Antioqueñidad tóxica

Una familia sentada en la cima de una montaña contempla el horizonte, el hombre extiende su mano y señala con su dedo índice un lugar indeterminado, la mujer a su lado sostiene en sus brazos un bebé envuelto en pañales, los tres observan con atención. Esta escena, tan común durante la colonización antioqueña, fue inmortalizada por el pintor Francisco Antonio Cano en su obra Horizontes. Bastos estudios se han hecho al respecto, a grandes rasgos, se puede decir que esta imagen corresponde a la idealización de una época y de unas formas particulares de ser y habitar el territorio.

Lo que entendemos por ser antioqueño se ha cimentado sobre una serie de idealizaciones, muchas de las cuales no tienen suficiente respaldo histórico, por lo que hacen parte un mito cuidadosamente elaborado. Sin duda, para la supervivencia de los pobladores de una región de tan difícil acceso, agreste y quebrada por las montañas, era necesario creer que hacían parte de una raza especial, predestinada por Dios para colonizar y habitar estas tierras, para que luego de muchos esfuerzos y de anteponerse a todo tipo de dificultades, disfrutasen de la abundancia y la riqueza. El problema de esta narrativa, custodiada con celo y difundida con orgullo por nuestros antepasados, es que resulta demasiado limitada, en ella los protagonistas son casi siempre hombres blancos, de derecha, católicos, emprendedores y adinerados, o que por lo menos sueñen con la fortuna. Este estereotipo ha llevado a que se privilegie una forma de vida sobre las demás, las cuales no son valoradas y con el paso del tiempo se han querido suprimir y olvidar de los relatos oficiales.

De esas ideas anacrónicas echo mano el vocero del “pacto por Medellín te salvara porque te amamos te vamos a recuperar”, Julio González Villa, en la audiencia convocada por el Consejo Nacional Electoral, dentro del marco del proceso revocatorio contra el alcalde de Medellín. Allí hizo un recuento de lo que, según él, es Antioquia, en un discurso nostálgico, donde faltaron argumentos, pero sobraron anécdotas y nutridas referencias a la tradición patriarcal. Lo anterior no tendría relevancia su no se hubiese utilizado como combustible para sus ataques a los avances que se han logrado en materia de igualdad y diversidad sexual, étnica y cultural en la ciudad, sumando a esto su lenguaje machista y los señalamientos displicentes contra las personas que vienen de otras partes del país. Esto deja en evidencia el peligro de esos idealismos regionales desbordados, que terminan por radicalizarse y dan paso a la intolerancia, la exclusión y la violencia. Ideas muy similares llevaron a la Europa de mediados del siglo XX a la hecatombe.

Por su parte, el alcalde Daniel Quintero encarna mucho de ese “deber ser antioqueño” en campaña supo explotar su imagen de hombre de familia, creyente y emprendedor. Su autoreferencialidad lo ha llevado a decir, como Luis XIV, “l’etat c’est moi” (el Estado soy yo), ha hecho que toda la gestión de la Alcaldía gira en torno a sí. Esa personalización de lo público hace que las críticas que reciban los proyectos de su administración, por pequeñas o bienintencionadas que sean, el alcalde las lleve al terreno personal y se defienda de forma aireada y en ocasiones imprudente, alejándose de los temas de fondo y de las necesidades de los ciudadanos de a pie. Como si fuera poco, parece que solo escucha a las personas que están de acuerdo con él, no dialoga con las comunidades ni las entidades, impone lo que a su criterio es lo mejor y cuando quedan en evidencia los errores rehúye a la retractación, su vanidad lo lleva a creer que siempre tiene la razón, por lo que sale a buscar culpables y señalar hacia otro lado, en esta labor cuenta también con su comité de aplausos que esta presto a secundarlo en todas sus afirmaciones. Lastimosamente el alcalde se halla ebrio de poder y el inevitable guayabo no lo sufrirá él, sino toda la ciudad.

Ya va siendo hora de que superemos como sociedad esa antioqueñidad tóxica que tanto daño han generado entre nosotros. Esto no significa desconocer nuestra historia ni mucho menos abandonar nuestra tradición, por el contrario, es necesario estudiar y comprender cuáles son nuestros orígenes, qué factores han influido en nuestro desarrollo y cómo se han ido arraigando las tradiciones en nuestros contextos. Lo anterior nos debe llevar a reivindicar positivamente el papel de las mujeres, las minorías y de las regiones en Antioquia, sacándolos de la marginalidad y replanteando los imaginarios existentes.  Pensando en colectivo, fuera de márgenes particulares y estrechos, podremos ampliar la perspectiva sobre quiénes somos realmente y a donde queremos llegar, entendiendo que la pluralidad es nuestra mayor riqueza.

Daniel Bedoya Salazar

Estudiante de Filosofía UdeA
Ciudadano, creyendo en la utopía.

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