Tres caminos para el ciudadano ante la crisis de la democracia
(y el desengaño con las izquierdas)
Ante la crisis de la democracia y la desarticulación de las izquierdas que ni juntas ni por separado han logrado armar una propuesta contundente para enfrentar al capitalismo, un sistema que siempre se reinventa, al ciudadano común, huérfano de propuestas sociales que catalicen sus intereses para resolver problemas antiquísimos, le quedan tres caminos para escoger: el apoyo a los absolutismos, el refugio en el estoicismo y la rebeldía innata.
Philip Potdevin
Son significativas las declaraciones recientes de dos representantes de las izquierdas contemporáneas. En primer lugar, el presidente Gustavo Petro, en reciente entrevista a El País de España[i] reconoció su naiveté: “Fallé al creer que podía hacer una revolución gobernando.” Es el error clásico de los progresismos, antes llamados socialdemocracias y que ya se había descrito en La enfermedad infantil del izquierdismo[ii] hace poco más de un siglo. Petro dice, sin esconder la amargura: “No hemos conquistado el poder, hemos conquistado un gobierno administrador acorralado por los otros poderes y por intereses económicos, entre ellos los de la prensa.” ¿Acaso no sabía esto el exmilitante del M19 cuando emprendió hace veinte años su carrera para alcanzar la presidencia?” Más adelante, el presidente continúa: “La única manera de liberarse es con un pueblo movilizado.” Aquí el oxímoron: un pueblo movilizado lo llevó a la presidencia, pero ya adentro del establecimiento se da cuenta de que el cambio es imposible desde el interior de un sistema cercado por los grandes capitales. Fue necesario llegar al poder para constatar lo que el autor de La enfermedad infantil del izquierdismo había denunciado al desnudar las fallas esenciales de las ideas socialdemócratas.
Desde otra latitud, también es para resaltar lo que dice el más reconocido izquierdista de los Estados Unidos, el excandidato presidencial Bernie Sanders, independiente, pero de origen demócrata, quien hoy actúa en las fronteras de un aséptico socialismo. Sanders manifestó recientemente en la red social X, a propósito de la derrota del pasado noviembre: «No debería resultar una gran sorpresa que el Partido Demócrata, que abandonó a la clase trabajadora, encontrara que la clase trabajadora los abandonó»[iii]. Quizás está allí el origen y la razón del ocaso de los progresismos del siglo XXI: el haber abandonado a su constituyente primario en busca de votos “moderados” que no se escandalicen ante propuestas edulcoradas de sabor “progresista”.
El fracaso de la democracia
Cuando muchos críticos del modelo económico imperante vaticinaban un horizonte poscapitalista, el avance del siglo XXI demuestra que antes ha llegado primero la posdemocracia. El capitalismo sigue rampante con su camaleónica capacidad de adaptarse a todas las circunstancias. Los grandes perdedores de nuestros días son, en su orden, la democracia, el Estado y los proyectos político-sociales de distinto cuño, agrupados estos últimos de manera difusa en innumerables movimientos, partidos y agrupaciones que soñaban con un mundo más justo e igualitario.
El gran triunfador lo constituye el igualmente difuso pero vital conglomerado de potencias económicas que algunos llaman “los amigos del comercio”, una tendencia de intereses económicos que impone sus reglas de juego en el mercado global y que pasa por encima de fronteras, jurisdicciones y leyes sobre su principal adversario: el Estado soberano, aquel que se concibió en Occidente a mediados del siglo XIX.
Nuestro tiempo ha visto cómo los amigos del comercio imponen a través de los TLC sus normas y regulaciones por encima de las vulnerables defensas arancelarias; cómo estos ahondan el debilitamiento de las economías, estatales y locales por el sobreendeudamiento de los estados frente a los organismos multilaterales, y cómo imponen, a través del lobby y la corrupción, salvaguardas para que las grandes trasnacionales operen a su gusto con un mínimo de cortapisas fiscales. Por lo mismo, no deja ser una paradoja —típica de las contradicciones del capitalismo—, que hoy Trump erija, unilateralmente, barreras arancelarias con el fin de mejorar la economía de su país, y “Hacer América Grande de Nuevo”. Seguramente los “amigos del comercio” están pensando que el presidente norteamericano se dispara a los pies.
