Parece no ser exagerado decir que la corrupción pone en riesgo el goce de derechos alrededor del globo. Según el Banco Mundial, la corrupción es un “enorme desafío” para erradicar la pobreza extrema y promover la prosperidad compartida, y “reducir la corrupción está en el corazón de los Objetivos de Desarrollo Sostenible”. No es una sorpresa, entonces, que la corrupción sea una preocupación de primer orden en el debate público en Colombia.
En la pasada campaña a la Presidencia de la República, la corrupción fue una inquietud central con ocasión, entre otros escándalos, de la vergüenza de Odebrecht. En agosto de 2018, los colombianos fuimos convocados a participar en una consulta popular “anticorrupción” que, pese a no alcanzar el umbral, logró más votos a favor que el Presidente de la República en segunda vuelta. Todas las semanas se escuchan noticias sobre peculados (robos o usos indebidos), celebraciones indebidas de contratos y cohechos (sobornos) que afectan el patrimonio público, y todas las semanas se anuncian sanciones más severas para los corruptos y más requisitos y controles para evitar torcidos. Aunque ha mejorado posiciones, Colombia ocupa el puesto 92 entre 180 países en el índice de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional. Tuvimos un Presidente de la República que defendió que la corrupción debía ponerse en sus justas proporciones y un sector político completo ha surfeado sobre la ola de la indignación ciudadana contra la corrupción (sus representantes más visibles son Sergio Fajardo, Claudia López y Antanas Mockus –ellos mismos señalados de corrupción o negligente uso de recursos).
Los sobornos y las coimas de servidores públicos y empresarios privados para ganar multimillonarias licitaciones, como lo hizo Odebrecht -un Viceministro confesó haber recibido seis millones y medio de dólares-, es la forma más evidente de corrupción. Pero otras prácticas satisfacen, al margen de su sofisticación, la definición de corrupción de los economistas Andrei Shleifer y Robert W. Vishmy, “la venta por funcionarios públicos de propiedad gubernamental para beneficio personal”, y el punto de vista del Banco Mundial: “la creencia compartida de que usar el servicio público para el provecho de uno mismo o de familiares y amigos es extendido, esperado y tolerado […] una norma social”[1]. Una de esas terribles prácticas es el clientelismo.
Las relaciones clientelares, las existentes entre patrones o padrinos y clientes, han sido practicadas en sociedades diversas a lo largo de la historia. El patrón o padrino brinda protección al cliente y éste le paga con fidelidad, entendida como apoyo incondicional (en particular apoyo electoral), y adulación. El clientelismo es vertical: ata a individuos con diferente poder y conlleva dependencia y control, solidaridad en una relación asimétrica. Esta práctica, estructural en algunos lugares porque está profundamente incrustada, como en América Latina, donde se remonta a la época colonial, cuando la única alternativa de ascenso que tenían los españoles pobres que venían al Nuevo Mundo era casarse con la hija o la viuda de un encomendero rico u obtener un puesto público; cuando los oidores, jefes de las Reales Audiencias, divisiones del Imperio Español, nombraban a toda su parentela en la administración colonial.
El impulso hacia el clientelismo, consolidado en Colombia con la paridad burocrática pactada en el Frente Nacional (acuerdo elitista que acabó el odio entre los partidos tradicionales pero los convirtió en agencias clientelares), es individual. Aunque el clientelismo ha sido común a diferentes sociedades, mientras más pobre el país, más probable que su política sea clientelista; y, mientras más pobre el votante, más probable que venda su voto. El clientelismo es un rasgo del subdesarrollo, como otros casos de incumplimiento de la ley, una forma de sobrevivir y conseguir el trabajo que facilita la movilidad social y mejora el estatus.
El clientelismo se distingue por la capacidad del patrón o padrino para controlar recursos. El cliente acepta que su acceso al mercado depende del poder de aquél y la política, como los mercados, se convierte en un mecanismo ilegítimo de distribución de bienes porque otorga trabajo, crédito y otros beneficios, no a partir de criterios objetivos definidos en la ley, sino a cambio del voto u otro vínculo. Por eso el clientelismo promueve la política no programática, en la que los ciudadanos no están inspirados por la ideología o un programa sino por el dinero.
Pese a que en Colombia formalmente los empleos en las instituciones del Estado se asignan con base en los méritos y las calificaciones de los aspirantes a fin de preservar la igualdad, la moralidad administrativa, la eficacia, la economía, la celeridad, la imparcialidad y la publicidad, el país sigue siendo clientelista. Ahora, cuando ese rasgo parece extenderse hasta entidades especializadas cuya dirección debe quedar supuestamente en manos expertas porque su gestión debe guiarse por criterios técnicos -como Empresas Púbicas de Medellín, que ya completa cuatro gerentes en un año largo de una soberbia administración municipal con ínfulas creacionistas porque, según ella, se parece al futuro y la ciudad “ya no les pertenece” (¿a quiénes?); una alcaldía arrogante que facilita la protesta favorable pero desprestigia la que incomoda, que confunde el acto de gobernar para dos millones y medio de habitantes con el de provocar a contradictores por redes sociales para ganar likes, que promueve la división y el desprecio al sector privado ignorando la historia antioqueña, que anuncia tardíamente las medidas para detener la COVID-19; una alcaldía imprudente e irresponsable que se aprovechó de la tragedia de Hidroituango para hacerse elegir con el cuento de que los enemigos de Medellín son los ricos sin corazón del GEA y con la engañifa de que no tenía jefes políticos-, es preciso vencer el hábito de defender y perseguir intereses particulares usando el Estado y violando la ley a través de argumentos legales.
Como enorgullecernos de nuestra democracia no es incompatible con la petición de más democracia mediante la implementación efectiva de la ley, y como el factor decisivo para la eficacia de la ley es la convicción individual de que debe ser obedecida, abandonar el clientelismo -mecanismo para avanzar objetivos de corto plazo y no grandes transformaciones que resulta esencialmente conservador en tanto refuerza el status quo– implica transitar a un régimen más democrático y exige, más que adoptar nuevas herramientas legales, recordar a La sociedad abierta y sus enemigos de Karl Popper: “es mucho más conveniente que la moralidad del Estado sea controlada por los ciudadanos y no a la inversa […] moralizar la política y no hacer política con la moral [….] Las instituciones democráticas no pueden perfeccionarse por sí mismas. El problema de mejorarlas será siempre más un problema de personas que de instituciones”.
Está en nuestras manos elevar la calidad de nuestro sistema político involucrándonos activamente en las cuestiones públicas. Denunciar todas las formas de corrupción, incluso el clientelismo, es defender la de igualdad de oportunidades en el acceso al servicio público. Más que soñar con instituciones inmunes a la trampa, perfeccionemos nuestra democracia moralizando la política con la adecuación de nuestra propia conducta. Y esto comprende la posibilidad de que los ciudadanos reconozcamos cuando hemos escogido mal a los gobernantes y que éstos admitan sus fallas y rectifiquen el rumbo, incluso los que desde La Alpujarra administran la segunda ciudad más importante de Colombia como si fuera un juego.
[1] Citados en Kaushik Basu, The Republic of Beliefs, Princeton, Princeton University Press, 2018, pp. 137, 142.
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