Boyacá, una calle de museo

Foto: Spitaletta

(Tres iglesias, ventorrillos a granel y el barrio donde nació la Villa de la Candelaria)

No alcanzo a imaginarla en tiempos coloniales tan sosegada y con muchachas de mantilla, ni después, cuando su nombre de realeza cambió por uno más revolucionario y liberal, más independentista y republicano, con unos tramos con casonas de gentes de pro y de próceres, de distinciones y seguro muchas rezanderías, porque esa calle, que fue la principal en otros días tal vez más gloriosos, tiene tres iglesias.

Casi siempre una calle, que uno vio de infancia o cuando ya era lo que llamaban antes un “piernipeludo”, está conectada con sensaciones. Se puede decir como perogrullada que estas son las que se aprecian con los sentidos. Uno no le incorporaba ningún razonamiento. Estaba la calle, el caserón, el asfalto, las arquitecturas, los sabores, los olores, la visión de una calle que era corazón de un barrio y luego continuaba “despaciando”, muy recta, hacia el centro, hacia la plaza mayor.

La calle Boyacá es, puede ser, la más importante que hubo en tiempos viejos. La Calle Real, la colonial, la que era parte de la vieja Villa de La Candelaria de Medellín, como calle principal, la que iba sin curvearse a la Plaza Mayor, con la iglesia de la patrona, una virgen de origen negro, blanqueada después (esa es otra historia). La calle que era del rey pasó a ser del común. Mejor dicho, del ciudadano. Calle republicana.

“De Boyacá en los campos / El genio de la gloria”, dice el comienzo de la estrofa quinta del más bien feote y hórrido Himno Nacional de Colombia. La calle que evoca la libertad, el comienzo de una ardua república, la que, también, señala que el viejo Medellín, a veces tan calmo, era de creyentes, comulgadores lengüilargos y, seguro, buenos para la conseja. “Chismes. Catolicismo. Y una gran inopia en los cerebros”, decía el aún Panida y joven y contestatario poeta León de Greiff. Boyacá, la de las tres iglesias y que vio nacer y crecer a la vieja villa. Calle fundacional.

Boyacá sigue caminando hoy desde el destruido barrio San Benito hasta Junín, donde choca y eleva a un costado uno de los edificios más representativos de la arquitectura modernista de la ciudad, el de Fabricato, diseñado por el austríaco Frederick Blodek. Un edificio que hace tiempos, cuando uno era aún un pelado, incluidas las piernas sin muchas vellosidades, lo atraía por su vitrina de espectáculo, lúcida y elegante, con mercancías de caché. Una vitrina que separaba la calle del zaguán o entrada del edificio, donde un domingo de 1968 se presentó uno de los crímenes más atroces que la ciudad parroquial haya tenido.

Boyacá o la calle 51, la que en pocas cuadras narra historias de museos y ermitas, de próceres y comerciantes, es una línea del tiempo de la ciudad. Y un indicador de lo que fue y de lo que llegó a ser. También de lo que es. Hay todavía huellas de un pasado lejano, que muestra, por ejemplo, caserones como el de Francisco Antonio Zea, científico, político y el primer redactor que tuvo el periódico Correo del Orinoco, fundado por Simón Bolívar. Ahí, restaurada, está la casona donde nació el prócer, en el cruce de Boyacá con Tenerife.

La antigua villa nació y comenzó a crecer hacia el oriente en lo que es el barrio más antiguo de la ciudad: San Benito. El de la iglesia de estilo barroco tardío y la Universidad San Buenaventura. El que tuvo como sede al prestigioso colegio Fray Rafael de la Serna y albergó en buena parte del siglo XX a sectores de la clase media alta, muchos venidos de pueblos de Antioquia.

En el viejo barrio, que ya no es barrio habitacional, sino dedicado al comercio y otras faenas, la calle Boyacá está convertida en un paseo peatonal, sembrado de árboles y en el que el caminante puede hallar rastros del viejo esplendor, de casas republicanas en ruinas, de ventanales con rejas de hierro forjado y una que otra fachada de época, venida a menos.

En el libro La ciudad que perdimos (subtitulado Cuando la noche era silenciosa), de Juan José García Posada, se puede rastrear un tiempo de goce y tranquilidad en ese sector patrimonial de Medellín, en el que también estuvo una temporada el Archivo Histórico de la ciudad y que albergó cines, como el Alameda, en Colombia con Tenerife. “San Benito era una especie de rincón urbano del paraíso, donde no sólo el tiempo se congelaba, sino que ni el chisme, ni la inseguridad, ni la vagamundería hacían su presencia en calles y casas”, dice el profesor García en su mencionada obra.