Por otra parte, los sistemas representativos, típicos de la democracia, tal como la entendemos, hicieron agua hace tiempo. Ya nadie representa a nadie; los políticos se han encargado de minar la credibilidad de sus electorados y buscan el aprovechamiento personal y el de sus círculos más íntimos. Los partidos dejaron a un lado sus programas clásicos que los definían claramente frente a otras opciones y, cuando se trata de formar gobierno, están dispuestos a vender el alma al diablo, ceder sus principios con tal de participar de la torta burocrática. Socialdemócratas y social cristianos, rojos y azules, liberales y conservadores, blancos y colorados, verdes climáticos y verdes del dólar se unen para formar gobiernos y dan la espalda a electores que se ven traicionados por quienes ellos eligieron para defender sus ideales. Es la llamada crisis de representación, y con ella, de la mano, la crisis de la democracia. El aliciente, el paño tibio de las invitaciones a ejercer una democracias participativa o directa, es un sofisma para engañar a los ciudadanos y hacerles creer que la democracia está viva.
Quizás el fracaso de la democracia tenga su origen cuando la sociedad occidental involucionó, en el último cuarto de siglo pasado, hacia una posmodernidad que relativizó las verdades y certezas sobre las cuales se había erigido el Estado, la sociedad moderna, y la democracia. Todo se volvió digno de sospecha, de duda, de escepticismo: el nihilismo se apoderó de la filosofía, el giro lingüístico, con su explosión de ambigüedades de significados y significantes puso en remojo las ideas más claras, se deconstruyeron los conceptos más definidos sin ser reemplazados por nuevas construcciones categoriales, los métodos educativos en la escuela se invalidaron en favor de una permisividad y tolerancia y dieron paso a la mediocridad: estudiantes que no comprenden lo que leen, que huyen de las ciencias exactas, que no permiten la exigencia, el rigor o las reglas, etc.. La universidad pasó de ser centro de conocimiento a una atomización el saber, donde la producción de “papers” se volvió un fin y no un medio para crear conocimiento, y donde los posgrados son un negocio lucrativo y un engaño para los estudiantes que creen que estos aseguran mejores condiciones de empleo. Las prácticas políticas, comunitarias, sociales, sexuales se flexibilizaron para un todo vale, un campo ilimitado para explorar cualquier idea. Una época, característica de esta posmodernidad, en la que el individuo quedó aislado en una burbuja tecnológica que lo enajena de su entorno y le hace creer todo lo contrario, que está más conectado que nunca en la historia de la humanidad. Los grandes relatos que animaron el debate, el disenso, los linderos y la confrontación política se evaporaron y el ciudadano quedó, paradójicamente —otra paradoja más del capitalismo— ante tanta opción, en el “infierno de lo igual”, sin alternativas reales para escoger una mejor forma de vida, una nueva forma de organización política y social. Los últimos cincuenta años han logrado borrar diferencias sustanciales entre una propuesta política y otra; todo quedó reducido más a liderazgos populistas que a ideas realmente diferenciadores. Allí, quizá, la democracia comenzó a desmoronarse pues perdió sus contornos y sus características.
La democracia fracasa, así se siga denominando como tal a cualquier sistema de gobierno; es u término que hoy dice poco, pues se ha vuelto un comodín para que gobiernos disimiles se llamen a si mismo democráticos: la República Popular China, Corea del Norte, los Estados Unidos, los países europeos y las naciones pobres y corruptas del mundo no desarrollado todos se llaman a sí mismos demócratas, sin excepción, pregonan defender la democracia.
Las izquierdas entregan sus banderas a las derechas
Hay una constante en el mundo occidental de hoy. Las izquierdas abandonan a su electorado más robusto, las clases trabajadoras y se dedican a seducir a una clase media y media alta, dejándole a las derechas un espacio fértil para catalizar la inconformidad de las grandes mayorías.
