Vergonzoso, bochornoso, así fue calificado en los medios el remedo de debate contra la corrupción, protagonizado por la autoproclamada adalid de la transparencia, la dignidad y la decencia, Claudia López, en mala hora acompañada por el senador Robledo; un montaje al que le añado tres lamentables atributos.
Los defensores de la trasparencia plantearon un debate que no fue transparente, sino una encerrona política malintencionada contra sus enemigos: Cambio Radical, Germán Vargas, el fiscal Martínez y el Centro Democrático.
Los defensores de la dignidad cayeron en la indignidad de utilizar la más dolorosa enfermedad de nuestra sociedad para sus fines electorales. No querían destapar nada; querían eliminar contrincantes. Las víctimas de la corrupción –todos los colombianos– quedamos sorprendidos y burlados.
Los defensores de la decencia cayeron en la vocinglería, el insulto, la procacidad, las verdades a medias y la abierta mentira.
Lo lamento de veras por Jorge Robledo, de quien me encuentro ubicado en la antípoda ideológica, pero con quien hemos hallado puntos de encuentro. Es un político serio, pero se le fueron las luces, no solo en su estrategia de avanzar pisoteando hacia su aspiración presidencial, sino en su compañía, una parlamentaria que confunde la combatividad con la diatriba y el insulto; el debate de ideas con el tropel callejero.
Para Claudia López fue un episodio más de su “política espectáculo”, en su intención de llegar a la Presidencia, entre gritos, acusaciones espurias y pocos argumentos. Primero fue la firmatón para un referendo populista, pues nadie podría estar en contra de luchar contra la corrupción, y el último ensayo para la guachafita que armó en el Senado lo hizo en el debate de la JEP, cuando se despachó con la misma petulante grosería contra el Fiscal Martínez.
Montesquieu se revuelve en su tumba, ante la farsa en que convertimos su concepción de tres poderes soberanos que conforman la democracia. Un Ejecutivo elegido por el pueblo, del cual es subalterno, pero que desoye la voluntad de su jefe en las urnas y, de paso, utiliza el presupuesto –mermelada– para comprar y envilecer al Poder Legislativo; en tanto que el otrora ejemplar Poder Judicial, convierte la justicia en vulgar moneda de cambio.
Y como si poco fuera, en el Congreso, con honrosas excepciones, la voz del pueblo a través de sus representantes está siendo remplazada por la gritería hueca de quienes piensan que la grosería y la altisonancia pueden reemplazar a las ideas y los argumentos.
Cómo extrañamos a Laureano, a su hijo Álvaro, a Alberto Lleras, al icónico Gaitán; mordaces e hirientes si era menester, pero sin abandonar la compostura; magistrales en su oratoria y, sobre todo, en su argumentación ideológica. Cómo extrañamos la dignidad refundida del Congreso de la República.