Alina era de pocas palabras y gozaba de una fuerza descomunal; suficiente para doblegar un león. Sus dos hermanos menores dieron cuenta de sus ganchos de derecha. Una pequeña cicatriz en el rostro de cada uno de ellos confirma las expresiones infantiles de amor cuando merecían ser ajusticiados por pisotear el piso que ella acababa de trapear. Alina hacía los destinos con la agilidad de una liebre para salir a corretear con sus amigas en las calles de un barrio concurrido, alegre y seguro. La violencia pasó de largo en busca de los pillos de arriba del parque. Era amiguera, coqueta y boquisucia. Peleona y frentera. Vibraba con el vallenato y su disfraz preferido era el de enfermera. Para imponer respeto sobre sus hermanos se valía de ademanes muy masculinos. Cuando se hizo señorita fue una dama a todo dar. Nunca pudo corregir las groserías y la adicción al tabaco, pero cambió los saltos de la calle para no comprometer el cuidado de su cabello o perder el color de sus mejillas maquilladas por gotas de sudor. Se hizo al amor en medio de los bailes de cumpleaños de sus amigas de colegio. Hubiera cambiado su belleza por una fiesta de quince. Pero en casa, si había dinero para el vestido, no había para alquilar el salón. Alina juró tener el dinero suficiente para darle a su hija Vanessa la fiesta que ella no tuvo. Para lograr ese dinero aceptó una oferta laboral. La contactaron por internet y dos fotos de cuerpo entero fueron suficientes para declararla apta. De este lado, belleza y ambición. Del otro, una boa constrictora que engulle lo que encuentre a su paso. Alina emprendió un viaje sin retorno. Su boleto a una oportunidad laboral se esfumó pasada la taquilla de control migratorio. Lejos de casa, la mujer hermosa y valiente se hizo frágil como un barquito de papel. Su familia ha puesto en mi correo estas líneas con un objetivo: que Vanessa, la hija de Alina, que es a su vez todo aquel a quien según el perfil de búsqueda en internet exponga una condición de vulnerabilidad, sospeche de tales ofertas. Un mundo feliz podría ser posible, pero cuando hay necesidad y belleza se detona una fragancia que un proxeneta podría sentir al otro lado del océano, y el riesgo es mayor, cuando el contacto está solo a un clic de distancia.
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Del autor
John Fernando Restrepo Tamayo
Abogado y politólogo. Magíster en filosofía y Doctor en derecho.
Profesor de derecho constitucional en la Universidad del Valle.
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