Por ello, no es paradójico que los partidos de derecha y los de extrema derecha accedan al poder gracias a los votos que cosechan donde antes predominaban las izquierdas. Si no, obsérvese el peculiar fenómeno del meteórico surgimiento de Alternativa por Alemania, AfD (por su sigla en alemán), que gana las elecciones en los territorios que antes correspondían a la República Democrática Alemana. De igual modo, Milei triunfa donde antes reinaban los peronistas, Bukele hace lo mismo ante el vacío dejado por las izquierdas salvadoreñas y Trump gana gracias a los estados decisivos otrora en manos del partido Demócrata. Las derechas usurparon las banderas, el lenguaje revolucionario y las propuestas combativas que las izquierdas abandonaron para girar, erróneamente, hacia un centrismo desleído. El resultado era predecible: perdieron el apoyo de las clases necesitadas de justicia social. Hoy día son las derechas las que usan mensajes guerreros, desambiguados, directos y provocadores. Las izquierdas se diluyeron en el lenguaje equitativo, políticamente correcto, animalista, progresista, climático, de género que, si bien defiende e identifica a las minorías, se olvidaron de las mayorías, las que siempre dieron sustento a sus ideales: es decir, a los de abajo.
Del desengaño con las vías democráticas a la ensoñación quimérica
El desencanto, el desengaño y la desilusión de las izquierdas con la democracia y con el poder es evidente. Los propios medios alternativos dan fe de ello, no es necesario acudir a la gran prensa (dominadas por el gran capital) para encontrar las más severas críticas. Una de las voces más claras del progresismo colombiano es el periódico Desde abajo. En su editorial de febrero-marzo dice:
Estamos, entonces, ante un hábil manejo del gobierno que esconde la importancia que en todo esto tendría la efectiva autonomía de las expresiones sociales de los de abajo, como garantía colectiva para poder tomar distancia cuando no se comparte la forma de administrar de aquel por quien se ha votado. Esa autonomía se ha perdido en el curso del actual mandato, que ha logrado que el silencio se imponga y las dudas y críticas no sean expresadas, pues “se le hace el juego al enemigo”; un proceder con alto costo para las expresiones sociales y para el futuro de la llamada izquierda, que en el curso de los años de este gobierno ha perdido reconocimiento social. Tal ausencia, al mismo tiempo, permite sin resistencia alguna que una vez más se impongan los acuerdos con los de arriba para afrontar las elecciones de 2026. Un camino viciado, ya vivido, con pocas virtudes y muchos defectos, camino que, por demás, como también procede con la democracia realmente existente, reduce la política y la misma construcción del instrumento político al simple ejercicio electoral[iv].
Otro de los diarios más influyentes de la izquierda global (y nacional) Le monde Diplomatique, dice en su editorial de febrero de la edición Colombia:
“Es la dictadura del tiempo lo que determina los resultados, más los límites de la gobernanza cuatrienal, que ya suma más de dos años y medio. Es ese tiempo límite entre cuyos pliegues se filtran los ecos de reclamos entonados en todos los rincones del país de parte de voces anhelantes de la efectiva realización del programa de gobierno, así como de otras tantas promesas lanzadas al aire en discursos pronunciados aquí y allá por quien lo encabeza.[v]
El sentimiento es amplio y profundo. El mismo medio mensual, citado anteriormente, Desde abajo, manifiesta en el editorial de enero-febrero de este año:
[La] opción más posicionada en las últimas décadas … el progresismo, una defensa del estatismo con ampliación de derechos y más rentas ciudadanas, pero sin confrontación con el modelo capitalista, al que dicen oponerse. Un modelo, una experiencia vivida en diversos países de la región a lo largo de varios gobiernos en cada uno de ellos, como lo conoció Argentina, que, pese a contar con su control por más de quince años, con todos los recursos políticos, educativos, culturales y económicos a su disposición, no empoderaron a la población, no propiciaron reales formas de autogobierno y liderazgo popular, y, con su anunciado cambio que nunca llegó, sí brindaron espacio para que se conformara la ‘solución’ que hoy padecen sus mayorías sociales.
