Sharon Olds comienza su encantador poema Innombrable de esta manera: “Ahora empiezo a mirar el amor distinto, ahora que sé que no estoy bajo su luz”. A esa frase me he aferrado con especial ternura para definir mi clima interior: en la pandemia perdí el amor y con él, su luz. No estar en el amor exige una suerte de duelo, pastillas, insomnio, pesadillas, promesas, llantos, cartas, desgarros y desesperación. No es fácil aceptar que la naturaleza misma de los afectos los vacía, mucho menos es sencillo admitir el abandono—justificado o no—como una realidad inapelable.
El amor como un objeto literario organizado no desciende ni hace honor a las experiencias caóticas de los exenamorados. No estar en el amor implica un boleto directo a los consejos superficiales y a los lugares comunes que todo mortal intenta esbozar ante la tragedia de un semejante. Si tuviera que definir en una palabra mi viaje de ser esposo a no-esposo, sin duda alguna me entregaría al sustantivo anonadamiento. No es tristeza, no es frustración, el anonadado es aquel que no diferencia la desdicha de la alegría, que no puede entender las desventuras y los paraísos; un anonadado no puede morir, pero tampoco quiere plegarse a la vida. Todo viaje implica dos orillas, no obstante, en el desamor la escena de llegada es tan cambiante que abruma más que la escena de partida. Llegar es un tanteo, una averiguación que se vive a cuotas, mientras que partir es un absoluto. No estar en el amor nos hace creer que somos malditos, incapaces y poco dignos. La idealización de un enamorado no es tanto la de su cónyuge, sino la de su misma persona. Amar es también sentirse digno de amor y esa sensación profundamente mamífera nos ha dado los mayores bienestares de los que tengamos memoria.
Al reconocer que lo vivido me superaba con creces, y al dedicar mi vida al estudio de la psique y las emociones, decidí —quizá por venderme coherencia propia, más que por convicción—buscar ayuda en una terapia y esta fue encanto y abismo, ternura y violencia, devoción y decepción. Las fórmulas terapéuticas me recetaban amor propio, hacerme sujeto, individual y responsable-afectivo de mi destino. Lo aceptaba, no resignado, y necesitaba una solvencia emocional para no diluirme con mi pena. La terapia fue una pesadilla porque las órdenes individualistas tenían un tufo neoliberal que hablaba de proyectos, metas y éxitos personales. Se hizo nirvana cuando también entendí que perder es parte del amor y que la extrema soledad es la primera afirmación del enamorado. El primer paso para el desamor es amar. Poco a poco en el espacio terapéutico concebí que soy parte de relaciones, conexiones, comunidades, patrias, saberes y multitudes, que cuando mi terapeuta me decía que me amara a mí mismo, lo que quería decir es que amara mis potencias y mis desiertos, que festejara la necesidad de hacerme colectivo, de cuidar y ser cuidado. La terapia me enseñó que las farsas individualistas no son la solución a las calamidades públicas del amor, me inculcó que nada brota de la intimidad aislada, ya que somos parte de relaciones, vínculos y sin conexiones desaparecemos.
Siguiendo a Roland Barthes y su texto Fragmentos de un discurso amoroso, amar es irremediablemente un encuentro con el Otro. Lacan, en su Seminario XVI —Del Uno al Otro— habla del otro en dos dimensiones, como semejante —nombrado “otro” con minúscula— y como diferente —nombrado “Otro” con mayúscula—. El “Otro” es la negación de mi propia identidad y el límite de toda objetividad. Amamos lo que nos niega y a la misma vez nos afirma.
La situación más difícil de no estar en el amor es la inevitable sensación de desenamorarse de uno mismo. Fueron muchos años en los que mi ego tuvo la resonancia de una voz, en los que mi narcisismo contó con una admiradora incondicional, en los que mi infantil conducta disfrutó de una protección maternal y un apoyo desbordado. Después de que el amor me dejó sin su luz tuve que entregarme delicadamente a la honestidad brutal del reconocimiento. Duele decir —pero debo decirlo— que no fui la mejor pareja, no fui el mejor hombre, no fui la mejor persona. La posición de poder que me arrojaba el desigual reparto del machismo lo absorbí con total impunidad, me serví de mis capacidades y discursos para disimular mi machismo y denunciar el de otros. En cada escena y micropolítica del hogar compartido me desenvolví con injusticia cargando mis deberes a los brazos fatigados de mi pareja; la invisibilicé al poner mis necesidades por encima de las suyas. Asumí que mi rol no implicaba responsabilidades afectivas, no cuidé, abusé de su confianza y me aproveché de su amor que al final se desvaneció como una respuesta casi de supervivencia. Después del amor me encontré con una realidad que había disfrazado y llegué —llegamos— a la mejor conclusión: ella está mejor sola; está más acompañada.
No es fácil desnudarse y asumir los fracasos afectivos, pero al no estar bajo el amor puedo decir que he iniciado un trabajo para desajustar las simulaciones y las derivas. Si algo aprendí de esta experiencia afectiva es cómo no debo amar y está bien empezar de algún lugar. Debo pensar mi masculinidad, mi forma de relacionarme, de dar cariño y de expresar apego; es momento de replantear mis violencias refinadas y mis silencios más que mis palabras
Estoy exento de finalidades y no busco ganar, solo perdurar. Si algo he aprendido de no estar bajo el amor es que este dispositivo social que une cuerpos, afectos, deseos, pensamientos, tiempos, ritmos y cuidados exige más introspección, más honestidad y más compromiso de lo que alguna vez imaginé.
Socialmente las novelas de televisión, las películas, los medios y las canciones nos hacen creer que el amor es una mecánica de sensiblerías. Más que nunca es momento de asumir al amor como un ejercicio político emancipatorio que trae consigo una misión ética de cuidado recíproco. El amor es una comunidad de protección. Al amor como proyecto social le corresponde la compleja tarea de construir refugios subjetivos e intersubjetivos que nos permitan pensarnos tanto en nuestra faceta de creación como reconocernos en la destrucción.
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