I
Con la sospechosa excepción de Samper Pizano, todos los antecesores de Pastrana Arango en la presidencia ensayaron un proceso de paz con las guerrillas, desde que Turbay Ayala iniciara la práctica de las “comisiones de paz”. Es conveniente referirse a esos procesos – y a su ausencia bajo Samper – con el fin de darle algo de contexto al más paradójico de todos, el de Pastrana, que al tiempo que permitió el fortalecimiento militar de las Farc contribuyó al enorme desprestigio político y moral que hoy arrastran. Prueba de ello es que en ninguna las dos elecciones en las que presentó candidatos, el partido Farc llegó a los 50 mil votos.
Como se verá, en esos diálogos las Farc siempre jugaron la estrategia maoísta de la guerra prolongada. Sabían bien que de un gobierno a otro o, incluso, con el mismo gobierno, se alternaban el diálogo y la confrontación militar, sin que emergiera del estado una estrategia militar consistente y duradera en el tiempo. Pero las Farc tenían la suya: combatir, dialogar, esperar, acumular fuerzas con miras a la confrontación final. La incapacidad de los gobiernos constitucionales para diseñar y aplicar una estrategia militar de largo aliento y los ingentes recursos financieros procedentes del narcotráfico están en la raíz de continuo y creciente fortalecimiento militar de las Farc a lo largo de los más de 20 años que van del gobierno de Turbay Ayala al primero de Uribe Vélez. Como lo señaló acertadamente la poco agradecida Ingrid Betancur, después de su liberación en la Operación Jaque, la reelección de Uribe fue un duro golpe para las Farc, pues significaba que la estrategia de confrontación militar, iniciada en el primer gobierno de éste se extenderían durante cuatro años más. Nunca lamentará el País lo suficiente que un pelafustanillo de la Corte Constitucional, de cuyo nombre nadie se acuerda, haya impedido la segunda reelección de Uribe.
II
La primera comisión de paz se crea bajo el gobierno de Turbay Ayala, uno de los presidentes más atacados por la izquierda y los medios de comunicación que la secundan. También los historiadores de izquierda hablan mal de él. Probablemente ello se deba a que su gobierno fue uno de los más liberales, en el sentido clásico del término, en todo el siglo XX. Garantizar la seguridad de las personas y suministrar bienes públicos fueron las grandes líneas de acción de su período presidencial. Combatió a las guerrillas con determinación, poniendo en prisión a todo el alto mando del M-19 y arrinconando a las Farc en lo más profundo de la selva. Su Plan de Integración Nacional, impulsó la realización de grandes obras de infraestructura como la autopista Medellín-Bogotá y el Aeropuerto de Rionegro. También, durante su gobierno, se hicieron grandes inversiones en redes y centrales eléctricas, que aún hoy sirven al País.
Hijo de un inmigrante libanés, su ascenso a la presidencia desmiente la tesis de la falta de movilidad del sistema político colombiano. El hecho de que al llegar a la presidencia careciera de título universitario es prueba de su gran tenacidad de autodidacta, pero sus enemigos de los medios encontraron en ello un motivo de burla. Se puso en contra de la dictadura argentina cuando esta invadió las Malvinas, para desviar la atención de sus problemas internos. Por ello fue atacado por la izquierda, los medios, los intelectuales y la mayoría de los políticos colombianos que no se percataban de que el argumento de la dictadura argentina para reclamar las Malvinas, la cercanía al territorio continental, era el mismo que podía invocar Nicaragua para reclamar la soberanía sobre San Andrés y Providencia, como efectivamente ocurrió años después. Turbay rompió relaciones con Cuba por su descarado apoyo a las guerrillas y fue el único de los jefes liberales que apoyó la candidatura de Álvaro Uribe en 2002. No se debe olvidar que su hija Diana fue secuestrada y asesinada por los narcotraficantes del cartel de Medellín, probablemente en represalia por haber suscrito durante su gobierno el tratado de extradición. Turbay murió en septiembre de 2005, Uribe hizo en elevado reconocimiento de su obra y su persona.