…
Es una paradoja que salta a nuestros ojos decir que se está en contra del capitalismo y no tomar medidas para superarlo, como también lo es que se está por y para que el pueblo sea gobierno, pero no dis-
poner de las acciones ni los recursos propios para que deje de estar a merced de los líderes de turno. También es paradójico que los liderazgos sociales se aguanten las críticas que les tienen a los gobernantes de turno
por «no hacerle el juego al enemigo». Todo un contrasentido. La evidencia pone al desnudo que ese actuar, recubierto por el ropaje del realismo político, no es favorable al deseado cambio social, al protagonismo de los liderazgos sociales, a la indispensable politización de cada vez mayores segmentos sociales.[vi]
Lo inocultable: las izquierdas perdieron el rumbo, derrocharon un electorado que se aleja cada vez más de las banderas de cambio social que durante años enarbolaron los progresismos latinoamericanos. Hay numerosos analistas, de la misma izquierda, que en los últimos años han evidenciado este craso error. Una de las voces más claras es Pablo Stefanoni. En su libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? Explica cómo el antiprogresismo y la anticorreción política están construyendo un nuevo sentido común (y por qué la izquierda debería tomarlos en serio)”.[vii] Pero también Steven Forti, Judith Butler, Ignacio Ramonet, Enzo Traverso, Nancy Fraser se han ocupado del tema en diversos escritos[viii]. No basta esgrimir como argumento que hoy, las dos naciones más populosas del continente, Brasil y México tengan gobiernos progresistas, pues se ha visto que ni el PT ni Morena buscan revertir el sistema capitalista, sino que se conforman a jugar dentro de él y con sus reglas.
A pesar de todo lo anterior, subsiste un tenue y desleído progresismo, recubierto de un aire de idealismo casi pueril, aquel que aboga por “un país soñado”, “una nueva sociedad”, “una paz ansiada”, “un país más libre”, “una sociedad más incluyente”, etc. Una serie de aspiraciones legítimas y en el papel, inobjetables, que rayan en lo quimérico. Se requiere de una buena dosis de buena fe mezclada con partes iguales de candidez y bonhomía, para creer que «lo soñado» pueda convertirse en realidad. Así, a estas aspiraciones les quedan melancólicas ilusiones, deseos de que todo cambie “algún día”; persisten en “el sueño que no abandonamos”, en el consuelo de “estamos a tiempo”, en el propósito de “imaginar esto es un reto inaplazable,”. etc.
Mientras tanto, al ciudadano común del siglo XXI, quien en algún momento centró sus esperanzas en las ideas de las izquierdas y luego en su versión posmoderna del progresismo, vive el desengaño y no puede ocultar el desencanto. Mira a su alrededor en busca de qué caminos tiene para tomar. Y los encuentra.
El primer camino: abrazar los absolutismos
El más inquietante de todos que se constata cada día. Grandes sectores de la ciudadanía migran, entre hipnotizados e ilusionados, hacia propuestas que se creían superadas, relegadas a los áticos de la historia: los absolutismos de cualquier cuño, de diestras o siniestras, regímenes que desechan explícita o implícitamente la democracia y surgen como reivindicadores de la voluntad popular, a la usanza de los fascismos europeos de los años veinte y treinta en Italia, España y Alemania, pero también a los que se atribuyen ser herederos de las revoluciones cubana y nicaragüense.
Pero, en el caso de las derechas 2.0, como se ha dicho, han usurpado las banderas de las izquierdas para retomar el lenguaje combativo, antaño patrimonio de las izquierdas y han encontrado, no es para sorprenderse, un nicho creciente de adeptos. Han aumentado su margen de maniobra y logrado seducir a vastas poblaciones de inconformes y desesperanzados. Gente que está cansada de las mentiras, de las promesas, del desempleo, pero también de los inmigrantes, de los desplazados, de los que no se asemejan a ellos por múltiples razones como religión, etnia o creencias y entonces votan por opciones radicales, absolutas, donde el otro es un estorbo, cuando no un enemigo o una causa a quien atribuirle la propia desgracia. Y en el caso de los otros absolutismos, los que tienen origen en las izquierdas clásicas hoy día sobreviven desdibujados y van en retroceso, caso del venezolano o el nicaragüense; subsisten con base en la fuerza, en el populismo y en el subsidio corruptor a las masas que los mantienen en el poder y en el apoyo de unas fuerzas militares que participan groseramente de la corrupción estatal.
