Venta de ilusiones y mangos robados

Después de no sé cuántos años volví a leer la “autoficción” (término de moda) del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro “Solo para fumadores”, a la cual no me referiré en sentido crítico y demás consideraciones literarias. En algunos pasajes, el autor recuerda sus días de París, a veces sin tener con qué comprar cigarrillos, desmedrado, sin saber qué hacer ante la desesperación infinita de unas ganas de fumar insatisfechas. Y entonces, en un momento de lucidez, se le ocurrió meterse a reciclador de periódicos; después a conserje de un hotelucho, cargador de estación ferroviaria, repartidor de volantes, pegador de afiches (como el del filme Ladrones de bicicletas) y cocinero de ocasión, y todo con el propósito de no mendigar cigarrillos sino de tener con qué comprarlos.

Tal vez de todos estos oficios de rebusque el único que tenía conexión con tener que vender algo era el de recolector de periódicos viejos. Tenía que ir a un acopio y “kiliarlos”. Y en ese punto de la lectura me hice una serie de reflexiones al vuelo, una de las cuales tuvo que ver con que hay gente que nace negada para ciertas actividades y desempeños.

Es posible que se nazca con ciertas condiciones y aptitudes para ser algo, las cuales, con práctica y disciplina, se pueden acabar de desarrollar. Pero hay cosas para las que no se tiene talento ni ganas ni nada. Y ahí memoré tiempos de infancia y de la primera adolescencia (¿hay una segunda?), cuando ya amasaba la idea de que trabajar cansa, a lo poeta italiano, y pocas satisfacciones deja, en particular cuando se trata de laburos como los que yo veía, tal si fueran escenas de un espectáculo (bien lo decía Barba, el de las “leves briznas al viento y al azar”: el trabajo es un espectáculo) de albañiles, unos con tarros de manteca (pero sin manteca, sino con mezcla) y otros con palas y palustres, en un convite tenaz de erigir una casa y “vaciar una plancha”.

Supe en esos momentos, cuando todo era vida muelle, calle y esquina, fútbol y un poco de ir a estudiar, que no estaba hecho para esas rudezas, como, por ejemplo, las de cargar mercados en la plaza de Bello o las de abrir brechas en las calles para fines de alcantarillados y otras cosas de pico, barra y pala. Maravillosos los que nos concedían esa vista de sudores y esfuerzos, con las que—no digan que no les pasó, carajo— también uno se solidarizaba con alguna muestra de gotitas en la frente y unas miradas de apoyo y ánimo.

Solo para fumadores, un cuento de Julio Ramón Ribeyro
Julio Ramón Ribeyro

Y digo que en la lectura del estupendo cuentista peruano estaba cuando me hizo remembrar días de aventuras casi de folletín en fincas bellanitas, por los lados de Potrerito, una vereda con muchas propiedades sembradas de frutales, y también de otra, de mayores riesgos, como era la finca Salento, donde un mayordomo feróstico, llamado Lázaro, era capaz de perseguir muchachos, escopeta en mano y con una jauría de perros de presa que nos hacían correr cien metros en menos de diez segundos, nos ponía en fuga. Lástima que no nos vio ningún entrenador de atletismo. Hasta medallistas olímpicos hubiéramos sido.

Cuántas veces logramos, en aquellos asaltos de película, llenar costales de naranjas y mangos y ciruelas. Las mismas que vendíamos en el barrio para conseguirnos toda una semana de entradas a cine. Solo una vez, que recuerde, fracasamos en la rapacería montaraz. Y fue cuando en una de esas fincas en loma nos apoderamos de muchos mangos y, cuando nos disponíamos a cargarlos a la espalda para tomar las de Villadiego, apareció un jinete, escopetudo y sombrerón, que, con sonrisa de satisfacción regada en cara y cuerpo, nos decía: “Gracias, muchachos, me ahorraron la cogida”. Montó los costales pletóricos de fruta verdosa y pintona, también había madura, y con cierta actitud de lástima nos dijo que escogiéramos tres o cuatro manguitos a modo de pago por la labor realizada.

Decía que hay gente que nace con cualidades para determinados oficios. Por ejemplo, jamás he podido ser un vendedor, al menos exitoso. Solo en aquella etapa de niñeces plácidas pude hacerlo con las jugosísimas naranjas robadas. Más tarde, cuando ya estábamos “piernipeludos”, un tío, que era un fotógrafo social y un lector de novelas y textos filosóficos, nos propuso un negocio: “Vayan y ofrecen mis servicios de fotos a domicilio y ahí partimos ganancias”.

Nos dio a dos de mis hermanos y a mí una muestra de sus mejores fotografías de primeras comuniones, quinceañeras, matrimonios, para la labor de convencimiento de clientes potenciales. Y salimos un mediodía por calles de sectores de Belén, Laureles y no sé cuáles otros barrios en el ofrecimiento. Se reían de nosotros y, a veces, nos miraban con pesar y desprecio. Fracaso absoluto.

En otra ocasión, cuando todavía estaba en boga la deforestación navideña de arbolitos para cubrirlos de bolas de colores, algodón, cadenetas, falsa nieve y guirnaldas, salimos en una excursión urbana a probar suerte. Los voceábamos por las calles y nada. Por las ventanas y a veces por las puertas se asomaban a preguntar a cómo eran, pero no más. Se entraban con gestos de indiferencia o burla.

Mejor dicho, “no vendemos un tamal en un derrumbe” era nuestro lema trágico, fatídico y de absoluta incapacidad para aquellos negocios. Jamás vendí nada de nada en la escuela ni en los colegios donde estudié. Ni cantarillas ni “cofio” (maíz tostado molido con azúcar o panela raspada) ni “minisigüí” (azúcar con colorantes y sal de frutas). De otra forma, hubiera sido hasta un fracasado “jíbaro” o “dealer” (como con esnobismo también le dicen por estas breñas y andurriales a los vendedores de marihuana y otras sustancias).

Nací negado para vender rifas y otras boletas, bonos de caridad, empanadas, tiquetes para un viaje a la luna, enciclopedias, joyas de fantasía y tantas cosas más. Ni siquiera para venderle el alma al diablo, que las leyendas fáusticas son para la diversión, creación y recreación literarias, y si no que lo digan tipos como Carrasquilla, Goethe y Marlowe, por ejemplo. Ah, lo único que alguna vez vendí, y muy barato, por cierto, fueron mis servicios de lector de las cenizas de cigarrillo a muchachas de la universidad, oficio fugaz y divertido, aprendido —heredado— de una tía. Y del cual me acordé de paso por la lectura del humoso (y maravilloso) texto de don Julio Ramón.

(Escrito en Medellín el 5 de agosto de 2021)

 

Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello.

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