El expresidente Carlos Lleras Restrepo, desde su revista Nueva Frontera, reclamó insistentemente la realización de conversaciones de paz con los grupos guerrilleros. El gobierno de Turbay accedió a sus reclamos y creó una comisión de paz, la primera, integrada por doce personalidades, a la cabeza de la cual puso al propio Lleras Restrepo. Simultáneamente con la creación de esta comisión de paz, el gobierno expidió por decreto de estado de sitio una ley de amnistía para facilitar la desmovilización de los insurgentes. Los diálogos no avanzaron por las exageradas pretensiones de la Farc que buscaban, como lo harían siempre, que su resultado fuera la imposición de su programa político. A esa falta de diálogo se atribuyó el fracaso de la ley de amnistía. Vale la pena recordar lo que dijera el presidente Turbay al respecto:
“Yo no pienso que la amnistía haya fallado por falta de diálogo con la subversión sino porque fue concebida para delitos políticos sin incluir delitos como secuestro, la extorsión, el homicidio fuera de combate y otros considerados como delincuencia común”.
La pretensión de las Farc de imponer parcial o totalmente su programa político en los diálogos de paz y la inclusión de toda clase de delitos en las leyes de amnistía e indulto obstaculizaron el avance de las negociaciones que se sucedieron desde entonces. En las negociaciones de La Habana, el gobierno de Santos le otorgaría eso y mucho más a las Farc.
III
Belisario Betancur Cuartas, a nombre de un movimiento multipartidista llamado Movimiento Nacional, ganó las elecciones presidenciales de 1982, frente al partido liberal que dividió sus votos entre Alfonso López Michelsen y Luis Carlos Galán Sarmiento. En su discurso de posesión, Betancur, que durante la campaña electoral poco se había referido al tema, lanzó su política de paz: “Tiendo la mano a los alzados en armas para que se incorporen al ejercicio pleno de sus derechos”.
Betancur creó una nueva comisión de paz, de 36 miembros, representantes de las fuerzas políticas. El expresidente Lleras Restrepo, quien fue designado para presidirla, abandonó el cargo seis días después por razones de salud. Lo sucedió el dirigente liberal Otto Morales Benites, quien renunció, cinco meses más tarde, alegando que había enemigos “agazapados de la paz” en el gobierno. Lo sucedió el empresario John Agudelo Ríos, quien dirigió las conversaciones hasta culminar en el famoso Acuerdo de la Uribe, firmado en marzo de 1984, de lo que se hablará más tarde. Antes es necesario referirse a un punto fundamental: el fortalecimiento militar de las Farc como consecuencia de su vinculación con el narcotráfico.
Las acciones contra los cultivos de coca en Perú y Bolivia y las dificultades crecientes para abastecerse con la pasta base para la elaboración de cocaína procedente de esos países, llevaron a los narcotraficantes colombianos a estimular la siembra masiva de los arbustos de coca en las zonas selváticas del territorio nacional. En los departamentos de Guaviare, Caquetá, Putumayo y Meta, donde estaban los principales frentes de la Farc, empezaron a proliferar, a finales de los setenta y principios de los ochenta, los cultivos de coca y los laboratorios para su transformación en cocaína. Rápidamente se selló una alianza entre los narcotraficantes y la Farc que empezaron a obtener grandes recursos por sus labores de protección de los cultivos, pistas de aterrizaje y laboratorios. Posteriormente, las Farc se harían cargo de la totalidad del negocio. La importancia de esos recursos llevó a que las Farc, en su séptima conferencia de 1982, lanzara el plan de expansión para pasar de 13 a 48 frentes guerrilleros y consolidar su estrategia de toma armada del poder. Durante las conversaciones con la comisión de Betancur y, posteriormente, durante la tregua decretada en el Acuerdo de la Uribe, las Farc avanzaron en el crecimiento de su capacidad militar.