Siempre se ha sabido que las masas quieren crecer, desean que entre ellas reine la igualdad, aman la densidad y necesitan una dirección, como lo establece Canetti en Masa y poder[ix] . Las masas necesitan escuchar de sus líderes lo que ellas quieren oír, y son precisamente los políticos que representan las ideologías más extremas los que logran sintonizarse en la frecuencia que millones de insatisfechos o desencantados. Hoy día ser revolucionario se volvió de derechas, no de izquierdas, y si bien es sabido que los absolutismos limitan o prohíben las libertades individuales, sus simpatizantes están dispuestos a ello (o lo ignoran y por eso no les importa) con tal de verter sus inconformidades y su rechazo en otros a quienes culpan del mal estado de las cosas.
El absolutismo de derechas está en auge —al contrario del de izquierdas—, cataliza los odios sociales, raciales, étnicos, nacionalistas, de género y de cualquier propuesta que suene a progresismo o peor aun, a las vertientes menos ambiguas de las izquierdas. Este camino es válido para aquellos ciudadanos hartos de las propuestas políticas que reivindican la democracia como la forma suprema de gobierno. Se decantan, en su lugar, por soluciones que fortalecen y centralizan el poder en una sola persona o en un grupúsculo de adeptos que no respetan ni acatan normas establecidas, ni al Estado de Derecho ni a leyes, constituciones, acuerdos o tratados internacionales. A estos gobernantes los tiene sin cuidado organismos como la ONU, la Otan, la OMS, la OIT o los centros de investigación o sociedades científicas que se pronuncian sobre temas de interés global para las actuales y futuras generaciones. Es el camino para los que creen en el individualismo como forma de supervivencia, a quienes poco importa «el otro» y más bien lo ven como un enemigo o un peligro potencial. Esta opción es el camino de los que se sienten orgullosos porque todo lo han logrado gracias a su propio esfuerzo y no recuerdan o agradecen la mano tendida que alguna vez recibieron.
Estas propuestas buscan la privatización del poder en manos de una plutocracia. El ejemplo de los Estados Unidos con Trump lo confirma. Oligarcas como Musk, Bezzos, Zuckerberg, Altman, los hombres más ricos del planeta, son también los más poderosos políticamente hablando. En esa línea, por ejemplo, los llamados amigos del mercado están dispuestos a expulsar a los derrotados palestinos de su territorio ancestral para construir y desarrollar una zona turística de élite.
No sorprende, por lo expuesto hasta aquí, entonces, que triunfan las propuestas absolutistas que se nutren del fracaso de la democracia. El cortejo al absolutismo hoy avasalla las urnas en Estados Unidos, Europa y América Latina.
Caso aparte merece el tema de China, un absolutismo sui generis, que desafía toda interpretación racional y que reúne las más grandes contradicciones. No es el propósito de estas líneas entrar a analizarlo, pero es imposible, por su magnitud e influencia global, soslayarlo como una referencia de hacia dónde puede estar el mundo gravitando mientras Occidente se debate en discusiones bizantinas sobre la suerte de sus democracias.
El segundo camino: el estoicismo contemporáneo
El siguiente sendero, frente al fracaso de la democracia y el desengaño ante las izquierdas que perdieron el rumbo, es el de la apatía política. Es el que conduce a marginarse de toda participación en los sistemas democráticos. La indiferencia, el escepticismo, el desengaño, el desconsuelo, la desconfianza, la incredulidad ante cualquier propuesta ha hecho mella en el ciudadano que ha dejado de votar o vota mecánicamente o por costumbre pues sabe que, de todas maneras, gane quien gane, las cosas seguirán igual.
Este camino lo encuentran ciudadanos que han bajado los brazos y no les interesa luchar por ningún ideal, político o social. Son indiferentes a la solidaridad o al interés comunitario. Su interés se reduce a retener o mejorar así sea un ápice el nivel de comodidad en la sociedad donde viven. Es la actitud, no de enterrar la cabeza, como el avestruz, sino de mirar a un lado. Si hay que opinar lo hacen o bien superficialmente o bien con impostada vehemencia sobre la situación actual, siempre y cuando su seguridad no esté en riesgo. Este ciudadano no está dispuesto a ensuciarse las manos en una lucha política.
