Es el grave, el irresoluble problema de la belleza en tiempos sórdidos, de horrorosa fealdad. Quisiera desearles bienaventuranza a los que entre denunciar la ignominia o alzarse contra la injusticia prefieren seguir cantándole a la belleza. Sobre todo si lo hacen sin comprometerse moral, material y afectivamente con el horror que nos oprime. Si no lo fuera, qué triste papel juegan quienes consideran que un artista o sus promotores están más allá del bien y del mal. ¡Si fuera cierto!
«Que otros hablen de su vergüenza.
Yo hablo de la mía».
Bertolt Brecht, Alemania
A pesar de los pesares sacamos la cabeza del pantano y nos asombra la belleza: un autorretrato de Goya, las variaciones Goldberg, la Piedad, mi bóxer Canela, el Ávila, cualquier Ver Meer, un tango de Homero Manzi y Cátulo Castillo, Aníbal Troilo, Leonardo Padura, Violeta Parra, un deslumbrante óleo de Reverón, Bill Evans, Kieth Jarret. La lista podría ser interminable. No ceso de releer a Joseph Conrad, a Borges, de jugar con mis nietos, de pasear al Guapo y subirle la comida a la Gaby. De amar a mi esposa y agradecerle a Dios, si es que existe, por esta maravillosa y breve – ¡tan breve y lo sabemos tan tarde! – aventura que nos ha concedido.
Pero una amarga desazón me lleva a sentirme identificado con el Brecht del desasosiego, aquel que tenía perfecta consciencia del daño moral y físico que nos hacemos a nosotros mismos, cuando la vida y los principios nos obligan a confrontarnos con el horror del mal. Con Theodor Adorno, el gran pensador y esteta alemán cuando dio por extinguida a la poesía luego de la barbarie de Auschwitz. En uno de sus más estremecedores poemas, no por azar llamado ALEMANIA y escrito en 1933, el año fatídico de la historia entera de ese maravilloso país que junto a Venezuela y Chile constituyen la médula espiritual de mi existencia, confesaba la vergüenza que le causaba el país de sus sueños. En ese mismo año del espanto escribió una suerte de legado estremecedor, que tituló A LOS QUE VENDRÁN, que se resume en un solo reclamo: indulgencia. Indulgencia por haber debido sufrir el nazismo, por no haber sabido enfrentarlo, por haberse dejado atropellar por el espanto en tiempos «en los que una conversación sobre flores es casi un delito porque implica guardar silencio sobre tanta iniquidad!». ¡Y cómo lucen y relucen en Venezuela los que guardan silencio sobre tanta iniquidad!
Comprendo el reproche de quienes nos reclaman por habernos dejado arrebatar por la indignación ante el régimen de iniquidades que, casi pasiva y apáticamente, toleramos. Y no darle rienda suelta a la expresión de la belleza, de la ternura, de la tolerancia y del amor que debieran ser nuestras principales preocupaciones. Sabemos el precio que pagamos al preferir la protesta, la indignación y el reclamo a la cortesana y delicada reproducción de la belleza de épocas pasadas. Pues como bien dijera en ese mismo poema el mismo Brecht: «también el odio contra la bajeza desfigura el semblante. También la ira contra la injusticia enronquece la voz. Ay, nosotros, los que quisimos prepara el terreno para la amistad no pudimos ser amistosos.»
Es el grave, el irresoluble problema de la belleza en tiempos sórdidos, de horrorosa fealdad. Quisiera desearles bienaventuranza a los que entre denunciar la ignominia o alzarse contra la injusticia prefieren seguir cantándole a la belleza. Sobre todo si lo hacen sin comprometerse moral, material y afectivamente con el horror que nos oprime. Si no lo fuera, qué triste papel juegan quienes consideran que un artista o sus promotores están más allá del bien y del mal. ¡Si fuera cierto!
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