El Acuerdo de la Uribe se firmó el 28 de marzo de 1984 y básicamente consistió en un cese al fuego bilateral, durante el cual se adelantarían el diálogo sobre la apertura política y reformas económicas. El 24 de agosto de ese mismo año se firmó también una tregua con el M-19 y el EPL.
A la firma de los acuerdos de tregua, las guerrillas no estaban desmovilizadas, sus hombres continuaban armados y dispersos en diferentes lugares del territorio nacional. Esto hacía extremadamente difícil, sino imposible, la verificación del cumplimiento del cese al fuego pactado; razón por la cual los enfrentamientos entre el ejercito y los insurgentes continuaron.
En medio de la tregua, el M-19 empezó a adelantar acciones de proselitismo armado. Convocó un congreso nacional al que esperaba asistieran 10 mil personas y organizó pandillas juveniles en las barriadas de Cali en los llamados campamentos de paz. En junio de 1985, el M-19 y el EPL convocaron un paro armado nacional que fracasó. En septiembre del mismo año, el M-19 declaró rota la tregua y puso término a las conversaciones con el Gobierno Nacional. Dos meses más tarde, el 6 de noviembre, en probada alianza con el Cartel de Medellín, el M-19 se tomaría el Palacio de Justicia.
También con las Farc continuaron los enfrentamientos durante el primer el primer año de tregua, no obstante lo cual, en marzo de 1985 el cese al fuego se prorrogó por un año más. En esa misma fecha nació la Unión Patriótica, para participar en la política electoral sin dejar las armas. Si esto no era la combinación de todas las formas de lucha, de la que siempre había hablado del Partico Comunista Colombiano, se le parecía bastante.
En medio de un gran enfrentamiento con los grupos paramilitares, creados por narcotraficantes a quienes las Farc disputaban la supremacía en el negocio, y con su propia disidencia, agrupada en el sangriento frente Ricardo Franco, la creación de la Unión Patriótica significaba nada más ni nada menos lanzar al sacrificio a los militantes del nuevo partido, como efectivamente ocurrió. El Gobierno Nacional no estaba preparado para brindarles protección: para octubre de ese año 165 militantes de la UP habían sido asesinados por los paramilitares y el Ricardo Franco. Al final del mandato de Betancur los militantes asesinados eran más de 300.
La toma del Palacio de Justicia, el 6 de noviembre de 1985, puso fin, en la práctica, al gobierno de Belisario Betancur y sus disparatadas negociaciones de paz. El 20 noviembre fue asesinado Oscar William Calvo, máximo dirigente del EPL, lo que llevaría a este grupo a romper la tregua. A finales de ese año, el M-19, el EPL, el frente Ricardo Franco y el ELN, formarían la coalición denominada Coordinadora Nacional Guerrillera. El ELN, que había casi desaparecido en la llamada operación Anorí adelantada por el Ejercito en 1973, renació de sus cenizas fortaleciéndose económica y militarmente mediante la extorsión a la empresa constructora del oleoducto Caño Limón – Coveñas, construido para evacuar el petróleo de los yacimientos de Arauca.
En marzo de 1986 el Gobierno Nacional prorrogó nuevamente la tregua con las Farc, cuyo Secretariado estaba confortablemente instalado en La Uribe- Casa Verde, un territorio dos mil kilómetros cuadrados sin presencia militar, donde tenía escuela de cuadros y entrenamiento militar y donde ocultaban a los secuestrados. Las Farc permanecerían en la Uribe hasta el 9 diciembre de 1990, cuando el gobierno de Cesar Gaviria las expulsó en la llamada “Operación Colombia”.
El saldo de los tres años de negociaciones de paz del gobierno de Betancur no podía ser más nefasto para el País: las Farc pasaron de 13 a 48 frentes y controlaban un territorio de dos mil kilómetros cuadrados, casi la misma extensión de la Sabana de Bogotá; el ELN fortalecido militar y económicamente gracias a la extorsión y el secuestro; los grupos guerrilleros unidos en la Coordinadora y la justicia asesinada en la toma del Palacio, perpetrada por el M-19, al servicio del Cartel de Medellín. Pero también la tregua de Betancur impulsó el crecimiento de autodefensas y paramilitares en territorios sometidos al secuestro y la extorsión por parte de las guerrillas.
