de Dios.

Aún con todas estas investigaciones acerca de Dios, San Agustín no conseguía alcanzar el goce anhelado. La lectura de los neoplatónicos le habían convencido de la inmaterialidad divina, por lo que el disfrute de la fe no debía ser material. Pero fue la lectura de San Pablo la que logró completar lo que se había iniciado con la lectura de los filósofos. En San Pablo, el de Tagaste logró entender el sentido de la fe católica: « Fue maravilloso cómo tus verdades fueron apoderándose de mí a medida que leía el último de tus apóstoles. Y el pensamiento de tus obras me había dejado boquiabierto» (Pág. 196).


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Alejandro Villamor Iglesias

Es graduado en Filosofía con premio extraordinario por la Universidad de Santiago de Compostela. Máster en Formación de Profesorado por la misma institución y Máster en Lógica y Filosofía de la Ciencia por la Universidad de Salamanca. Actualmente ejerce como profesor de Filosofía en Educación Secundaria en la Comunidad de Madrid.

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