Ya los griegos, específicamente los filósofos de la escuela estoica habían descubierto que el mundo es tal como es y poco podemos hacer para cambiarlo. La vida viene y se va, llega la muerte de los que nos rodean, la propia también y el mundo sigue su avance, sin importarle si quien hoy fue rico mañana no lo sea, sin detenerse a evaluar si quien muere fue justo o injusto, si hizo el bien o el mal, si fue feliz o infeliz. Epícteto y más adelante Séneca y Cicerón en Roma fueron grandes exponentes de esta corriente. Uno de los libros más subyugantes de este pensamiento es Meditaciones de Marco Aurelio, emperador romano que durante toda su vida adoptó el estoicismo como una forma de poder entender lo absurdo del mundo que tenía a su alrededor. Entre sus frases: «No te distraigan los incidentes exteriores. Desocúpate para aprender algo más de bueno, y cesa de andar girando como una devanadera» II, 7, y «Es menester tener siempre presente estos principios: cuál es la naturaleza del universo y cuál es la mía; qué relación existe entre esta y aquella; qué parte del universo soy yo y quién es él mismo…» (II. 9). Por su lado, Séneca afirma en Tranquilidad del alma, 16: «En todo me acompaña esta debilidad de un alma bien dispuesta, ala que temo ceder poco a poco, o lo que es más preocupante, temo estar siempre indeciso, como quien está a punto de caer, y quizá s más de lo que yo mismo me percato.»
El estoicismo en nuestro tiempo está vigente y enseña que hay que ser indiferentes a la alegría, al placer, al dolor y al sufrimiento. Es una forma de sobrellevar el caos que nos rodea. No es posible cambiar el mundo, pero sí es posible, afirma, cambiar lo que pensamos del mundo. Hoy, es una forma viva de pensar y actuar para el ciudadano común. La industria de la autoayuda es el mejor ejemplo de ello, una corriente comercial que invita al individuo a sacar el mejor provecho del caos que encuentra a su alrededor. Las fórmulas para la felicidad, el éxito, la alegría y la sobrevivencia son las más comunes. En ese contexto, el nuevo estoicismo aparece sin mascaras ni ropajes en cada esquina. Basta entrar a una librería y tropezarse con una explosión de títulos: “Cómo ser estoico y ser feliz”, “Estoicismo para mujeres”, “Filosofía y lecciones para estoicos”, “Ser estoico no basta”, “Mi cuaderno estoico”, “Lecciones de estoicismo”, “Felices como estoicos”, “Ser justo en un mundo injusto”, “Tómatelo con estoicismo”. La lista es interminable y aumenta cada día. ¿Qué implica esto? Una aceptación casi alegre y descomplicada de que el mundo no se puede cambiar, con sus injusticias, diferencias y desigualdades, y que por ello hay que sobrellevar la cotidianidad, sin amargarse por ella y sacarle el mayor provecho al día. Al traste con las ideologías y las promesas electorales de unos y otros, al traste con los programas políticos, económicos sociales. Es un sálvese quien pueda, una apelación a un individualismo exacerbado, asociado, en gran parte por el pensamiento capitalista, para que no se trata de cambiar nada, que las cosas sigan como vienen siendo desde siempre y que cada cual se apañe con lo que tenga.
El tercer camino: la rebeldía
Queda entonces el último camino: el inconformismo absoluto, la insumisión, la rebelión como fuerza imparable, aquello que anima a la gente que no está dispuesta a claudicar ante los absolutismos o a caer en el neoestoicismo. La rebeldía aparece (o reaparece) como la opción del inconforme, la de quien no se doblega ante fuerzas dominadoras ni ante la aceptación, la abnegación o la indiferencia. Es, en otras palabras, la reivindicación de la anarquía en el estricto sentido del término de rechazo a cualquier tipo de gobierno, la apelación al no-gobierno. No es posible caer en el frecuente facilismo de equiparar anarquía con caos, nada más errado. Es importante manifestar que esta postura rechaza toda ideología. No es posible intentar encasillar al anarquismo como ideología; es su antítesis, una no-ideología que sostiene que el ser humano puede vivir en sociedad y en armonía con sus semejantes sin plegarse a la dominación de unos pocos. Es el espíritu rebelde que impregna a la joven Antígona que invoca leyes superiores a las del hombre, para enfrentar al tirano Creonte; es el sentimiento colectivo de la villa de Fuenteovejuna que se rebela, depone y elimina a Fernán Gonzalez, el injusto, violento y abusador Comendador; es cada uno de los personajes de Camus que se rebelan contra un sistema absurdo y dominador; es cada hombre y cada mujer que se desprende (o intenta hacerlo), de manera individual o colectiva de cualquier dominación y rechaza todo orden jerárquico.