No puede dejar de mencionarse en este punto la tragedia de Armero, ocurrida el 13 de noviembre, siete días después de la toma del Palacio de Justicia. La erupción del volcán Nevado del Ruiz provocó una avalancha que sepultó el pueblo de Armero, cobrando la vida de 20.000 de sus 29.000 habitantes. También fueron afectados los municipios de Chinchiná y Villamaría, donde murieron sepultadas por la avalancha otras tres mil personas. Esta tragedia conmovió al País y desplazó temporalmente la atención de los sucesos del Palacio de Justicia, suprimiendo sus consecuencias políticas inmediatas, una de las cuales hubiera podido ser la caída del debilitado gobierno de Belisario Betancur.
De manera acertada, en su libro Historia de la Guerras, Rafael Pardo Rueda resume lo que significaron los años del gobierno de Betancur y su fallido proceso de paz:
“A la guerrilla los años de Betancur le cambió el horizonte a su guerra de guerrillas. Se volvieron protagonistas de la vida nacional, alcanzaron las primeras páginas de los medios, sus propuestas eran discutidas y divulgadas, tal vez más que las de los voceros de los partidos tradicionales, y la guerra se volvió íntimamente vinculada con los diálogos de paz. Las acciones de guerra tenían reflejo, reacción y efecto sobre los vaivenes del diálogo gobierno-guerrillas, y por esto, después de los años de Betancur, la guerra de guerrillas cambió en Colombia y se volvió indisolublemente unida a las expectativas, realidades o esperanzas de paz negociada”.
IV
El gobierno de Virgilio Barco Vargas, ganador de las elecciones de 1986, recibe del de Belisario Betancur Cuartas la peor herencia imaginable: unos narcotraficantes prodigiosamente enriquecidos, que han penetrado profundamente la economía legal y la política, y unas guerrillas fortalecidas militar y financieramente.
Para ilustrar las ramificaciones del narcotráfico en la economía y la política basta con mencionar el hecho de que los narcotraficantes de Cali llegaron a controlar un banco, el Banco de los Trabajadores, del cual fue presidente Gilberto Rodríguez Orejuela, uno de los jefes del Cartel de Cali. Fueron muchos los políticos que tuvieron vinculaciones financieras con dicho banco, entre ellos Eduardo Mestre Sarmiento, quien aspiró al cargo de designado a la Presidencia de la República, equivalente hoy a la vicepresidencia.
Barco respetó el Acuerdo de la Uribe y mantuvo los contactos directos con las Farc instaladas en Casa Verde. Sin embargo, eliminó las comisiones de paz y asumió directamente el proceso de diálogo con las guerrillas por medio una Consejería Presidencial para la Paz, creada para el efecto. A esa consejería se la asignó la dirección del Plan Nacional de Rehabilitación, instrumento mediante el cual se canalizaban las inversiones de la Nación en los municipios con mayores indicadores de pobreza y más afectados por la acción de la insurgencia.
Sin romperse completamente, los diálogos con las Farc y otros grupos guerrilleros no registraron ningún avance durante 1986-1987, período en el cual el Gobierno y el País entero enfrentaron un duro embate de los narcotraficantes que buscaban acabar con la extradición, que el presidente Barco había mantenido férreamente a pesar de la fuerte oposición política y jurídica.
Buscando destrabar los diálogos y asumiendo, como ya lo había hecho Betancur y como lo haría posteriores gobernantes, que el conflicto armado tenía un fondo político, en enero de 1988, el presidente Barco lanza la iniciativa de convocar un plebiscito para cambiar la Constitución. Una decisión del Consejo de Estado hizo abortar la convocatoria del plebiscito que debía realizarse el 9 de octubre de 1988. A pesar de ese fracaso, de todas formas, había quedado ya instalada en la conciencia de los ciudadanos la perniciosa idea de que la solución del conflicto armado pasaba por un cambio de la constitución.
