Algún día será mañana

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La sala se llenaba. Los participantes se sentaban presurosos de perder su puesto, corrían los gabanes que ocupaban los puestos vacíos. La presentadora se ve obligada a poner orden y prohibir a los presentes poner sus gabanes para guardar el puesto a sus amigos, parientes que vienen aún en el metro.

La sala se llenaba. Los participantes se sentaban presurosos de perder su puesto, corrían los gabanes que ocupaban los puestos vacíos. La presentadora se ve obligada a poner orden y prohibir a los presentes poner sus gabanes para guardar el puesto a sus amigos, parientes que vienen aún en el metro.

Después de una breve presentación las luces se apagaron.

La proyección se desarrolló tediosamente en forma de documental. Una forma novedosa de abordar temas tan sensibles y complejos que permitía una fuerte participación de los actores implicados y de mostrar claramente una situación sin discutir sobre la infinidad de posibles interpretaciones de los espectadores. Simplemente mostrar, los sentimientos de las personas, sus opiniones, los hechos en forma general, las luchas, los fracasos, las victorias.

En la conversación posterior a la proyección se explicó la situación expuesta en la proyección. Las aclaraciones iban más dirigidas al público francés que a los latinoamericanos que hacíamos parte de la discusión. Un joven de Guatemala interrumpía incesantemente el discurso que se tornaba indeciso. “Soy indio”-dijo “Mi patria es América Latina y París su capital”. Su indignación, su conmoción y su embriaguez causaban risa a la mayor parte de los presentes que intentaban tratar el asunto con la típica seriedad europea y entonces le prohibieron volver a intervenir.

Entre las aclaraciones sobre el filme se acentuó la idea de que en el proceso de desplazamiento forzado de los campesinos de Las Pavas ni los guerrilleros ni los paramilitares habían utilizado métodos tan denigrantes como la empresa Aportes San Isidro, quien envenenó los cultivos de los campesinos que habían vuelto a sembrar en las tierras de la hacienda y se negó a cederle las tierras a éstos incluso después de haber ganado un proceso judicial en el cual el Estado colombiano “declaró ilegal el desalojo de los campesinos, reconoció a la comunidad como víctima de desplazamiento y le ordenó al Incoder continuar con la extinción de dominio de esas tierras”  (El Tiempo).  Inmediatamente un señor de edad intervino afirmando que no podíamos atribuirle un conflicto tan complejo a una empresa desconociendo la responsabilidad del Estado y el peso histórico que dicho tema implicaba. La reforma agraria no se había dado nunca en Colombia al igual que en la mayor parte de América Latina. La ausencia de ésta era el hecho que propiciaría la violencia y acentuaría la desigualdad que determinaba casi toda la historia colombiana.

 

Me pregunto cuántas personas en la sala podrían llegar a comprender lo que cada imagen significaba para un colombiano. Si tales situaciones significaban para ellos algo más profundo que el simple interés didáctico de la comparación cualitativa y el acervo de un orgullo ridículo. En todo caso los colombianos que nos encontrábamos en la sala recordamos con dolor esa tierra que muchos habrían dejado hace años, a los que ella habría expulsado y que recordarían con el pesar de lo que se tiene que negar de sí mismo, olvidar a la fuerza,  pero que persiste y se niega a morir o que se morirá sin volver a ver. Nosotros sí podíamos comprender y anhelar todo lo que las imágenes habían mostrado, los ritmos, los colores, las comidas, los paisajes, las luchas, los dolores. Comprendíamos bien lo que todo eso significaba y sabíamos que al salir de la sala nos encontraríamos en un mundo completamente diferente, ajeno, frío e indiferente. Una ciudad envejecida, hastiada y agobiada por el tiempo, la complejidad y la crisis. Una sociedad que había perdido el ímpetu y la alegría, cansada de tanto bienestar, una sociedad en la que muchos de nosotros morirían no solo olvidados y marginados sino también sepultados por una tierra que no les pertenecía.

 

Sin embargo, una gran parte de la población colombiana es ajena a una realidad que necesariamente los implica, que prefieren evitar, ignorar. Una clase social media y alta que ignora la pobreza y la miseria que se vive en el país, sus conflictos, sus pesares, sus masacres. Sucesos alejados de los centros económicos  a los que las vías no alcanzan a llegar, en los que la civilización se desvanece entre la violencia. Pueblos, comunidades, grupos olvidados, asesinados que la historia no consigna. Mueren entre los tantos relatos que se olvidan por no ser escritos, por ser masacrados en tu totalidad, relatos que consume el tiempo, que hacen parte de lo que nuestra patria fue, es y será y que nunca nadie los sabrá.

Esta es por lo tanto la más valiosa tarea del escritor, del músico, del cineasta, del artista, (categorías que están ahora renaciendo en nuestra cultura): recordarnos lo que fuimos, lo que somos; luchar contra la indiferencia que el tiempo sugiere a la existencia, contra la mediocridad exige nuestra era y contra el olvido que la violencia ha impuesto a nuestra historia.

Y entonces, algún día será el día en que nuestro pueblo pueda amar su Patria, el día en que tenga una Patria y una Historia.

Maria Camila Restrepo

Nacida en Medellín, Colombia. Graduada en filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana y actualmente cursando maestría en Estudios Latinoamericanos en el IHEAL, Sorbonne Nouvelle. Diplomados en Desarrollo urbano y vivienda y Macroeconomía latinoamericana.

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