Clientelismo progresista: la doble moral de los que vinieron a “cambiarlo todo”

El caso del congresista David Racero es más que un escándalo individual: es el espejo de una estructura política que ha convertido la lucha contra la corrupción en una fachada. Esta columna analiza el patrón de cooptación institucional, la moralización del clientelismo y la impunidad estratégica que asfixia al Estado colombiano bajo el relato progresista.


“El poder no corrompe; el poder revela.” Esta máxima, atribuida al historiador Lord Acton, recobra vigencia cada vez que un nuevo escándalo político expone la hipocresía estructural del sistema. El reciente caso del congresista David Racero, figura visible del Pacto Histórico y otrora símbolo de renovación moral, ha derrumbado una vez más el mito del “cambio”. Y no por accidente, sino por convicción ideológica encubierta.

Racero no sólo aparece involucrado en el uso indebido de recursos públicos para fines privados; como pagarle al trabajador de su tienda con fondos del Congreso, sino que además, protagoniza un entramado de clientelismo y tráfico de influencias que incluye a su propio tío y a altos cargos del SENA, una de las entidades más estratégicas del Estado. Audios, mensajes de WhatsApp y testimonios revelan con precisión quirúrgica cómo se planificaba la ocupación de cargos públicos con militantes afines, removiendo funcionarios legítimos para imponer una red paralela de lealtades políticas. Todo esto orquestado bajo el amparo de un discurso que dice luchar contra lo que encarna.

La evidencia no deja espacio para interpretaciones benévolas. Racero; el académico, el moralista, el progresista combativo, describe con desparpajo el mecanismo: “el director lo colocará como subdirector encargado… y ya lo empezamos a manejar”. Esa frase es la sentencia que condena no sólo a un hombre, sino a una corriente entera que prometió erradicar la politiquería con la misma solemnidad con que ahora la perfecciona.

La gravedad de este caso no radica únicamente en la ilegalidad de las acciones denunciadas, sino en el patrón sistemático que se deja entrever. Racero no opera como un actor aislado, sino como un engranaje dentro de una estrategia concertada de cooptación institucional. El lenguaje que emplea, su familiaridad con los procedimientos, y la naturalidad con la que menciona el reparto de cargos —“le puedo decir a mi tío que hable con el director regional”— muestran que nos enfrentamos a una práctica arraigada, diseñada para perpetuar una hegemonía burocrática disfrazada de representación popular. No es improvisación: es cálculo.

Lo más inquietante es la desfachatez con la que se manejan estos temas en los audios filtrados. Se habla de “quitar a los que están” y de “poner a los nuestros” como si el Estado fuese propiedad privada del partido gobernante. La idea de meritocracia, de institucionalidad, de función pública desaparece. En su lugar, queda la lógica de botín, la lógica tribal: si ganamos, nos repartimos. La pregunta que debemos hacernos como ciudadanos no es si Racero caerá o no; porque es probable que no pase nada, sino cuántos Raceros más están operando hoy sin micrófonos encendidos, sin periodistas que los investiguen, sin audios que los traicionen. Esa es la verdadera tragedia. Y es silenciosa.

Cuando el progresismo se parece demasiado a lo que juró destruir

La izquierda en el poder; y sus intelectuales orgánicos, construyó su ascenso sobre una narrativa maniquea: ellos, los incorruptibles; sus adversarios, los saqueadores. Este binarismo emocional funcionó mientras no gobernaban. Pero una vez con las riendas del Estado, lo que aflora es una forma sofisticada de patrimonialismo ideológico, más peligrosa que la tradicional porque se reviste de justicia social.

¿Dónde está hoy el escándalo mediático que habría estallado si los protagonistas hubieran sido del Centro Democrático? ¿Dónde están los comunicados de ONG de transparencia, los editorialistas indignados, los tuiteros justicieros que en otro momento habrían exigido renuncias inmediatas? El silencio es ensordecedor. Y en política, el silencio no es neutralidad: es complicidad.

En los audios, Racero menciona con frialdad cómo deben operar los cambios en el SENA: “Sacar a los que están en este momento y poner a los nuestros”. Ese “nosotros” no es el pueblo, ni el mérito, ni la legalidad: es el partido, es la causa, es la estructura. Quien hablaba de democratización de lo público ahora diseña manuales de captura burocrática.