En septiembre de 1988, ante el fracaso del plebiscito, el presidente Barco, en alocución televisada, lanzó un nuevo plan de paz, en el que se fijaban condiciones y plazos para adelantar los diálogos. Las Farc rechazaron la iniciativa que calificaron de ultimátum de rendición y en respuesta lanzaron una gran ofensiva militar en distintos lugares del País. En octubre de ese año, la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, a la que se habían sumado las Farc, se vinculó abiertamente a un paro nacional convocado por la Central Unitaria de Trabajadores, CUT, organización afín a las fuerzas políticas de izquierda.
Sin embargo, el M-19, que en mayo de ese año había secuestrado a Álvaro Gómez Hurtado, a quien mantuvo en cautiverio por casi dos meses, acogió el plan de paz de gobierno, iniciando un proceso de diálogo que culminó con su desmovilización en marzo de 1990 y una exitosa participación en las elecciones de ese año. En las presidenciales de mayo, Antonio Navarro, quien sustituyó a Carlos Pizarro en la dirección del M-19, después de que este fuera asesinado por un sicario al servicio del Cartel de Medellín, obtuvo 739.320 votos. En diciembre, en las elecciones para la Asamblea Constituyente, la lista del M-19 alcanzó 950.154 votos, lo que le dio 19 de las 70 curules en dicha Constituyente. En el curso de los años el M-19, carente de coherencia ideológica, se fue desfigurando y perdió su capital electoral. Hoy sus antiguos dirigentes militan en las más diversas fuerzas políticas, incluido el Centro Democrático.
La Consejería de Paz, a cuya cabeza estaba Rafael Pardo, adelantó también conversaciones y llegó a acuerdos con el EPL y dos movimientos guerrilleros menores: el Quintín Lame y el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). El gobierno de Cesar Gaviria desarrolló esos acuerdos y los vinculó a la Asamblea Constituyente, donde estas organizaciones tuvieron una pequeña representación con voz, pero sin voto. El Ejercito Popular de Liberación, que era una guerrilla maoísta asentada en el Urabá antioqueño, se incorporó, bajo el nombre de Esperanza Paz y Libertad, a la lucha electoral de esa zona y obtuvo algunos cargos de elección popular. Muchos de sus militantes fueron asesinados por las Farc y los paramilitares y al poco tiempo la organización desapareció de la vida política.
V
Como Ministro de Gobierno del Presidente Barco, Cesar Gaviria había propuesto la toma del santuario de Casa Verde, en respuesta a los múltiples ataques de las Farc contra el ejercito y la población civil. Barco no quiso aceptar esa recomendación que significaba poner fin a los contactos directos con esa guerrilla. En medio del proceso conducente a las votaciones para la elección de los miembros de la Asamblea Constituyente, las Farc, que habían rechazado cualquier participación, desataron una feroz ofensiva militar causando muerte y destrucción por doquier. Ya como presidente, Gaviria ordenó, en noviembre de 1990, el ataque al campamento del estado mayor del bloque oriental de las Farc, en La Uribe, y, un mes más tarde, el 9 de diciembre, el mismo día en que se realizaban las votaciones para la Constituyente, se inició el asalto a Casa Verde, refugio del Secretariado de la Farc y campamento de varios frentes guerrilleros. Como consecuencia de la toma de Casa Verde, durante el primer semestre de 1991, el Ejercito y las Farc se enfrentaron continuamente, sin que se produjeran diálogos entre el Gobierno y el grupo guerrillero. Los diálogos se retomarían en junio de 1991, esta vez en el exterior, primero en Caracas, Venezuela, y luego en Tlaxcala, México.
