Chile quiere copiar el mal ejemplo de Argentina

En tres meses, el 4 de septiembre de este año, los chilenos votarán en un plebiscito obligatorio si aprueban o rechazan el proyecto de nueva Constitución, cuyo primer borrador (de más de 400 artículos) vio la luz en los últimos días.

Para entender lo que está sucediendo debemos remontarnos al origen de dicho proyecto. Es decir, a cómo es que Chile llegó a cuestionarse nada menos que su carta institucional más fundamental.

Eso nos lleva a mediados de octubre de 2019, cuando tras un alza en la tarifa del Metro, cientos y luego miles de manifestantes salieron a las calles a protestar.

Lo que empezó siendo un “pequeño reclamo estudiantil” terminó en una masiva protesta que cuestionaba el “modelo neoliberal impuesto por la dictadura de Pinochet”. “No son 30 pesos, son 30 años”, decían los indignados…

Finalmente, lo que los medios llamaron “estallido social” derivó en una explosión de delincuencia y de violencia política, detonada por sectores de izquierda históricamente opuestos a un modelo de país relativamente más liberal que el de sus vecinos de la región.

Ocurre, no obstante, que dicho modelo es el que le ha permitido reducir drásticamente los niveles de pobreza. El origen violento de este nuevo proyecto constitucional, y el contenido de las protestas, son clave para entender el proceso actual.

Por un lado, porque queda expuesta una visión de la democracia más bien “asamblearia”, que desconoce la utilidad y el sentido que tienen los límites al poder del Estado. Por el otro, porque la consagración como derechos constitucionales de ciertos bienes y servicios amenaza con minar las bases del progreso económico de Chile.

Contra la democracia liberal

La violencia de 2019 en Chile es una mala representación de la “voluntad popular”. Sin embargo, quedó instalada la idea de que, en realidad, era un fiel reflejo de las injusticias a las que ha sido sometido el “pueblo chileno” producto del neoliberalismo.

Se sigue de ahí que este debe ser totalmente modificado.

¿Ahora si ese fuera el caso, por qué en las últimas elecciones presidenciales la derecha obtuvo tan buena cantidad de votos para sentarse en el Parlamento? ¿Qué representa mejor las decisiones del pueblo: la democracia republicana o los desmanes en la calle? Los países civilizados, sin duda, eligen la primera de las opciones.

Debe decirse, además, que esta “violencia emancipadora” (considerada erróneamente, insistimos, como una reacción legítima a la supuesta opresión económica) ha desatado en el país un auge de delincuencia. Hoy la inseguridad aparece como la primera de las preocupaciones de los chilenos.

De acuerdo con un sondeo de Pulso Ciudadano de mayo, la delincuencia, el terrorismo, la seguridad ciudadana y el narcotráfico (ligado con la violencia) son cuatro de las 10 principales preocupaciones de los chilenos, por encima de la desigualdad económica y las pensiones, dos motivos que habrían impulsado el “estallido social” en el último trimestre de 2019.

Volviendo al punto inicial, el proyecto constitucional propone en concreto eliminar el Senado chileno, de forma que la democracia “funcione más rápido” para responder a las “verdaderas demandas populares”.

En su célebre obra Camino de servidumbre, el Premio Nobel Friedrich Hayek ya advertía cómo esta visión de la democracia atentaba contra principios básicos del orden liberal moderno:

“La incapacidad de las asambleas democráticas para llevar a término lo que parece ser un claro mandato del pueblo causará, inevitablemente, insatisfacción en cuanto a las instituciones democráticas mismas. Los Parlamentos comienzan a ser mirados como ineficaces tertulias.”

Detrás de estos cambios se esconde el deseo profundo de que los límites que establece la República al poder del Gobierno dejen de existir, y que el mandatario tome decisiones rápidas y libres de obstáculos para satisfacer las necesidades del “pueblo”. Ingresa aquí el segundo punto problemático del asunto: el contenido de las protestas, que ahora se plasma en el proyecto constitucional.

Es que para la izquierda chilena, la democracia liberal republicana es el gran estorbo para lograr que el pueblo acceda a lo que llaman derechos básicos, como una salud de calidad, una buena educación y unas pensiones más elevadas de las que se tienen hoy.

Movidos, además, por un cierto pensamiento mágico, los redactores de la nueva Constitución creen que, por incluir allí nuevos derechos, estos efectivamente se materializarán.

