Confesiones de San Agustín de Hipona (I)

Alejandro Villamor Iglesias

Tal y como indica Pedro Rodríguez de Santidrián en su prólogo de la obra que aquí nos trae, las Confesiones de San Agustín constituyen un antes y un después en la historia de la filosofía. Este trabajo marca el inicio de un nuevo género literario basado en la narración de la propia vida por parte de un autor, el género autobiográfico. Además, nos permite ahondar en el pensamiento más íntimo de uno de los grandes autores de toda una era.

Dado los modestos fines de esta somera exposición, de carácter netamente descriptivo, la exposición se fraccionará de acuerdo con la propia división de la obra agustiniana. Se realizará, en cada uno de los trece libros que la componen, una pequeña reseña de los aspectos que se consideren más llamativos de cada uno de los apartados.

Libro I

La obra comienza con una serie de alabanzas a Dios, que son enlazadas más tarde con la narración de los inicios de su vida. Comienza a mamar de su madre y de las nodrizas, empieza a reír, dormir, llorar o gritar. San Agustín se muestra perplejo ante su imposibilidad para no saber si era alguien antes de nacer, y simplemente da las gracias por poder imaginarlo. Poco a poco, narra su desarrollo de la capacidad del habla gracias al entendimiento que Dios le ha concedido. Cuando ya era un niño en un estado de cierta superación de la infancia, fue enviado a la escuela para aprender letras, una oportunidad que lamenta no haber aprovechado más. Sus primeras invocaciones a Dios sucedieron en esa época escolar, en la cual, como se ha dicho, San Agustín no aprovechaba el tiempo en los estudios, sino que lo “malgastaba” en el juego. Por ello, fue acosado por sus compañeros.

Durante su niñez, el filósofo aborreció completamente el estudio de las letras, en concreto las griegas (no así con las latinas), posiblemente por la incapacidad de los que le rodeaban de transmitirle un verdadero por qué de ese estudio, más allá de la futura acumulación de ciertas riquezas y honores. De esta forma, San Agustín considera que fue un gran pecador durante su niñez, tanto por su actitud hacia los estudios como hacia los que le rodeaban y con los cuales se enfadaba por ordenarle estudiar. Para el africano, sin duda, el mejor aprendizaje es aquel que no se lleva a cabo por amenazas o forzosamente, sino el que es conducido por la propia curiosidad.

A pesar de todo, el autor considera que Dios le regaló unas grandes capacidades, y en especial un destacado ingenio. Una capacidad que, siente, estaba desperdiciado en estos años colegiales en los cuales era obligado a la fuerza a narrar los versos de poetas griegos de la misma forma en que ellos los habían narrado en verso: «Nunca me habían dicho que Juno dijera tales palabras, pero se nos obligaba a seguir y creer el vuelo de la fantasía de los poetas, repitiendo en prosa lo que él había dicho en verso» (Confesiones, pág. 46).

A lo largo del libro, San Agustín se fustiga por su niñez pecaminosa. Esta niñez pudiera justificarse por, precisamente, ser el sujeto un niño. Pero considera que eso no es una disculpa y siente profundamente haber cometido pecados tales como la mentira a su tutor, padres y maestros; la gula que le llevaba a hurtar la comida de la despensa o las trampas que cometía en los juegos con sus compañeros.

El bautismo de San Agustín se retrasó por causas que el de Tagaste desconoce. Desde que era pequeño, afirma, creyó en Dios, al igual que todo el resto de su familia, excepto su padre, posiblemente por la firmeza de la fe de su madre Mónica. Ella ejerció una mayor influencia sobre Agustín que la que ejerció su propio padre, llegando a querer, según el propio autor, que fuera más padre de él Dios que su propio progenitor biológico: «En realidad, yo ya creía, y creía mi madre y toda la casa, excepto mi padre, quien, sin embargo, no puedo vencer jamás en mí el derecho piadoso que mi madre sobre mí tenía para que yo no dejara de creer en Cristo, en quien él no creía aún. Porque mi madre procuraba que tú, Dios mío, fueses mi padre más que él» (Pág. 40).

Libro II

Inmerso en plena pubertad, San Agustín narra cómo pecó gravemente al amar ansiosamente. No amar en el sentido espiritual de quien ama a Dios, sino que su amor se identificaba en numerosas ocasiones con la lujuria que le producían sus constantes deseos carnales. Así, la adolescencia fue una época de la vida del de Tagaste alejada de Dios, inmersa en las profundidades del pecado del que no le precavían sus personas cercanas, más preocupadas en que «aprendiera a hablar lo mejor posible y a persuadir a otros con la palabra».

Con dieciséis años, tuvo que interrumpir sus estudios en Madaura dada la escasez de recursos familiares; su padre, nos dice, era un hombre bastante más pobre que otros de la ciudad, pero mucho más preocupado por los estudios de su hijo. Por ello, regresó a la casa familiar de Tagaste en donde se dedicó a la «ociosidad», a la lascivia. Su madre fue la primera en advertirle, con las palabras del Señor, que no fornicara ni cometiera adulterio (en especial porque todavía no estaba bautizado). Con todo, hay que apuntar que no sólo fueron pecados de lujuria los de su adolescencia, sino que también cometió pecados por el placer de cometerlos, como el robo de unas peras que llevó a cabo sólo por experimentar el placer del robo, no por necesidad.