A diferencia de la de Barco, que condicionaba la iniciación del diálogo al cese de fuego, la política de paz de Gaviria admitía la negociación sin suspensión de las acciones militares. Aunque el consejero de paz de Gaviria, el economista Jesús Antonio Bejarano, después asesinado por las Farc, trató de presentarla bajo el ángulo más favorable posible, esa política respondía a una situación militar incontestable: el fortalecimiento de las Farc y el ELN. Al inicio de las conversaciones de Caracas, las Farc tenían 60 frentes, 25 el ELN y 5 más la fracción del EPL que no se había desmovilizado. Las operaciones sobre La Uribe y Casa Verde tuvieron algún impacto mediático pero escaso efecto militar. Los miembros del Secretariado escaparon – muy probablemente fueron advertidos del ataque – y los frentes guerrilleros se retiraron sin mayores pérdidas.
En las conversaciones de Caracas y luego en Tlaxcala, las Farc reiteraron una vez más sus aspiraciones maximalistas de cambiar el modelo económico y político. Por Tlaxcala desfilaron altos funcionarios del gobierno de Gaviria y no pocos empresarios a darle a los representantes de la guerrilla lecciones de economía de mercado y democracia política. Evidentemente era un diálogo de sordos que se adelantaba al mismo tiempo que los frentes guerrilleros continuaban con el secuestro, la extorsión y los ataques a la población civil y al Ejercito. Las conversaciones de Tlaxcala, que duraron menos de dos meses, se rompieron el 4 de mayo de 1992. Es bueno recordar que el 2 marzo el Gobierno Nacional se vio obligado a decretar un racionamiento de energía eléctrica, que se extendería hasta febrero de 1993. Quizás a causa de ello el País se “olvidó” un poco de las guerrillas y su atención se centró en “el apagón”. En cualquier caso, durante tiempo faltante del gobierno de Gaviria no hubo más contactos directos con las guerrillas.
VI
Durante el gobierno de Ernesto Samper Pizano no se adelantaron ninguna clase de diálogos con la guerrilla. En la elección de Samper Pizano fueron determinantes los aportes financieros de los narcotraficantes del Cartel de Cali, dirigido por los hermanos Rodríguez Orejuela. Las Farc, con una hipocresía infinita, rechazaron cualquier diálogo, con un gobierno ilegítimo elegido por los narcotraficantes. Hoy, en vista de su amistad con la cúpula de las Farc, se está inclinado a pensar que Samper no inició ningún proceso de paz con los guerrilleros de las Farc porque él ya estaba en paz con ellos. Durante ese gobierno, las Farc y el ELN continuaron fortaleciéndose y la debilidad del Ejercito Nacional se puso en evidencia por los duros golpes que recibió como la toma de las bases de Las Delicias, en agosto de 1996, y Patascoy, en diciembre del 97. Con estos ataques quedaba claro que las Farc habían pasado de la guerra de guerrillas a la guerra de posiciones. En noviembre de 1998, tres meses después de terminado el período presidencial de Samper, se tomaron, por primera vez en su historia, una capital de departamento: Mitú, capital de Vaupés.
VII
Andrés Pastrana Arango adelantó su campaña – al igual que su principal contendiente, el liberal Horacio Serpa – con la bandera de los diálogos de paz. En junio de 1998, uno de los asesores de Pastrana, el señor Víctor G. Ricardo, quien después sería el comisionado de paz, se entrevistó con Tirofijo y el Mono Jojoy y trajo como trofeo una fotografía en que aparecía al lado de los guerrilleros, con Tirofijo luciendo en su muñeca izquierda un reloj de propaganda de la campaña de Pastrana.
Ese grotesco episodio fue definitivo para el triunfo de Pastrana en la segunda vuelta de las elecciones de 1998. Las propuestas de paz de Pastrana y Serpa en poco diferían la una de la otra. Ambas incluían el despeje de territorios, la vinculación personal del presidente al proceso de diálogo, la participación internacional y reformas constitucionales para ratificar los acuerdos. Seguramente bajo un gobierno de Serpa no se habría hecho nada distinto, pero el voto de Tirofijo dio la victoria a Pastrana y le correspondió a éste adelantar el, hasta entonces, más desafortunado proceso de paz en la historia del País. El de Santos lo superaría con creces.
