Cartas de Guerra

Cuento los días, las noches, las horas; lo cuento todo. Las veces que el poli pasa por mi celda y mira de reojo como si no quisiera ver a un hombre de frente; cuento las veces que respiro, mis latidos por largas horas, las letras que irán en la frase que he de pronunciar, no lo puedo evitar, siento que muero en largos momentos de aburrición, entonces duermo, horas y hasta días, prefiero no comer, así el cuerpo tiene menos energías y solo se dedica a conservarlas en una especie de estado de hibernación.

No puedo decir que sea depresión, no, es algo aun peor, es un estado absurdo de la mente, del espíritu, del alma. Nada me emociona, nada me hace sentir vivo, ni si siquiera la idea de volver a estar libre, de caminar entre espesos matorrales mientras siento el calor del sol en mi rostro… esas parecen ser escenas prostituidas de películas para un montón de gente que prefiere vivir sus emociones a través de un triste personaje de alguna novela mal escrita. Esos también se aburren, tampoco tienen emociones reales, son solo copias baratas de personajes de ficción; pero no lo quieren saber.

A veces intento recordar alguna emoción, alguna satisfacción, pero a mi mente viene la nada en forma de olas. Un océano casi blanco, con las nubes plasmadas en sus tranquilas olas, pero no siento nada, ni paz, ni amor, ni odio. Solo veo un mar blanco en mi memoria. Es como caminar a tientas mientras los pies se consumen.

Camino, doy pasos por mi celda. Cuento los pasos de norte a sur, luego de oriente a occidente, y luego hago trazos perpendiculares, sumo todos esos datos y trato de hacerme una idea mental de cuánto hubiera caminado en una línea recta. Después sigo jugando a que esa línea ya no sea recta, sino cóncava o tal vez convexa; que el punto A está detrás del B (una especie de –A), y para llegar puedo utilizar zigzags o una circunferencia, por lo que empiezo a calcular mentalmente los ángulos necesarios para llegar con, exactamente, los mismos pasos de un lugar a otro. Todo por una distracción, un segundo de no-aburrimiento.

Llevo acá metido, diez mil doscientos tres días y estoy condenado a muerte por crímenes de guerra, pero pienso que es un argumento bastante idiota, toda guerra en sí misma es un crimen, tendrían que condenar a la horca a ganadores y vencidos, a los que tomaron decisiones y a quienes las ejecutaron. En todo caso, no me importa, espero el día, en cualquier momento llegarán, me pondrán una tela negra sobre mi cabeza, me harán caminar (¿Cuántos pasos serán de aquí a mi muerte? ¿Podré jugar antes de morir?), me dirán unas palabras en un idioma que no entiendo, pondrán una soga alrededor de mi cuello, tal vez esperen que suplique o que llore y me arrepienta, el suelo bajo mis pies desaparecerá y después, nada. Una nada eterna y aburridora, un infierno hecho de nada.

No tengo miedo, tampoco ansiedad. Sencillamente espero porque esperar es lo único que me queda por hacer en esta celda, en esta trampa de ratones. Bien podrían dejarme morir acá, ¿Qué diferencia entre una mortalidad aburrida y una inmortalidad de nada? ¿Crímenes de guerra? Deberían meterse todos presos y morir ¡Qué moral tan invertida y retorcida la de estos héroes de guerra!

En ocasiones, cuando el condenado a muerte fue una figura emblemática durante la guerra, le dan el “honor” de morir con la bandera en las manos, como si le quisieran dar a ese pobre famélico héroe/criminal una razón de que su muerte o su vida tuvo alguna causa; suena más bien a burla, uno de los ‘manda-más’ muriendo con la bandera en la mano. Cae él y cae la bandera. Definitivamente es un chiste fúnebre. Quieren derribar un símbolo, una imagen, un imaginario… o más bien quieren reforzar sus egos de vencedores, pero ¿Qué están matando? Un hombre, tan solo un hombre abrazado a un trapo.

