La temible hoja en blanco

A Veces los escritores nos enfrentamos a la hoja en blanco, la temible hoja en blanco, como llamaba el maestro Soto Aparicio a ese vacío infranqueable a la hora de describir sentado frente al computador (o a la máquina de escribir, como antes), a esa ausencia apática del ánimo, de la mano, de la mente, del cuerpo. Falta de musa, ¿o de ideas? Abulia de letras. Muerte en vida. ¿?”.


A veces los escritores nos enfrentamos a la hoja en blanco, la temible hoja en blanco, como llamaba el maestro Soto Aparicio a ese vacío infranqueable a la hora de describir sentado frente al computador (o a la máquina de escribir, como antes), a esa ausencia apática del ánimo, de la mano, de la mente, del cuerpo. Falta de musa, ¿o de ideas? Abulia de letras. Muerte en vida. ¿?

Es por eso, queridos lectores, que deseo compartir con ustedes una narración hecha en otro momento, cuando el apetito por la hoja en blanco estaba intacto.

Como es algo largo lo compartiré en dos entregas.

Haganme saber sus opiniones.


EL NEGRO JOSÉ DE LA CONCEPCIÓN

Parte I

Jamás se le hubiera ocurrido a José de la Concepción, que al cruzar aquella calle atestada de gente en el centro de la ciudad, encontraría el amor disfrazado de demonio.

Las fiestas de la Candelaria se aproximaban, y era costumbre que las mujeres se vistieran con disfraces coloridos y que los hombres quemaran pólvora justo después de las celebraciones religiosas, que se suponían era lo más importante. Lo cierto es que en aquel pueblo cualquier oportunidad, religiosa o no, era una excusa para formar el jolgorio y la algarabía, porque por muy rezanderos que fueran de día, la noche era para liberar toda la energía contenida por los santos y las camándulas.

José iba arrastrando su carretilla llena de bollos de yuca de Turbana, un pequeño pueblo al sur de la ciudad, de donde era originario, y en el que se conseguía la mejor yuca de la región. Acostumbraba a parquear su carretilla en el mejor puesto que le permitía su estatus social: una zona un poco alejada del comercio, pero que al mismo tiempo era paso obligado para aquellos que querían tomar el tren. Ahí era cuando aprovechaba, pues les hacía comprar los bollos con la excusa de no tener que cocinar al llegar a casa, después de un día ajetreado de compras o de trabajo.

No era una persona estudiada, pero tenía mucho talento para vender porque, si algo le había aprendido a su padre, era que la labia era la mejor forma de salir de la pobreza, y en cierto modo así fue, aunque su padre, afanado por demostrarle a su hijo el poder de las palabras, terminó muerto a balazos por enamorar a la hija de un general conservador de la guerra de los mil días.

Más allá del trágico final de su progenitor, el negro José de la Concepción se volvió famoso por su poder de convencimiento, que por improbable que fuera, era capaz de convencer hasta a los chinos que aún no hablaban ni una pizca de español y que desembarcaban de a montones de los barcos que traían la pólvora para las fiestas.

A pesar de que logró dominar con mucha destreza el arte de las palabras, no siempre fue así. Después de la muerte de su padre quedó tartamudo y no articulaba más palabras que tímidos monosílabos. Los niños de su edad se burlaban de él: ¡gago marica, véndeme un bollo! le gritaban cuando se quedaba solo, vendiendo bollos de yuca en la carretilla que su madre le había puesto para que la ayudara a conseguir dinero. Él solo se limitaba a defenderse con señas vulgares con las manos, y a veces su madre lo defendía cuando tenía la ocasión de presenciar a aquellos niños crueles burlándose de su hijo: ¡Te vendo a tu gran puta madre envuelta! les respondía, gritándoles como loca.

Pero, quién no se trastorna después de ver el cadáver de su padre con la cabeza destrozada por las balas, envuelto en un saco de arroz que aún chorreaba sangre. Aquel General llegó montando su caballo a la vieja usanza y tiró el cadáver como si fuera basura frente a él. En ese momento salió su madre, quien ya sabía que habían matado a su marido, porque las malas noticias siempre llegaban primero en aquel pueblo de calles polvorientas y pesares infinitos.