La historia del proceso de paz de Pastrana es también la historia de las más grandes humillaciones que haya podido recibir un gobierno constitucional, elegido en democracia, por parte de los insurgentes que rechazaban la constitución que lo amparaba y la democracia que lo eligió. Hoy parece increíble que el gobierno haya podido embarcarse en esos diálogos a la luz de dos hechos, el uno militar y el otro político, que indicaban claramente las verdaderas intenciones de las Farc en ese proceso. El primero fue la ya mencionada toma de Mitú – en noviembre de 1998, tres meses después de iniciado el gobierno de Pastrana – con la que la guerrilla señala que la opción militar estaría siempre presente cualquiera fuera el resultado de los diálogos. El segundo fue la posición de las Farc sobre el resultado esperado del proceso de paz, expuesta por Tirofijo en una entrevista concedida a una publicación del Partido Comunista Argentino, reproducida por El Espectador.
Según Tirofijo el proceso de paz tenía tres fases:
- Diálogo con el Gobierno y la sociedad sobre temas de interés nacional.
- Constituyente paritaria sin dejación de las armas.
- Gobierno de transición, sin dejación de las armas, hasta que se cumplieran los acuerdos.
El gobierno sabía de esa posición y sabía también que ese maximalismo de las Farc había hecho fracasar todos los anteriores procesos de paz. Además, sin cese al fuego, era claro que las Farc continuarían con sus acciones contra la población civil y el Ejercito para fortalecer su posición en las negociaciones. En fin, que continuarían con sus actividades de narcotráfico, incrementando su riqueza y su capacidad militar. Candorosamente, creía el gobierno que en la mesa de negociaciones podía domesticar al tigre, volviéndolo incluso vegetariano, para lo cual lo encerró en una jaula de 40.000 kilómetros cuadrados – la zona de distensión – equivalente a la extensión sumada de Huila, Sucre, Caldas, Risaralda, Atlántico, Quindío, Bogotá y San Andrés.
Nunca las Farc habían iniciado un proceso de negociación desde tal posición de fuerza y nunca el gobierno había hecho semejantes concesiones: inicio del diálogo sin cese al fuego y la entrega de un territorio equivalente a Suiza, con sus cien mil habitantes sometidos a los designios del grupo guerrillero.
Jamás dejaron las Farc sus acciones terroristas durante el proceso de negociación con el gobierno de Pastrana. La toma de Mitú se produce el 1 de noviembre de 1998, a pesar de que el mes anterior, el 14 de octubre, el presidente había expedido el decreto mediante el cual se establecía la zona de distensión. Las negociaciones, que se prolongaron durante 3 largos años, se vieron frecuentemente interrumpidas y estuvieron siempre acompañadas por de acciones terroristas y atentados de las Farc. Durante esos años, con el propósito de causar un racionamiento de energía y hacer colapsar las exportaciones petroleras, las Farc volaron centenas de torres del sistema interconectado y dinamitaron numerosos tramos de la red nacional de oleoductos. Secuestraron decenas de personas de toda condición y extorsionaron a placer miles de empresarios agrícolas y simples campesinos e incorporaron forzosamente a sus filas centenares de niños.
Era tal la magnitud de la violencia desatada por las Farc desde el inicio mismo de los diálogos, que, en mayo de 1999, el Ministro de Defensa, Rodrigo Lloreda Caicedo, renunció a su cargo, acompañado de 14 oficiales de alto rango, en protesta por la imposibilidad de combatir a los guerrilleros de Farc que tras sus atentados terroristas encontraban refugio en el santuario impenetrable en el que se había convertido la zona de distensión. Por esos mismos días, el Consejo Gremial le solicitó al gobierno que condicionara la continuación de los diálogos a la liberación de todos los secuestrados por las Farc.
