Vituperio a la tauromaquia

Sí, soy antitaurino. No obstante, mi abuelo materno -a quien no tuve la oportunidad de conocer- le legó a un par de mis tíos el gusto por las corridas de toros; cosa que me permitió entender cuáles son los elementos estéticos que se pretender sustraer del ritual de la tauromaquia y sobre la cual versa su definición como “arte” por parte de sus aficionados.

Sin embargo, se queda en eso. En una mera pretensión. La estética que bien podría haber en el acto de la lidia se desdibuja en la barbarie que a renglón seguido acontece.

Pero mi oposición no se presenta únicamente sobre su forma y sobre el acto inhumano de seccionar los órganos internos de un animal vivo. También se trata sobre su fondo.

Toda expresión artística es una representación. Y la representación que subyace a la tauromaquia es el enfrentamiento del hombre contra la naturaleza. Hombre y bestia enfrentados en una arena donde -por lo general- es el hombre quien gana esa batalla a muerte.

Ahora, la representación se pierde -y en consecuencia su carácter artístico- cuando el enfrentamiento se da de facto y no mediante representaciones, verbo y gracia. Lo otro, y este es el núcleo filosófico de la tradición, el ritual constituye una glorificación a la cosmogonía antropocentrista, al triunfo -en este caso literal y no figurado- del hombre sobre la naturaleza.

Sucede que este antropocentrismo despiadado, la creencia precisamente de que el hombre puede y debe dominar a la naturaleza -y a su naturaleza-, es  lo que nos ha conducido a una crisis ecológica de escala global y que, no solo la supervivencia del sapiens como civilización y como especie, sino también las de las demás especies, depende de asumir como  imperativo categórico proscribir esa lógica de lucha y que, no el hombre en sí mismo, sino el cuidado racional del medio ambiente sean el centro de la Acción Humana, en un sentido praxeológico.

El ethos inmanente a la tauromaquia es incompatible con lo que en la tradición filosófica alemana llaman el zeitgeist (espíritu de una era) que corresponde al siglo XXI. Tan incompatible como lo fue la esclavitud en los siglos XVIII y XIX con el surgimiento del iluminismo y las primeras revoluciones liberales.

El siglo XXI nos enfrenta a sociedades cada vez más abiertas y libres. En el entendido que la trillada frase “mi libertad termina donde empieza la de los demás” nos permite alcanzar unos insospechados máximos de libertad en términos absolutos, se requieren entonces de individuos empáticos que actúen reflexionando sobre las libertades del otro y sobre las implicaciones que sus acciones tienen sobre el entorno y el medio ambiente para alcanzar esos máximos. De tal manera que la empatía se convierte en un valor humano imprescindible que libera y que alcanza unos niveles de convivencia ideales en el marco de un Estado de Derecho moderno y nos puede brindar estados incluso superiores a los que las normas positivizadas nos darían.

Y esta reflexión sobre la empatía estriba sobre la pavorosa falta de ella durante la corrida. La falta de empatía de los espectadores respecto al ser vivo que tienen ante sí, un ser que siente (porque tiene un sistema nervioso central como el nuestro), que es torturado, que sufre, que es sometido a los dolores más insoportables y a una muerte oprobiosa. Dicho esto, ¿están sus aficionados calificados para vivir en las sociedades libres del futuro? ¿Podrán ellos entender que la relación de la civilización humana con la naturaleza tiene que transformarse para la supervivencia de ambas?

Ahora, dicen sus defensores que el disfrute de la tauromaquia se da sobre la lidia del toro y no sobre su muerte, mas basta ver fotografías de los asistentes donde esa falta de empatía se manifiesta y se ven sus rostros se llenos de regocijo con cada banderilla clavada en las carnes del animal, cuando la pica penetra su piel, cuando la espada atraviesa su tórax y destaza sus órganos. Fernando Savater describe como “crudo” el ritual de la tauromaquia. Las reacciones y los actos que allí se comenten hace tiempos superaron la crudeza y alcanzaron el sadismo. La tauromaquia es el goce de la muerte, es necrofilia por antonomasia.

Con cada “ole” seguimos perdiendo un poco de nuestra propia humanidad. El hedonismo del sufrimiento es una conducta que el ethos de la modernidad nos exige proscribir.

Pablo Andrés Loaiza

Medellín. Generador de opinión, estudiante de Ciencias Políticas. Demócrata, positivista, agnóstico.

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