Debería ser un escándalo. El Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI) de la ONU, que acaba de conocerse, muestra que para fines del año pasado teníamos 204.000 hectáreas de coca, un 43% más que en 2020, y se producían 1.400 toneladas de cocaína, un 14% más. Si alguien pregunta porqué el crecimiento de cultivos no se traduce en un aumento similar de cocaína, hay que advertirle que, según el SIMCI, parte de los nuevos cultivos reportados no ha alcanzado su edad productiva.
El primer reporte de Simci, del 2001, mostraba 137.000 h en Colombia. Para el 2010 se habían reducido los cultivos a 63 mil h y se producían 424 t de cocaína. Para el 2013, se contabilizaban solo 48.000 h de coca y se producían 290 t de cocaína. Habíamos disminuido un 65% los narcocultivos en relación con la primera medición y dejamos de ser el principal productor de coca del mundo y el país con más narcocultivos. Las cifras mostraban que estábamos ganando la lucha contra el narcotráfico. La disminución de ingresos de los grupos delincuenciales vinculados con el negocio los había debilitado de manera sustantiva y es una de las razones que obligaron a las Farc a negociar con el Estado.
La curva de descenso se frenó en el 2014, con la firma del componente de narcotráfico con las Farc. Desde ese momento los narcocultivos y la producción de cocaína se dispararon. Hoy tenemos 4,25 veces más narcocultivos y se producen 4,83 veces más cocaína. Lo que ha fracasado es el «histórico nuevo enfoque», el nuevo «paradigma» pactado con los farianos.
Estas son las razones principales: una, la suspensión de la aspersión aérea con glifosato. En el 2015 empezó a disminuir la aspersión y en el 2016 se paró del todo. Para fines de ese año ya teníamos 146.000 h de coca. Dos, la apuesta por la sustitución voluntaria. De acuerdo con el SIMCI, en el marco Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), creado en 2017, se han erradicado de manera voluntaria apenas 45.761 h de cultivos ilícitos, diez mil h por año en promedio y apenas el 7% del total de h de coca en el mejor de los años. A un costo altísimo, por cierto, 1,7 billones de pesos. Tres, las transferencias monetarias directas a los narcocultivadores como eje de la estrategia contra la coca. No solo rompen el principio de igualdad frente a la ley para favorecer a quien la viola, el narcocultivador, sino que constituye un incentivo perverso para que el campesino que siembra lícito, al que el Estado no le da nada, abandone la yuca o el plátano y se dedique a la coca. Cuarto, el mensaje errado y terrible de que la culpa de lo que sufrimos es de la prohibición global del narcotráfico y no del narcotráfico mismo y de los grupos delincuenciales y violentos vinculados al negocio. Con semejante discurso, los narcos aplauden y los demás sufrimos. Quinto, el debilitamiento de la Fuerza Pública, de su aparato de inteligencia y de su moral de combate, que trae como consecuencia menos capacidad operativa y táctica contra los narcos y los narcocultivos. Sexto, que, en contra de lo que se prometió, no terminó la «guerra» ni llegó «la paz», ni siquiera con las Farc (disidencias y reincidencias), y proliferan los grupos violentos vinculados al narcotráfico. Finalmente, la incapacidad del Estado de ocupar y controlar efectivamente los territorios que fueron de influencia de las Farc que se desmovilizaron. No hay control militar de área ni control institucional del territorio.
Por cierto, la izquierda y el santismo han salido a decir que la culpa del desastre es de Duque por «no haber puesto en marcha el pacto con las Farc». Falso. Excepto en algunas críticas a la JEP, que no se tradujeron en ningún cambio concreto, Duque se dedicó a la implementación de lo pactado, corrigió parte de las debilidades de los programas que empezaron con Santos e incluso en algunos temas fue más allá, como en la entrega de subsidios de vivienda a los desmovilizados. De hecho, su pecado es el contrario: en materia de seguridad, narcotráfico y paz, Duque fue más de lo mismo.
Y ese es el problema. El país es incapaz de debatir sobre este tema sin caer en la vieja polarización, hoy inútil, entre amigos y enemigos del acuerdo con las Farc y entre el Si y el No en el plebiscito. Si no se deja a atrás esa dialéctica no seremos capaces de hacer una evaluación objetiva de si lo que se pactó con las Farc en materia de narcotráfico funciona o no funciona y qué debería corregirse. Por las cifras y por los hechos, que están ahí y son innegables, lo firmado no sirve. En lugar de resolver el desafío del narcotráfico, se está agravando.
Y las consecuencias son terribles. Más violencia en los campos y más inseguridad en las ciudades por cuenta de los grupos de microtraficantes que quieren controlar el creciente mercado de consumidores locales. Más deforestación, más vulnerabilidad de áreas protegidas, más contaminación de los ríos. Más informalidad, más contrabando, más afectación del comercio y la industria nacional. Más corrupción.
Para rematar, las propuestas de Petro solo fortalecerán los cultivos de coca y a los narcos: no uso de glifosato ni siquiera para aspersión manual, no erradicación forzada, más transferencias a narcocultivadores, ofertas de impunidad y de lavado de activos a los grupos de narcotraficantes, extradición condicionada, y un proceso de negociación que solo traerá el reciclaje de las organizaciones delincuenciales y sus liderazgos. Una tragedia.
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