Un cuento escrito por Lewis Love llamado A King of Long Ago (Un rey de hace tiempo atrás) narra la historia de un rey de una tierra lejana, justo y sabio, que tenía muy claros los límites de su poder en el gobierno de su reino. Su gente era libre para hacer su propio camino y respetaban a su rey porque sabían que su regla principal era la de no ofrecer a nadie ningún privilegio que no pudiera ofrecer a todos por igual; lo que llamaríamos hoy igualdad ante la ley.
Como suele suceder –parece que ni un cuento está exento–, llegaron un día a la corte un artesano, un albañil y un mendigo cojo a presentarle al rey sus quejas sobre sus respectivas situaciones.
El artesano dijo: “Yo fabrico cosas muy útiles. Uso mis talentos y mi trabajo, y sin embargo, la gente no me paga el precio que deseo”.
El albañil fue el siguiente. –“Yo coloco piedras en las casas y en las paredes. No obstante, estoy desocupado porque nadie me da trabajo”, expresó.
El mendigo cojo fue el último. –“Yo vivo de las limosnas de quienes en sus corazones encuentran el deseo de ayudarme, pero las limosnas son cada vez más escasas”, indicó.
–“Veo que sus problemas son muy grandes”, los consoló el rey. –“¿Qué desean de mí?”
En ese momento los tres hablaron como un grupo. –“Su poder es muy grande, su majestad, y usted podría hacer ver a la gente lo disparatado de su comportamiento y lograr que nos ayuden en nuestros problemas”.
–“Es cierto que mi poder es grande, pero debo usarlo sabiamente o lo perderé”, respondió el rey. De inmediato, el rey ordenó: “Traigan tres espadas. Una para cada uno de estos hombres, y enséñenles a usarlas. Estos tres saldrán y obligarán a aquellos que voluntariamente no traten con ellos a obedecer sus órdenes”.
–“¡No, No!”, los tres hombres gritaron a la vez. –“No pedimos eso. Somos hombres de honor y no podríamos obligar a nuestro prójimo a hacer nuestra voluntad. No podemos hacer eso. Es usted, nuestro rey, quien debe usar ese poder”.
–“¿Ustedes me piden que yo haga algo que ustedes no harían debido a su honor?”, preguntó el rey. –“¿Es acaso el honor algo diferente para un mendigo que para un rey? Yo también soy un hombre honorable, y aquello que es deshonroso para ustedes no será menos deshonroso para vuestro rey”.
Cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia. Es producto de los principios contradictorios que hemos adoptado, ya sea por ignorancia o por conveniencia. Una misma acción que, sin dudarlo un instante, catalogaríamos como inmoral, la catalogamos luego de noble cuando cambia el sujeto que la comete, el beneficiario de la misma o el momento en que se lleva a cabo. Esto significa vivir bajo un doble estándar y no hay un concepto que aplique mejor para describir la realidad de hoy.
Quizás otros ejemplos puedan ilustrar esta acusación un poco mejor.
¿Acaso no llamaríamos ladrón y caradura a un vecino que, sin contar con nuestro consentimiento, tomara nuestra billetera y nos quitara la mitad del dinero que guardamos dentro porque lo necesita o porque desea colaborar con una obra que considera valiosa?
Sin embargo, aplaudimos cuando un gobierno hace el trabajo sucio por él y lo llamamos “Estado benefactor”.
¿Consideraríamos justo que los jugadores de “x” equipo de fútbol exigieran un gol de ventaja cada vez que se enfrentan al Fútbol Club Barcelona, por el hecho de estar menos calificados? ¿No?
Sin embargo, pedimos al Estado que cobre impuestos más bajos a los menos productivos y castigue con impuestos más altos a los más productivos.
¿Estaríamos dispuestos a contratar y mantener con nuestro dinero a cinco jardineros para que arreglen nuestro jardín, cuando solo necesitamos uno?
Sin embargo, salimos a la calle a protestar cuando una empresa o el mismo gobierno deciden despedir gente por no ser necesaria o por no estar en condiciones de continuar con sus contratos.
¿Insistiríamos en mantener un negocio que nos viene dando pérdidas hace años y que nos cuesta una fortuna mantener? ¿No?
Sin embargo, sostenemos a muerte que es necesario que el Estado mantenga una empresa que viene perdiendo desde que existe, únicamente para conservar el “orgullo patrio”.
¿Aceptaríamos que dejaran a una hija fuera de la universidad porque alguien que calificó mucho peor en el examen de ingreso que ella, tuviera prioridad por ser blanco, negro, asiático, gay o straight?
Sin embargo, apoyamos leyes de cupo femenino que establecen que al menos un 30% (caso Argentina) de la lista que presenta un partido político debe estar ocupada por mujeres. No importa si para ese 30% hay hombres más calificados.
¿Veríamos justo que el almacén del señor López nos obligara a comprarle a él, cuando el almacén del señor Smith nos ofrece lo mismo por la mitad de precio?
Sin embargo, exigimos al gobierno que proteja a los señores López del país, y nos obligue a todos a comprarle a él.
Por último, ¿aceptaríamos que la maestra retara a nuestro hijo por esconder sus caramelos de un compañero prepotente que se los quita cada vez que van al recreo?
Sin embargo, aceptamos que se acuse de delincuente a quien, cansado de que le quiten lo que honestamente produjo, decide esconderlo en un paraíso fiscal.
Podemos llenar una enciclopedia con casos similares. Suponemos a veces injustas y otras veces justas a las mismas cosas y no nos detenemos a pensar dónde está el error.
Volver a pensar en términos de principios, volver a chequear nuestras premisas y confirmar que no haya contradicciones en nuestras opiniones y acciones, son buenos primeros pasos para recuperar nuestra coherencia e integridad.
Y si esto suena muy abstracto, podemos comenzar por repetirnos cada mañana la siguiente frase hasta hacerla propia: “No pediré ni exigiré a nadie que haga lo que yo mismo no haría, ni siquiera al Estado”.
Este artículo apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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