“Los comportamientos y decisiones erróneas del primer mandatario son tantos que desafían las explicaciones simplistas, y dejan al descubierto la cruda realidad: Petro desea adueñarse del poder y beneficiar a todo aquel que haya contribuido a su proyecto político”.
Desde 1810, cuando se constituyó la Junta Suprema de Santafé para reemplazar al Virreinato de Nueva Granada durante las revueltas que ocurrían en España debido a la invasión napoleónica, Colombia ha estado inmersa en una confusa confrontación interna. Entre 1810 y 1816, los prematuros sueños independentistas desencadenaron varias batallas entre las Provincias Unidas de la Nueva Granada, que abogaban por un modelo federalista de gobierno, y el Estado Libre de Cundinamarca, que a regañadientes defendía un enfoque centralista. Este intrigante período histórico fue apodado burlonamente como la «Patria Boba», ya que mientras nos matábamos por diferencias ideológicas, el Ejército Español, bajo el liderazgo de Pablo Morillo, intentó reconquistarnos, una aspiración que podría haberse logrado de no ser por los esfuerzos militares de Simón Bolívar, que consiguieron unir nuestras fuerzas para enfrentar a este enemigo común.
Sin embargo, tras nuestra independencia en 1819, las aguas de la discordia se agitaron con violencia. Desde la guerra civil de 1851 hasta mediados del siglo pasado, los Partidos Conservador y Liberal se enfrascaron en una lucha permanente por el poder gubernamental. Después del asesinato de Gaitán Ayala en 1948, el conflicto alcanzó tal magnitud que el general Rojas Pinilla se autoproclamó como el primer y único dictador en la historia de Colombia en un intento por restaurar la calma. La aparición de este nuevo enemigo común despertó a nuestros ancestros de su prolongada rivalidad y los llevó a considerar la unidad como una opción viable. Así surgió el Frente Nacional en 1957, un pacto político que distribuyó el poder entre ellos como rebanadas de pastel y que desplazó a Rojas Pinilla de la Casa de Nariño.
Por desgracia, la larga pugna bipartidista permitió al Partido Comunista tomar la fuerza política necesaria para formar los primeros grupos armados en el país, dando origen a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), lideradas por un disidente del Partido Liberal, Manuel Marulanda Vélez, alias «Tirofijo». Pronto, esta asociación terrorista se convirtió en un dolor de muelas para el Estado colombiano, debido a las decenas de crímenes que cometían, incluyendo el tráfico de drogas, secuestros, masacres, desplazamientos forzados, abusos sexuales y abortos perpetrados contra menores de edad. El poder militar de las FARC llegó a ser descomunal, logrando el control territorial de departamentos enteros y reclutando alrededor de 20.000 integrantes en su mejor momento.
La organización extremista se convirtió en el enemigo más grande de Colombia, lo que llevó al pueblo a buscar un líder cuyo principal objetivo fuera su destrucción a cualquier costo. Así fue como Uribe Vélez llegó a la presidencia en 2002, obteniendo una reducción histórica en la tasa de secuestros, homicidios y extorsiones, debilitando gravemente las estructuras del grupo armado. Tan ingente era el desprecio hacia las FARC que el 4 de febrero de 2008 tuvo lugar la marcha más grande en la historia de Colombia, en la cual participaron más de un millón de patriotas. El resto del cuento es conocido: Santos Calderón sucedió a Uribe Vélez en 2010, y en lugar de continuar con la ofensiva militar de su predecesor, optó por dialogar con el grupo terrorista. Aunque el Acuerdo de Paz condujo a la desmovilización de sus miembros activos y la entrega de armas, hubo disidencias que prefirieron permanecer en el monte, causando numerosas tragedias hasta la actualidad.
A lo largo de nuestra historia, hemos visto cómo la neblina que separa nuestras posturas se ha disipado ante la presencia de enemigos comunes. En definitiva, si buscamos reducir la polarización y mitigar los efectos adversos de la divergencia política, parece ser imperativo apuntar hacia el mismo blanco. Propongo, entonces, que Gustavo Petro sea nuestro nuevo antagonista, porque como si se tratara de un globo agujereado, los aires chavistas de nuestro mandatario han salido por todos sus poros en las últimas semanas. Tras sugerir la necesidad de una asamblea constituyente para Colombia, muchas figuras destacadas, tanto de la izquierda como de la derecha, criticaron vehementemente la propuesta. En respuesta, sus peones en el Congreso tuvieron que explicarle al país que Petro busca una constituyente para “fortalecer el cumplimiento de la Constitución actual”, una situación que se asemeja a demoler un edificio para pintar sus paredes.
Hay que defender la institucionalidad a como dé lugar. Son tantos los malos comportamientos y las decisiones erróneas del primer mandatario que desafían cualquier explicación simplista, y dejan al descubierto la cruda realidad: Petro desea adueñarse del poder y beneficiar a todo aquel que haya contribuido a su proyecto político, incluso si carece de experiencia o conocimiento para ocupar el cargo para el que es designado. A través de su discurso falaz e hipócrita, continúa cautivando a los más ingenuos, sin embargo, aquellos que tenemos los ojos abiertos, debemos dejar de lado nuestras discrepancias y proteger a Colombia, el país que nos vio crecer y al que amamos sin reservas.
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