En esencia, la propuesta de reivindicar los derechos de los trabajadores es benévola. Es un acto de coherencia entre las promesas de campaña y la agenda del gobierno. La libertad de mercado, contrapunto del Estado social nuestro donde la inequidad es estructural, exige revertir concesiones que aligeraron las cargas prestacionales del empleador, con la motivación exacerbada de sentir un buen aliento en la generación de empleo. Un empleo sin contrato de trabajo porque la tercerización y la provisionalidad pululan. Sin contrato de trabajo, las condiciones de quien ofrece la prestación del servicio son muy frágiles. Las relaciones laborales con el régimen normativo, que pretenden corregirse, aseguran la supervivencia del hoy, pero desarropan la seguridad social del mañana. Ello compromete la esfera básica de dignidad porque condiciona el ingreso económico a fuerza de trabajo. ¿Quién proveerá las condiciones básicas en la vejez? El cortoplacismo del modelo económico liberal existente en materia laboral merece una revisión. Exige incluir en la mesa a los jóvenes, a los pobladores de zonas rurales y a personas con discapacidad. Hacia esos escenarios apunta la bondad de la propuesta, que solo se logra a medias. El Senado, de exitosa mayoría opositora, se pavonea de defender al empresario y al empleador. Hace alarde de su capacidad saboteadora a los proyectos del Gobierno, en un sentido visceral. Acorralar a Petro le es más importante que analizar la viabilidad o la racionalidad de sus propuestas. Petro tiene una agenda popular, pero no tiene margen de maniobra. La oposición, le ha asfixiado su agenda. Su triunfo es el fracaso de un segmento de la población (cada vez más amplio) a quien no se le va a asegurar la realización de sus derechos. Su triunfo es la conservación de las condiciones más extremas de vulnerabilidad social. Hay que ser muy caradura para celebrar como logro político un saboteo por el saboteo mismo.
¿Cómo puede un Gobierno instaurar un proyecto político? La respuesta solo puede ser una: por medio del cauce institucional. Esta exigencia es una de las mayores conquistas de la racionalidad política moderna: ninguna voluntad es norma en sí misma sin que haya surtido el trámite correspondiente en manos del órgano competente. El origen de las normas, sobre las que subyace una buena intención o una agenda política, exige el respeto irrestricto por las formalidades que el orden jurídico prevé y provee.
En Colombia, el marco jurídico-político institucional ordena que la voluntad política del Ejecutivo sea refrendada por el Congreso. El Congreso es su pulso, es su filtro, es su interlocutor. El Congreso es aliado u obstáculo. Ese juego tenso y necesario es el sino de la institucionalidad donde hay separación de poderes y donde se procura recordarle al presidente las consecuencias fácticas, políticas y jurídicas del tránsito de una Monarquía despótica a una República. Pesos y contrapesos que trazaron en su teoría política Polibio, Locke, Montesquieu.
El ejecutivo ha tropezado tres veces en el seno parlamentario. (i) El proyecto de ley de reforma laboral (versión 1.0) que se hundió en el tránsito legislativo; (ii) la consulta popular que no satisfizo el requisito constitucional de obtener “concepto favorable del Senado” y, (iii) suspensión del decretazo, previo a su declaratoria de nulidad en el Consejo de Estado. En el tamaño infinito de la soberbia presidencial tres golpes sobre un mismo punto ha generado tumbos impresentables. No basta solo con la firma de los Ministros, se exige aval del Senado. Es un requisito insubsanable en el trámite de la Consulta (Así lo declara el artículo 104 Superior). La excepción de inaplicación por inconstitucionalidad para motivar el decretazo es un esfuerzo desafortunado. No se puede excepcionar por inconstitucional una orden constitucional. Es una negación en sí misma. Pensarlo de esa manera sería reencauchar, en el escenario de excepción, una reforma constitucional. No se puede alegar el contrapeso que hace el Congreso, en ejercicio de sus funciones constitucionales, como un acto inconstitucional, solo porque es contrario a la voluntad del Gobierno.
Es un argumento muy peligroso, que mina la democracia, porque anula intencionalmente la posibilidad de disenso y oposición. Si el Congreso no accede a mis pretensiones, entonces exceptúo la constitucionalidad de lo actuado para exigir su revocatoria. Y falta el mayor aviso de desvergüenza: semejar lo actuado en el contexto de que el presidente funge como guardián de la Carta. Una alusión así solo tuvo lugar en la cabeza de un jurista servil llamado Carl Schmitt para revestir de actor constitucional al Führer, en el prólogo de ese disparatado modelo de una sociedad hecha a la medida de una raza pura que llevó a la humanidad a su mayor catástrofe.
¿Qué sigue ahora? Otro tumbo llamado constituyente. Es un tumbo por dos razones. La primera versa en la forma, no se convoca a Asamblea por vía de Decreto. Los decretos tienen un límite jurídico que los funcionarios de Palacio parecen incapaces de advertir. Pareciera ser que decir mentiras aumenta el salario. El decrepetro-constituyente no existe. El orden jurídico es claro, una convocatoria a Asamblea se hace a través de una ley, que tramita el Congreso y valora la Corte Constitucional antes de ir a las urnas. La segunda versa en la pertinencia, la Constitución no merece ser sustituida, merece ser aplicada. Ser llevada a la realidad con respecto a la defensa de la dignidad, la prolongación del Estado constitucional de derecho, la versatilidad de la acción de tutela, el liderazgo de la Corte Constitucional y la separación de poderes. ¿Hay cosas por corregirle a la Carta? Absolutamente sí. Debe discutirse la necesidad de las entidades territoriales departamentales; la segunda vuelta presidencial y la elección de los altos funcionarios del Estado. Pero ninguno de esos temas será relevante para la agenda de la Asamblea, porque ha quedado claro que en el escenario político (i) la salvaguarda del interés personal prima sobre cualquier posibilidad de que se facilite una vida digna para todos; (ii) el lenguaje de odio tiene los mayores réditos electorales y, (iii) hay un tufillo tan latinoamericano de rendirse a la seducción de la reelección presidencial, que una ocasión de este tamaño no será desaprovechada. Tanta vuelta para llegar siempre al mismo punto de esta manera tan criolla y carente de ideas por estar asentada sobre la personalidad y el rostro del caudillo de turno.
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