A veces recuerdo por qué entré a esta guerra absurda, no fue por dios ni por la patria, esas son las excusas perfectas de los sanguinarios, no, yo entré porque quería algún sentimiento, quería sentir el miedo de matar o morir, quería sentir la culpa de acabar con una vida, quería llorar o sonreír ante una victoria, quería sentir mi vida al filo de la navaja, pero matar a un hombre es solo apuñalar una masa llena de viseras y morir es solo señal de la debilidad humana, de la prolongación del sinsentido. No sentí nada, ni en ese momento ni ahora, nada excepto esta aburrición innecesariamente prolongada.

En el campo de batalla unos cercenaban a los contrarios, se bañaban en su sangre como imaginario de supremacía; otros se suicidaban, tal vez enfermos de tanta humanidad, todos se volvían locos, empuñaban sus armas y se lanzaban decididamente a morir o matar, lanzaban gritos de guerra al aire y morían con un casi cómico “que viva la patria”, tengo que admitirlo, casi sentía risa.

Recuerdos y pasos en mi celda, eso es lo que me queda para pasar esta aburrición. Recuerdos de pre-guerra y escasas anécdotas de post-guerra.

Antes de esta lucha armada tenía una vida común e incipiente. Tenía un trabajo que no me provocaba ninguna emoción, tenía una novia que no me quemaba de pasión, hablaba por hablar no más, escuchaba solo por escuchar. Caminaba con la duda de si encontraría algo que despertara mis sentidos y mis emociones, pero nunca nada llegó, era como si estuviera esperando a Godot, y ya se sabe que Godot nunca llegó.

Ni el agua ni el vino me provocaban placer, ni la carne ni el sexo exaltaba mi inanición espiritual. Los libros lentamente se convertían en marañas de letras y bultos de expresiones anómalas y sin sentido. Los vivos no éramos nada más que finados a la espera de una misiva malva, y dios… dios es una fábula, tan solo una fábula contradictoria y egocéntrica.

Salía a ver las películas, iba al museo, viajaba, leía, pero ni Fellini, ni Miró, ni Hemingway ni Venecia me cautivaron, me despertaron o me inquietaron. Todo era incipiente, no había fuerza, no había fuego. Nada me quemaba, nada me hacía sentir vivo.

Después estalló la guerra; los periódicos sensacionalistas predecían el fin del mundo. Todo el mundo temía un desastre nuclear, una catástrofe química. Las mujeres lloraban al imaginar la invasión y las violaciones, los saqueos y la degradación. Los niños no entendían pero se sumaban a los lloriqueos de pánico, y los hombres se llenaron de bravura para defender sus mujeres, sus hijos y sus hogares.

Niños y ancianos fueron reclutados, les pusieron un fusil en las manos y les enseñaron que la victoria consistía en el número de bajas enemigas.

Presidentes y políticos salían en la televisión llamando a sus compatriotas a la lucha, al honor. Los más viejos les contaban a los más chicos cómo había sido la última batalla en la que estuvieron.

La paranoia y la locura colectiva se tomaron las calles; unos huían desesperadamente del país y los que eran atrapados fueron brutalmente asesinados. Yo me preguntaba por qué tanta histeria, a fin de cuentas desde que habitamos el planeta no hemos hecho otra cosa que matarnos y destruirnos. Es la marca de la humanidad. Desde los sumerios hasta los egipcios; los mayas, los romanos, los vikingos, los teutones, los hunos, los mongoles, los celtas, el ejecito Rojo, las divisiones Panzer, los yankees, los japoneses, los británicos. Absolutamente todos hemos sido seres nacidos en la destrucción y creados para destruir ¿Entonces por qué el llanto y los ánimos alterados?

¿Era el miedo a no dejar legado, a morir horriblemente, a perder el ‘honor’, a las bombas, a la consciencia? Sigue siendo algo que no comprendo, por lo que no tengo ninguna emoción aun ¿No se han forjado acaso las grandes civilizaciones gracias a la caída y muerte de otras? ¿Acaso la muerte de los troyanos no garantizó la supremacía de los griegos, pero anunció la llegada de los romanos? ¿Acaso no somos todos asesinos por omisión? ¿No preferimos acaso ver a otro lado mientras a nuestros pies caen cadáveres por montones? ¿No somos todos los apóstoles y los ángeles de la muerte? ¿A qué le teme la gente entonces? ¿A abrir los ojos o mirar donde no quieren mirar?