Desde el punto ya expuesto hasta el final de este Libro II, San Agustín se interpela a sí mismo en busca de una respuesta acerca de por qué cometió el ya narrado hurto. A nuestro autor le cuesta un cuantioso trabajo concebir el placer del pecado por el pecado que experimentó en aquel momento de su obscena juventud: « ¿Qué fue, pues, lo que ame yo en aquel hurto? ¿O en qué imité yo viciosa y perversamente a mi Dios? Ya que no tenía poder para romper la ley, ¿me deleitaba acaso obrar engañosamente contra ella como prisionero que se ilusiona con la libertad, haciendo impunemente, semejando una oscura parodia de tu omnipotencia, lo que se me prohibía? ¡Qué abominación! ¡Qué farsa de vida! ¡Qué muerte tan abismal! Y ¿cómo pudo agradarme lo que no era lícito sin más razón de que no era lícito?» (Pág. 62).

Libro III

Tiempo después, San Agustín viajó hasta Cartago para continuar sus estudios, gracias a los recursos que su padre le aportaba. Una vez allí, sintió una gran necesidad de amar. Mas, ignorante de que ese amor que necesitaba era el amor de Dios, se dirigió hacia las cosas sensibles. En unos primeros instantes, se sintió atraído por el teatro. Disfrutaba sobremanera de las sensaciones de goce y tristeza que le transmitían los amantes de la representación.

En lo concerniente a sus estudios, el africano se sintió henchido de orgullo por ser el primero en la escuela de retórica. Empero, él no era como el resto de los compañeros que le rodeaban, a los cuales los llama “provocadores” y “reventadores”: «Andaba con ellos y me agradaba a veces su amistad, pero siempre tuve horror de sus desmanes, con los que impunemente sorprendían y ridiculizaban la buena fe de los novatos, por el mero gusto de burlarse de ellos y valiéndose de ellos como pretexto a sus regocijadas fechorías. Nada tan parecido al comportamiento de los demonios» (Pág. 73). Durante sus estudios también se destaca con una gran intensidad su encuentro con el Hortensius de Cicerón, obra que tornó su visión de la vida a sus diecinueve años (su padre había fallecido dos años antes). En esta obra, una clara exhortación a la filosofía, San Agustín encontró el hambre de sabiduría que proporciona la filosofía, sintiéndose, sin saberlo, más cerca de Dios. Aquejado de hambre de sabiduría se dirigió hacia la Biblia, pero lo que encontró en ella en unos primeros momentos (un estilo que tenía bastante que envidiar al de Cicerón y un contenido lleno de misterios) no le convenció.

Durante esta “deplorable” época de la vida, el filósofo todavía se alejó más de la Verdad con su inclinación hacia el maniqueísmo. Inclinación hacia la cual, una vez que escribe la presente obra, manifiesta una sincera repulsa y justifica por su ignorancia. Por ejemplo, ante la consideración maniquea de que el mal es un ser, dirá: «Mi ignorancia de estas cosas era tan grande que quedaba turbado, hasta el punto de que, alejándome de la verdad, me parecía ir hacia ella. No sabía que el mal no es más que privación de bien hasta llegar a la misma nada» (Pág. 78) Además: «Y también llegué a creer, miserable de mí, que había que usar más misericordia con los frutos de la tierra que con los hombres para los que fueron creados. Pues si un hambriento, no maniqueo, me hubiera pedido un bocado, el dárselo habría sido, a mi parecer, como condenar aquel bocado a la pena de muerte» (Pág. 84).

Afortunadamente para San Agustín, su madre rogaba a Dios y lloraba por él, lo cual fue contestado por el Señor en forma de sueño. Gracias a este sueño, su madre Mónica volvió a aproximarse a su hijo intentando inculcarle la firmeza de su fe. No obstante, tal y como nos dice el propio interesado, todavía pasaría nueve años más revolcándose en «aquel profundo cieno y tinieblas de falsedad». Aun así, su madre insistiría en su empresa rogándole a un sacerdote que hablara con su hijo para convencerle de lo erróneo de la “secta” maniquea. El clérigo se empecinó en no hacerlo por la inmadurez de Agustín y recordando que él mismo había pertenecido a la “secta” y había, finalmente, logrado percatarse del error. San Agustín, predijo el sacerdote, se daría cuenta por su propia cuenta de lo equivocada que estaba la doctrina maniquea. Una vez escribe estas Confesiones, el de Tagaste interpreta, al igual que lo hizo su madre en su momento, este hecho como un mensaje divino.


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Alejandro Villamor Iglesias

Es graduado en Filosofía con premio extraordinario por la Universidad de Santiago de Compostela. Máster en Formación de Profesorado por la misma institución y Máster en Lógica y Filosofía de la Ciencia por la Universidad de Salamanca. Actualmente ejerce como profesor de Filosofía en Educación Secundaria en la Comunidad de Madrid.

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