El progresismo ha demostrado que no vino a reformar el sistema, sino a ocuparlo. No ha desmantelado las redes clientelares, sino que las ha reciclado con nueva estética y peor cinismo. El resultado es aún más corrosivo, porque mientras antes se aceptaban estas prácticas como parte de un sistema degenerado, hoy se justifican como “necesarias para gobernar”, “pasos tácticos” o “procesos de empoderamiento popular”. Es decir, la corrupción se moraliza. Se normaliza. Se hace virtud.

Lo más desalentador es la falta de reacción dentro del propio sector político del que proviene Racero. Nadie alza la voz. Nadie exige sanciones. Nadie parece incómodo. El Pacto Histórico guarda silencio, como si lo revelado no comprometiera su proyecto de país. Esto no es simple omisión; es señal de que el partido ha cruzado una línea peligrosa: la de la impunidad estratégica. Porque cuando el cálculo político pesa más que la ética, cuando la lealtad partidista sustituye a la rendición de cuentas, entonces no queda nada por rescatar del discurso de renovación. Solo queda el poder, y el apetito por conservarlo a toda costa.

Un Estado asfixiado por su propio discurso

Este episodio, lejos de ser un caso aislado, es la manifestación de un patrón repetido. La cooptación institucional bajo ropajes de inclusión no es menos corrupción; es simplemente corrupción blindada con relato. En paralelo, el fiscal Jorge Eduardo Carranza denuncia la existencia de más de 450 casos de homicidios sin imputación, a pesar de contar con autores plenamente identificados. ¿Por qué no se actuó? Porque el Estado no sólo está capturado: también está paralizado.

El fenómeno de “intervención tardía”, instaurado para maquillar estadísticas y evitar rendición de cuentas, representa la legalización de la impunidad. Mientras el sistema se consume en discursos, las víctimas acumulan años sin justicia, y los victimarios gozan de libertad por fallas deliberadas del aparato judicial.

Esta doble crisis; captura política e inacción judicial, es demoledora para el tejido institucional. La ciudadanía no solo deja de creer en sus instituciones, sino que internaliza un mensaje más devastador: el crimen sí paga, siempre y cuando esté bien conectado políticamente. Cuando los cargos públicos se negocian por WhatsApp y los asesinatos se archivan por omisión, se evidencia que las estructuras del Estado han dejado de funcionar como garantes del interés general y han sido reducidas a simples operadores logísticos del poder faccioso.

Más grave aún es la perversión del lenguaje en este contexto. Conceptos como “justicia social”, “representación popular” o “empoderamiento ciudadano” se utilizan para encubrir prácticas que, en esencia, reproducen lo peor del clientelismo clásico. Las palabras han sido vaciadas de contenido para revestir de legitimidad una administración que normaliza el reemplazo del mérito por la militancia y de la legalidad por la conveniencia política. Así, el Estado no sólo se asfixia con sus contradicciones, sino que se descompone en un mar de discursos vacíos, incapaz de ejercer siquiera su función más básica: proteger a sus ciudadanos.

Cinco verdades incómodas que la izquierda no quiere escuchar

  1. El progresismo no garantiza moralidad. El caso Racero desmonta el dogma de que la ideología sustituye al carácter. No hay reforma ética que sobreviva a la tentación del poder sin controles reales.
  2. El discurso anticorrupción ha sido instrumentalizado. No era una promesa; era un trampolín. Y ahora sirve de escudo para justificar las mismas prácticas del viejo régimen.
  3. La meritocracia está en peligro. Cada cargo otorgado por afinidad política y no por competencia profesional es una afrenta al ciudadano que cree en la legalidad.
  4. Las instituciones están siendo desmanteladas internamente. Cuando el Estado se convierte en botín, la gobernabilidad desaparece. Hoy el SENA, mañana cualquier otra entidad.
  5. La ciudadanía ha sido traicionada. El pueblo no votó para reemplazar corruptos azules por corruptos rojos. Votó por cambios sustanciales, no por relevos en la nómina.

Hernán Augusto Tena Cortés

Columnista, docente y director de Diario la Nube con especialización en Educación Superior y maestría en Lingüística Aplicada. Actualmente doctorando en Pensamiento Complejo, adelantando estudios en ciencias jurídicas y miembro de la Asociación Irlandesa de Traductores e Intérpretes.

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