Afirmó Rabindranath Tagore que “cada niño, al nacer, nos trae el mensaje de que Dios aún no pierde la esperanza en los hombres”. Tal vez por esto y por la compasión y ternura que despiertan y encarnan, para el derecho de la humanidad, que es como algunos llaman a la amalgama del derecho internacional de los derechos humanos, el derecho internacional humanitario y el derecho penal internacional, sus derechos prevalecen sobre los de los demás y sus intereses, que se consideran superiores, deben tenerse en cuenta en todas las decisiones que los afecten. Los niños son, en efecto, sujetos especialmente protegidos.
Esto, sin embargo, no ha sido comprendido a cabalidad por todos los sectores de la sociedad colombiana. Durante décadas, las guerrillas y otros grupos armados organizados han reclutado y usado niños para participar en hostilidades, pese a que los Convenios de Ginebra de 1949 y sus dos Protocolos Facultativos de 1977, la Convención sobre los Derechos del Niño y su Protocolo Adicional sobre Niños y Conflictos Armados, el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional y el Código Penal colombiano prohíben y criminalizan esa conducta. Quien recluta y usa niños comete un crimen de guerra.
Las FARC y sus asesores fueron hábiles en La Habana. Lograron que el Gobierno Santos aceptara que el criterio jurídico para determinar si se había cometido o no reclutamiento y utilización de niños fuera el Estatuto de Roma, no la legislación nacional. Esto parecía razonable. Pero convenía ser perspicaz: mientras la normativa mundial indica que esa conducta punible existe cuando la víctima es menor de quince años, bajo la ley colombiana existe responsabilidad penal cuando la víctima es menor de dieciocho. En otras palabras, el acuerdo excusaba los casos de reclutamiento de niños entre quince y diecisiete años.
La negligencia del Gobierno de la época fue corregida en el Palacio de Justicia. Al revisar el compromiso, la Corte Constitucional no tuvo más camino que declarar su inconstitucionalidad. Como consecuencia de esta decisión, el estándar para determinar si un niño fue o no reclutado volvió a ser la ley nacional: dieciocho años. Mas los derechos de los niños siguen siendo violados. Tristemente, el reproche central no se ha dirigido contra quienes los reclutan y ponen en peligro, sino contra el Estado, al que, producto de una ética muy dudosa, algunos responsabilizan de todo.
Es cierto que varios niños han perdido sus vidas en enfrentamientos entre la Fuerza Pública y los grupos armados ilegales y que inteligencia y la conciencia humanas nos exigen lamentar sus muertes. Pero el Derecho nos obliga a no caer en conclusiones simplistas que llevan a señalamientos injustos que sirven a las campañas de desprestigio contra las Fuerzas Militares y de Policía. Sí, el Estado está obligado a recabar información antes de ejecutar una acción militar y tomar todas las precauciones necesarias y razonables para evitar o reducir el daño. Pero también es cierto, primero, que quienes ponen en riesgo a los niños víctimas de reclutamiento son quienes los reclutan; segundo, que el deber del Estado de reunir información es, como decimos los abogados, de medio, no de resultado (es decir, la Fuerza Pública tiene que hacer todo lo que esté a su alcance para obtener información relevante para el esfuerzo militar, pero no se le puede exigir que finalmente la obtenga -ello sería pedirle que sea infalible-); tercero, que, en ocasiones, los niños pierden el estatus de personas protegidas, como cuando participan en hostilidades y se convierten en objetivos militares legítimos (¿qué hacer frente a un niño que no deja de disparar una AK47?); y, cuarto, que no existe el delito de homicidio o asesinato negligente o culposo de persona protegida (esto significa que si no hay conocimiento de que, por ejemplo, hay un niño en un campamento guerrillero que es bombardeado, no se configura el delito de homicidio, sin que ello impida, desde luego, demandar la responsabilidad civil o patrimonial del Estado).
Culpar exclusivamente al Estado por la suerte que corren los niños reclutados ignora, además, que fue el Gobierno el que aceptó que las Naciones Unidas, una coalición de ONG y la Defensoría del Pueblo monitorearan y vigilaran esa situación en aplicación de resoluciones del Consejo de Seguridad, en particular la 1612 de 2005. La administración de Álvaro Uribe, tan vilipendiada por supuestamente atacar a la “sociedad civil”, en realidad permitió el escrutinio internacional más riguroso de la situación de derechos humanos en la historia de Colombia, incluso la de los niños afectados por seis grupos de conductas: asesinato y mutilación, reclutamiento y utilización, violencia sexual, secuestro, denegación de asistencia humanitaria y ataques contra escuelas y hospitales y su personal.
El producto tangible más importante del Mecanismo de Supervisión y Reporte sobre Niños y Conflictos Armados es un informe periódico. Las FARC y el ELN han sido incluidos como violadores sistemáticos de los derechos de los niños en la mayoría de ellos y, en algunos, lo fueron los grupos de autodefensas. De manera que la mejor forma de proteger a los niños de los rigores de la violencia organizada no es apuntando al Gobierno y socavando su legitimidad desde el Congreso de la República, sino señalando a quienes hay que señalar: los grupos armados ilegales que desprecian los derechos de quienes confirman que Dios todavía cree en nosotros.
Comentar