 

Boyacá, el mismo donde se erigió, en el cruce con el actual Carabobo, la Ermita de los Forasteros, o la iglesia de La Veracruz, es hoy una calle nada residencial, pero sí atiborrada de comercios, de almacenes de electrodomésticos y muebles. En otras épocas, junto a la iglesia cuyo atrio está rodeado por columnas y una suerte de muralla, estuvo un almacén (con nombre en plural: Almacenes El Mar) que en los sesentas y setentas era una novedad por las “ventas desenvueltas” y, junto a él, apareció, creo, el Govindas, primer restaurante vegetariano que hubo en la ciudad.

Por ahí, en los días coloniales, nació el prócer Atanasio Girardot, cuyo busto de bronce lo esculpió Francisco Antonio Cano y estuvo muchos años a un lado de La Veracruz.  En 2017 se lo robaron, pero fue hallado con rapidez en una chatarrería del barrio Santa Cruz. Donde era la casa del héroe del Bárbula se construyó un centro comercial.

La zona de La Veracruz, donde nació el viejo Museo de Zea, convertido después en el Museo de Antioquia, y estuvo el edificio que albergaba al correo aéreo y la de los apartados aéreos, se mutó en zona de prostitución (pudiera pensarse que de prostitución sagrada) y de ventas ambulantes. Entre Bolívar y Carabobo, Boyacá tiene edificios patrimoniales, como el Víctor (también llamado Bedout), en cuyas alturas, en las cornisas más elevadas, tres cabezas miran hacia la calle. Son las esculturas de Bernardo Vieco Ortiz, y en la esquina el Henry. Desaparecieron otros, como el Olano, cuando el metro le propinó una cuchillada mortal al parque Berrío, que quedó convertido en una estación. Durante años estuvo en esa calle, en la plaza mayor, el periódico El Correo, en cuyo muro, en 1978, estudiantes pintaron un enorme dazibao que conmemoraba los 50 años de la masacre de las bananeras.

Boyacá forma uno de los costados (el norte) del parque Berrío, con iglesia o basílica menor, La Candelaria, que entre Palacé y Junín se llama el pasaje del Perdón de la Candelaria, hoy una especie de zoco o mercado persa, con miscelánicas ventas ambulantes, entre ellas películas pornográficas. Allí quedaron durante años, dos librerías clásicas de la ciudad: la América y la Científica. Y en los bajos del neoclásico edificio Constaín estuvo el Café Pilsen, que en una temporada fue el baño público más famoso de la ciudad. Más que por el buen tinto, se formaban largas filas para entrar al orinal.

En Boyacá estuvo el Café El Globo, donde una tropilla de jóvenes armó bullicio y algazara en la entonces silenciosa villa: los Panidas, entre los que estaban León de Greiff, Fernando González, Ricardo Rendón, Tartarín Moreyra y Tisaza. “¡Fumívoros y cafeístas / y bebedores musagetas!… ¡los Panidas éramos trece!”, dice una parte de la Balada trivial de los trece Panidas, de León de Greiff, escrita en 1916.

La antigua Calle Real, hoy con un nombre que evoca la batalla definitiva del 7 de agosto de 1819, con la que terminó el coloniaje español en esta geografía que hoy es Colombia, por la que en un tiempo la gente se reunía y se citaba no tanto en el atrio de la Candelaria sino en una cafetería famosa: Pasapoga, se tejieron diversas historias urbanas, desde incendios de edificios del parque Berrío hasta la del asesinato de la bella ascensorista Ana Agudelo, en el edificio Fabricato. Se conoce en la historia judicial como el crimen de Posadita.

Tantas historias quedan por contar de esta calle que fue la principal de la ciudad. Cada uno tendrá una conexión con ella, un recuerdo, un sabor, alguna amargura. Tanto la recorrí en lejanos días, cuando iba a tomar los buses de Bello que entonces y por muchos años cuadraban en Tenerife con Ayacucho, y cuando, por ahí, con mamá, íbamos a la librería La pluma de oro o a poner cartas junto a la Ermita de la Veracruz.

 

Escrito en Medellín el 10 de enero de 2021

 

Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello.

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