Contra la libertad económica

Puede leerse en prensa, por ejemplo, que “El nuevo texto de la Carta Magna propone que la educación sea de acceso universal en todos sus niveles y obligatoria desde el nivel básico hasta la educación media”. En materia de salud, se exige un Sistema Nacional de Salud y un Sistema Nacional de Cuidadoscon carácter estatal, paritario, solidario, universal, con pertinencia cultural y perspectiva de género e interseccionalidad”.

El miedo que genera la provisión privada de estos bienes es evidente.

En materia de prensa, la Constitución consagraría la libertad de prensa, pero sin respetar la libertad de las empresas de comunicación, lo que aparece como un importante contrasentido. Se exige –desde la Carta Magna–, que el Estado promueva el pluralismo e impida la concentración de la propiedad. Es decir que mañana el Gobierno podrá desarmar grupos de medios, o bien imponerles a los mismos contenidos específicos, con la excusa de que los canales tienen que emitir temas diversos.

El Estado también tendrá que velar por el medio ambiente. La Constitución reconoce una supuesta “crisis climática y ecológica”, otra excusa con la cual se regularán excesivamente proyectos productivos y otros tantos quedarán directamente prohibidos, generando más pobreza, o impidiendo que esta siga reduciéndose.

Como se observa, el motivo principal de la existencia de las constituciones (a saber, limitar el poder del Estado), queda completamente subvertido. El nuevo texto constitucional es una lista explícita de pedidos para que el Estado intervenga, regule, subsidie o, directamente, produzca bienes que se considera que el mercado ofrece de forma “injusta y desigual”.

Ahora bien, existe un problema económico fundamental con esto, lo que la filósofa Ayn Rand llamó inflación de derechos: que alguien los tiene que pagar. Y eso implica un gran riesgo para la economía de Chile.

Es que un país históricamente sensato en su ordenamiento fiscal y monetario, terminará enfrentando menor crecimiento económico por la ineficiencia del mayor gasto público, e incluso arriesgándose a atravesar crisis fiscales –de deuda o de inflación– producto de la falta de financiamiento para la nueva política redistribucionista.

No por nada, desde el Banco Central tuvieron que escribir un documento con numerosas objeciones y advertencias a fin de que –pase lo que pase con la nueva Constitución– siga manteniéndose a rajatabla la autonomía del organismo.

En resumen, un modelo “más a la Argentina”, con “más derechos” y un “Estado más presente”, también tendrá más problemas típicamente argentinos: crisis fiscales, inflación, devaluación, muy bajo crecimiento económico y crecientes niveles de pobreza.

¿Quién, en nombre del progresismo, realmente querría estos resultados? A veces parece que los impulsores de ciertas medidas están tan enamorados de sus propios objetivos que le otorgan nula importancia a la eficiencia de los medios para conseguirlos.

Si se aprueba la nueva Constitución, Chile se parecerá un poco más a Argentina, con lo que su futuro no es auspicioso. Hay, sin embargo, una luz de esperanza, que en el plebiscito gane el “Rechazo”… A estar atentos en septiembre.


La versión original de este artículo apareció por primera vez en elcato.org, y la que le siguió en nuestro medio aliado El Bastión.

Iván Carrino

Economista, escritor, conferencista internacional y docente. Actualmente, dirige «Iván Carrino & Asociados»: empresa de investigación y asesoría económica y financiera. Es investigador asociado de FARO UDD: Núcleo de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad del Desarrollo (Chile), y entre 2018 y 2022 fue subdirector de la Maestría en Economía y Ciencias Políticas del Instituto Universitario ESEADE (Argentina). Licenciado en Administración por la Universidad de Buenos Aires, máster en Economía de la Escuela Austriaca por la Universidad Rey Juan Carlos de España y máster en Economía Aplicada de la Universidad del CEMA de Argentina. Ofrece además, charlas y conferencias en congresos especializados, reuniones empresariales y eventos no gubernamentales; asesora a empresas en temas de coyuntura macroeconómica y sectorial.

Es profesor de «Historia del Pensamiento Económico» en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad del Desarrollo, donde también dicta el curso «Economía, Política e Instituciones». Escribe columnas en medios como La Nación, Ámbito Financiero, El Cronista, Infobae, El Bastión, entre otros. Cuenta en su haber como autor con cinco libros: «Cleptocracia» (2015), «Estrangulados» (2016), «Historia Secreta de Argentina» (2017), «El Liberalismo Económico en 10 Principios» (2018) y «La Gran Desproporción: economía y política de la pandemia de Covid-19» (2021).

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