Las Farc se sentían tan fuertes en la zona de distensión, que, en mayo de 2000, empezaron a actuar como gobierno, expidiendo “leyes” para validar sus acciones criminales. Sacaron la ley 001, de reforma agraria, que ordenaba la expropiación de los terratenientes en los 200 municipios en los que tenían presencia, y la ley 002, ley tributaria, que fijaba un impuesto de 10% a todas las personas que tuvieran un patrimonio superior a un millón de dólares, impuesto este que debía ser entregado directamente al Secretariado ante el cual debía presentarse los contribuyentes, so pena de ser “retenidos”. Establecieron tribunales para juzgar a los corruptos y a los infractores de sus mandatos.
En enero de 2001, el periódico Washington Post resumía el resultado del proceso de paz en los siguientes términos:
“Las FARC han usado su refugio para aumentar los cultivos ilícitos, asesinar civiles, obligar a menores de edad a unirse a sus filas y mantener a más de 450 soldados y policías cautivos en jaulas al aire libre. Simultáneamente se han negado a negociar la paz”.
Con una paciencia digna de mejor causa, el gobierno de Pastrana soportó toda suerte de crímenes y las más grandes humillaciones. Las conversaciones se interrumpían una y otra vez al vaivén de las acciones y de las imposiciones de las Farc que siempre estuvieron controlando el proceso. El 22 de junio de 2001, atacaron la base militar de Coreguaje, en Putumayo, dejando 30 militares muertos, y, al otro día, asaltaron con explosivos la cárcel la Picota en Bogotá, liberando al jefe guerrillero alias John 40 y otros 98 reclusos. Frecuentemente los altos mandos de las Farc habían amenazado con trasladar la guerra a las ciudades y esas dos acciones mostraban que estaban en capacidad de hacerlo.
Durante 2001 todo mundo desfiló por San Vicente del Caguán a implorarle a las Farc que aceptaran un cese al fuego. Allá estuvieron empresarios nacionales e internacionales, políticos de todos los partidos, intelectuales, artistas, gente de la farándula, voceros de todas las religiones, embajadores de varios países, la ONU, la OEA, la Unión Europea, incluso, allá llegaron personajes de Wall Street. Todo fue infructuoso. Las negociaciones no avanzaron porque las Farc no querían negociar nada. En 20 de febrero de 2002, con ocasión del secuestro del avión donde viajaba el senador Jorge Eduardo Géchem, a quien las Farc mantendrían secuestrado varios años, el presidente Pastrana puso fin a una negociación en la cual, después de 3 años, no se había alcanzado a evacuar el primer punto en discusión: el cese al fuego.
Al término de las negociaciones, la Farc eran un ejercito de más de 25.000 hombres, con presencia en 28 de los 32 departamentos del País, tenían en su poder a centenas de secuestrados, habían obligado a abandonar sus municipios a cerca 400 alcaldes y tendido un cerco estratégico sobre Bogotá, Cali y Medellín, ciudades de las cuales no se podía salir por carretera sin correr el riesgo de ser secuestrado o asesinado.
Este fue el panorama que encontró Álvaro Uribe al posesionarse el 7 de agosto de 2002. Las Farc, que como candidato habían tratado de asesinarlo en varias ocasiones, el día de su posesión, lanzaron un ataque con proyectiles de 120 milímetros contra el recinto del Congreso y el Palacio de Nariño. Murieron 17 personas y 67 más quedaron heridas. Las Farc cumplían así su promesa de llevar la guerra a las ciudades. Después vendría el atentado contra el Club el Nogal y otra serie de acciones terroristas ejecutadas por sus milicias urbanas. Tal vez el único logro del proceso de Pastrana fue el de haber contribuido al desprestigio político y moral de las Farc y darle a la ciudadanía la determinación y fortaleza para apoyar con decisión el combate que contra esa nefasta guerrilla emprendería el gobierno de Álvaro Uribe Vélez.
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