¡Qué insulsa es la memoria histórica del hombre! ¡Qué triste es el miedo de los asesinos! Y aun así, nada de esto me produce nada. Ni la ira, ni la compasión, ni el miedo. Solo queda en mí un complejo aburrimiento producto de esta insípida naturaleza humana.

Sigo contando pasos, también lo hago con mis pulgares y a zancadas. Cuento las veces que inhalo, cuento las veces que parpadeo, las veces que paso mi lengua por mis labios, todas las veces que me agarro las orejas. Vuelvo a hacer juegos con los números; trazo líneas imaginarias, me fijo diferentes puntos de intercesión y trazo perpendiculares a esas líneas. Obtengo imágenes tri, tetra y pentadimensionales. Luego tergiverso esas imágenes y trato de hacer rostros o paisajes, y después de un rato, vuelvo y me aburro. Entonces caigo en ese estado de sueño imperturbable.

Creo que mis sueños son la única especie de “diversión” que he tenido en mi vida. Recuerdo el último.

Estaba en cuatro dimensiones al mismo tiempo pero en un comienzo no lo sabía. Cuando saltaba de una dimensión a otra llegaba a panoramas y a acciones totalmente extrañas a mi naturaleza, y cuando volvía a la dimensión inicial, no estaba en el punto en que había dejado esa vida, sino que ese nuevo universo había seguido su tiempo, entonces había hecho cosas que no recordaba, y se daba ese salto en cada una de las dimensiones sin saber qué había pasado o qué hacía. En definitiva tuve un sueño en el que no tenía conciencia del tiempo de los multiversos de mis yo, o de mis yo en los multiversos.

Durante la guerra fui capturado por haber matado “fríamente” a los enemigos. Los cargos ni siquiera hacían relevancia al hecho de la muerte de esos hombres, sino en la falta de expresión en mi rostro… la falta de emoción, de alegría o de horror ante mis actos ¿Se suponía que debía sentir algo? Para mí fue sencillamente un hombre que cayó en un campo de batalla, no llegué a sentir placer ni remordimiento. Mi primer muerto fue exactamente igual al último. Un cuerpo cayendo.

Los polis me llaman “El Extranjero”, les recuerdo al personaje de Camus, ah pero si somos muy diferentes. Meursault sentía dentro de sí la injusticia de la humanidad, yo sencillamente no siento la diferencia entre el viento del norte o del sur. Es viento nada más, como las palabras, como los inocentes… son viento y nada más ¿Acaso quieren humanistas en la guerra? No deja de ser más que insípidamente cómica la moral de los bélicos y de las sociedades que le dan la espalda a todos sus muertos.

Desde entonces he estado acá, en esta celda en la que entra un poco de luz por una ventana con barrotes. Me alimentan tres veces al día, duermo y hago cuentas imaginarias para tratar de suprimir tanto aburrimiento, tanto sin-deseo, tanto vacío.

Un día llegará mi muerte, me pondrán la soga al cuello y me dejarán sin piso. Todos podrán ver como me retorceré como un gusano, todos disfrutarán mi fallecimiento pero voltearán la cabeza para hacer creer al resto de morbosos que no disfrutan con la destrucción, pero lo hacen, se les hace agua a la boca ¡Más carne de cañón! Soñarán y anhelarán con otro criminal de guerra más, se masturbarán pensando en mi cuerpo inerte y se excitarán con cada segundo que piensen en mis últimos segundos.

Pero a mí, honestamente, no me importa. Me aburre la idea de la muerte y no me erizo de ira al pensar en el goce de unos pocos. Todo es nada.

César Augusto Betancourt Restrepo

Soy profesional en Comunicación y Relaciones Corporativas, Máster en Comunicación Política y Empresarial. Defensor del sentido común, activista político y ciclista amateur enamorado de Medellín.

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