Este tercer camino es atractivo al ciudadano atravesado por el cuestionamiento del status quo, el que práctica la duda metódica y el que no se deja arrastrar por discursos populistas ni por convocatorias al odio ni tampoco cae en el recelo de los nuevos estoicismos, sino que ejerce con disciplina y rigor el pensamiento crítico. Es propio de quien ha aprendido, a lo largo de su vida, a no votar, a abstenerse de respaldar todo tipo de ideologías o propuestas políticas pues sabe que, en el fondo, todos buscan lo mismo: la dominación del ser humano. Rechaza las tendencias políticas de izquierdas, de derechas y de centro y se declara en abierta rebelión contra el establecimiento y el sistema imperante.
Se trata de una propuesta que aboga por sistemas de cooperación, de solidaridad, de intercambio, de incentivar economías de pequeña escala que protejan y conserven el medio ambiente, a los productores, distribuidores y consumidores. Es un camino que apoya el regreso a las formas de vida más sencillas y distantes del hiperdesarrollo tecnológico, que rechaza las prácticas de los amigos del mercado, y que defiende un sendero constructivo, propositivo y participativo que apuntala la creencia de que el ser humano no requiere de organizaciones políticos ni estatales para vivir en comunidad. Hay que recordar que el Estado, tal como lo conocemos, es una invención relativamente reciente de la humanidad y que durante miles de años el individuo vivió sin Estado y sin dominación.
No es el propósito de estas líneas desarrollar a fondo cualquier de estos tres caminos que se ofrecen al ciudadano común. Pero lo cierto es que, frente al ocaso definitivo de la democracia occidental, que se ha evidenciado en el correr de este siglo, y frente a la inefectividad de las propuestas de las izquierdas como se señaló arriba, el individuo de nuestro tiempo comienza a gravitar hacia cualquier de estas opciones. Cada cual hallará la que más lo identifique para encontrarle un sentido a estar en el mundo.
[i] El País, 25 de febrero 2025. En https://elpais.com/america-colombia/2025-02-26/en-video-entrevista-en-exclusiva-con-gustavo-petro-ser-presidente-es-de-una-infelicidad-absoluta-un-sacrificio-han-tratado-de-destruir-mi-familia.html
[ii] De V.I. Lenin, puede consultarse el texto completo en la Internet, https://proletarios.org/books/LENIN-La-enfermedad-infantil-del-izquierdismo.pdf
[iii] https://www.france24.com/es/ee-uu-y-canad%C3%A1/20250302-d%C3%B3nde-est%C3%A1n-los-dem%C3%B3cratas-el-silencio-inc%C3%B3modo-tras-la-derrota
[iv] https://www.desdeabajo.info/ediciones/edicion-n-321/item/estamos-a-tiempo.html
[v] https://www.eldiplo.info/martillo-y-yunque/
[vi] https://www.desdeabajo.info/ediciones/edicion-n-320/item/luces-para-la-noche-y-para-la-vida.html
[vii] Stefanoni, Pablo, ¿La rebeldía se volvió de derecha? Buenos Aires, Siglo Veintiuno editores, 2022.
[viii] Por ejemplo, Forti, Steven, Extrema derecha 2.0, Siglo XXI editores, Madrid, 2022; Ramonet, Ignacio, La era del conspiracionismo, , Siglo XXI, México 2021, Le Monde Diplomatique (editores) La extrema derecha en América Latina, , Buenos Aires, 2023, Traverso, Enzo, Las nuevas caras de la derecha ¿Por qué funcionan las propuestas vacías y el discursos enfurecido de los antisistema y cuál es su potencia político real?, Siglo XXI, Buenos Aires, 2021
[ix] Canetti, Elías, Masa y poder, Alianza, Madrid, 2013
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