“Has recorrido un largo camino, muchacha” decían los avisos publicitarios de la marca Virginia Slims en los años 70. Avisos que mostraban cómo las mujeres se estaban abriendo paso y logrando adueñarse de sus destinos. Mujeres que les gustaba ser mujeres, pero que también querían romper con muchos de los límites retrógrados que hasta ese momento la historia les había impuesto. Ahora al parecer, algunas de ellas están más enfocadas en odiar a los varones que en luchar por preservar su individualidad.
Cuando de chica veía estos avisos, me gustaba lo que proyectaban: mujeres femeninas y valientes al mismo tiempo, dueñas de esa cuota necesaria de rebeldía como para lograr una meta ambiciosa. Si bien leí la novela La Rebelión de Atlas recién en los 80, hubiera podido fácilmente asociar ese ideal femenino con un personaje como Dagny Taggart y con una frase que su autora, Ayn Rand, escribió: “La pregunta no es quién me lo permitirá, sino quién me detendrá”.
El mayor logro del feminismo fue, sin dudas, el reconocimiento político de los derechos individuales de la mujer, que marcó la igualdad de ambos sexos ante la ley. Miremos alrededor por un instante y veamos la cantidad de mujeres que actualmente hacen de su vida lo que desean, que son independientes, que han cumplido sus sueños. La gran meta de aquellas mujeres rebeldes fue cumplida, al menos en una parte del mundo.
Quizás ese fue el motivo por el cual –como a un barco que ya llegó a puerto–, el movimiento fue abandonado por quienes originalmente le habían dado su rumbo.
James M. Buchanan, premio Nobel de Economía, escribió acerca del liberalismo:
“[…] una visión, un ideal, es necesario. La gente necesita algo que anhelar y por lo cual luchar. Si el ideal liberal no está allí, habrá un vacío y otras ideas lo suplantarán.”
Si bien Buchanan no se refería al feminismo, esta idea aplica perfectamente a lo que creo que finalmente le ocurrió al movimiento. Cuando el feminismo liberal de los derechos individuales logró en parte su meta, fue rápidamente suplantado por el feminismo marxista de los privilegios grupales, liderado por mujeres con una filosofía y psicología muy distintas a aquellas pioneras de la igualdad política.
Generalizar es injusto, pero también es normal terminar relacionando las causas con aquellos miembros que se hacen notar más. En la actualidad, y en especial en fechas importantes como hoy 8 de marzo, las representantes del feminismo más ruidosas son, lamentablemente, mujeres que se hacen notar gritando a favor de las mujeres pero que parecen odiar serlo, mujeres que protestan contra los varones pero que se esfuerzan en asemejarse a ellos, mujeres que cuanto más intentan demostrar su fortaleza más parecen degradarse.
Lo que es peor aún, estas nuevas feministas no tienen un sueño en común que alcanzar, sino solo enemigos que vencer. Pero he ahí otro problema: tampoco tienen claro quién o cuál es el enemigo. Hoy es uno, mañana es otro y pasado mañana quién sabe. El posmodernismo les ha invadido la cabeza y, por lo tanto, no operan de acuerdo a ninguna verdad objetiva sino de acuerdo a lo que es “la verdad para mí”, es decir, al capricho del momento que puede, incluso, ser opuesto al capricho de ayer. No existe ningún principio sólido que las una ni las guíe.
El filósofo canadiense Stephen Hicks, autor de Explicando el Posmodernismo: la crisis del socialismo, nos comenta sobre este tema:
“En algunas culturas y en algunas naciones, los derechos de los varones y de las mujeres se respetan de manera desigual, a veces significativamente diferente. En ese contexto más restringido, como una etiqueta social o política activista, el feminismo es apropiado como un rótulo que indica que se está defendiendo una posición de principios con respecto a los valores fundamentales que involucran a las mujeres. Históricamente, así es como las activistas de la «primera ola» por los derechos de las mujeres lo usaron para argumentar que los derechos humanos generales deben ser respetados también en las mujeres.
Con el tiempo, sin embargo, la creencia en los derechos humanos generales fue abandonada por muchos y las cuestiones de las mujeres fueron enmarcadas por otras filosofías. Entonces vimos el surgimiento de varios «feminismos adjetivos» como los llamo. Por ejemplo, el feminismo marxista, el feminismo ambiental, el feminismo latino, el feminismo lésbico, entre otros. En ese punto, las discusiones se hicieron sobre el contenido de los adjetivos, y la parte del «feminismo» se volvió más vacía de contenido y cada vez más inútil.”
Y aquí la pregunta que nos hacemos muchos: ¿Vale la pena luchar por recuperar un término que representó un ideal inspirador pero que ahora ha perdido su alma? ¿Vale la pena retomarlo y volver a definir su significado?
Hay quienes creen que sí, porque la meta original aún no ha sido cumplida y consideran que mientras haya una mujer en el mundo que sea apedreada, mutilada o agredida por el simple hecho de ser mujer, el feminismo tiene todavía una tarea que cumplir.
Creo, por supuesto, que queda esta batalla por librar y que debemos apoyar a valientes como Ayaan Hirsi Ali y otras tantas mujeres –y varones también– que levantan su voz para denunciar las injusticias que aún ocurren en nuestro planeta, sobre todo en el mundo islámico. Pero pienso que el feminismo, como término, ya no tiene mucho para aportar.
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