El general se quedó mirando desde su majestuoso animal a la mujer y a José de la Concepción, y soltó una explicación tan improbable como innecesaria: Si hubiera sabido que este sinvergüenza era padre de familia y esposo, me hubiera conformado con reventarle las pelotas con la escopeta.

Su madre no lloró, por lo menos no delante de sus hijos, y no hacía sino poner a su difunto esposo como ejemplo de lo que no se debía hacer. Un día le dijo a José de la Concepción: hijo, ni se te ocurra seguir los pasos de tu padre, mira como terminó por estar enamorando a la hija ajena, teniendo mujer e hijos. Para lo único que servía era para andar oliéndoles el fundillo a las mujeres y hablar mierda. Él sabía que su madre le decía esas palabras duras, no por mala, sino para que se le metiera en su cabeza la enseñanza de lo vivido.

Pero ya era tarde. La semilla de los verbos y las palabras poderosas se habían instalado en su cerebro, como parásitos que se incuban lentamente.

La suerte de José de la Concepción cambiaría cuando ya era un hombre y vendía bollos de yuca en su propia carretilla en el centro. Todo empezó cuando la noticia de una extraña enfermedad tomó a todos por sorpresa. En las iglesias decían que era culpa de los chinos, que venían por miles en sus barcos infernales a vender pólvora, pero la verdad es que los curas utilizaban este argumento para prohibir el desorden de las fiestas, además, los chinos ya se habían ido, así que no había cómo comprobar esa teoría.

Lo más preocupante fue que, pasado un tiempo, cuando la enfermedad había cobrado muchas víctimas y se habían intentado muchos remedios inútilmente, le echaron la culpa al grajo de los negros del mercado. Ésta teoría, por absurda que parezca, nació después de que una dama encopetada cayó muerta justo después de pasar al lado de un negro que vendía plátanos. Aunque, para ser más precisos en la información, no se supo si aquella dama murió por el grajo o por la espantosa halitosis de perro muerto que tenía ese pobre ser humano. Lo cierto es que José de la Concepción tomó medidas inmediatas para no perder la clientela, porque por muy negro que fuera, de cochino no tenía un pelo, y se fue a hacerse tratar de una curandera de la que se decía había logrado encontrar la cura para todos los males.

Manuela Causil le dio un remedio que tenía un aroma exquisito de clavos de olor y de alcanfor. Ella le recomendó usarlo en los sobacos de forma diaria, aunque él, recordando el episodio macabro de la dama encopetada que murió en el mercado, decidió que también lo usaría para hacer gárgaras, es mejor ser precavido, pensaba él cada que se metía un buche de aquel remedio en la boca.

Y, aunque el remedio buscaba mejorar el olor de este negro vendedor de bollos, probablemente las gárgaras hicieron un efecto aún más fantástico porque, al cabo de una semana, se le quitó de una vez por todas la tartamudez que lo había acompañado desde su infancia. Desde ese entonces, su fama de habilidoso orador y de ameno conversador fue legendaria, hasta el punto que decían que hasta los sordos le entendían, lo cual era por supuesto una exageración de la gente envidiosa.

Pero, para no alargar tanto el cuento, aquella hermosa mujer, disfrazada de demonio, se le presentó como una premonición de lo que su padre alguna vez le dijo que le pasaba a todo hombre cuando conoce a la mujer indicada. El problema era que se trataba de la mujer del turco, el dueño del almacén de telas del centro. Un viejo verde y antipático del que se decía que había llegado de Beirut con un majestuoso pasaporte del Imperio Turco (al principio le explicaba a todos que a pesar de tener pasaporte turco, él era libanés, lo cual era totalmente diferente, pero para estas gentes, cualquiera que hablara árabe era turco, por lo que desistió de su idea de aclarar su nacionalidad), El viejo aprovechó la pequeña fortuna que hizo a punta de vender telas importadas, supuestamente de Siria y de Mesopotamia, para conquistar a la más joven y hermosa de las hija de una familia de buen apellido, pero que había caído en desgracia porque su partido político había perdido las últimas elecciones.

Continuará…


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Sanders Lozano Solano

Médico y Cirujano de la Universidad Surcolombiana y Abogado de la Universidad Militar Nueva Granada, es Especialista en Gerencia de Servicios de Salud y Magíster en Educación. Experto en responsabilidad médica, se ha dedicado en los últimos años a su verdadera pasión: la academia y la escritura.

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