Sin duda alguna, para todos nosotros estos dos últimos años han sido difíciles. La pandemia del Covid-19 nos ha dejado heridas profundas. La más grande de ellas son los cuatro millones y medio de muertes a nivel mundial, las cuales trascienden la frialdad de las estadísticas y se encarnan en el dolor de familias y comunidades que sufren la ausencia de sus seres queridos, vidas irremplazables que les fueron arrebatadas por el azar de las circunstancias y los tiene sumidos en un duelo aún no resuelto.
De formas indeseadas este virus nos puso frente a nuestra vulnerabilidad y nos mostró lo ilusorio de las seguridades a las que nos aferrábamos todos los días, sobre las cuales habíamos construido nuestra realidad. No somos indestructibles, tampoco autosuficientes y mucho menos tenemos todo bajo control; por el contrario, somos seres finitos, frágiles e interdependientes que ante el menor cambio en nuestro entorno vemos en peligro nuestra vida y la de toda la especie, una antesala dramática para las consecuencias del cambio climático que ya empezamos a experimentar. Por otra parte, se hicieron evidentes las enormes desigualdades en nuestra sociedad, que se ensancharon durante el tiempo de cuarentenas obligatorias y nos deja un contexto de precariedad con cifras dramáticas de pobreza, hambre, desescolarización y desempleo.
Es innegable, sin embargo, que esta situación nos ha obligado a buscar soluciones rápidas y efectivas para palear, dentro de nuestras posibilidades, los sufrimientos de los demás. Las universidades, centros de investigación, laboratorios y farmacéuticas lograron unir esfuerzos y convocar a las mentes más brillantes de la ciencia para que con su conocimiento elaboraran una serie de vacunas altamente efectivas contra la infección del SARS-Cov-2, pasando exitosamente todas las fases de análisis preclínicas y clínicas en menos de un año. Este desarrollo contrarreloj no es fortuito ni hace parte de una conspiración internacional para instaurar el caos, sino que es la prueba de que los avances de la ciencia y la técnica pueden ponerse al servicio del bienestar común sin ningún tipo de barrera económica, cultural o social.
En Colombia, a pesar de las demoras en las negociaciones con las farmacéuticas para adquirir los biológicos y del inicio tardío del plan nacional de vacunación, se han aplicado a la fecha más de treinta y cinco millones de vacunas, de las cuales cerca de catorce millones y medio corresponden a segundas dosis, y se habilitó desde el fin de semana pasado la inmunización de todas las personas mayores de 12 años. Por fortuna esto nos ha llevado a presencia una baja en las tasas de contagio, hospitalización y muerte por Covid-19 en nuestro país. Hoy se registraron 68 fallecimientos, una cifra que durante meses anteriores estuvo por encima de los quinientos. Esto demuestra que las vacunas son altamente efectivas para prevenir el contagio y en caso de infección evita la enfermedad grave y la muerte.
No obstante, hay un grupo poblacional que acapara la atención de los expertos y son los no vacunados. Según cifras del Ministerio de Salud solo un poco más de la mitad de las personas entre los 39 y 79 años han completado su esquema de vacunación, lo que nos deja con cerca de cuatro millones de adultos y adultos mayores sin vacunas o con tan solo la primera dosis. Esto es preocupante porque hacen parte de la población con mayor riesgo de sufrir enfermedad grave, hospitalización y complicaciones que acarreen un desenlace fatal. Según el Departamento Administrativo de Presidencia cerca del 90% de los ingresados a la unidad de cuidados intensivos por Covid-19 en Colombia son personas que pudieron haberse vacunado y no lo hicieron. Cifras del mismo departamento indican que las muertes por el virus se concentran en personas entre los 60 y 70 años que no se inmunizaron. Lastimosamente, este no es solo un fenómeno nacional, en los Estados Unidos el Departamento de Salud aseguró que el 100% de los fallecidos por el virus en su territorio corresponden a personas que no quisieron vacunarse.
Ya sea por temor a los efectos secundarios de las vacunas, que son mínimos, o a la desinformación difundida por grupos antivacunas, que en su mayoría es acientífica e injustificada, muchos se niegan a vacunarse. Este es el principal y más grave desafío que afrontamos hoy, pues se intenta desvirtuar la mejor estrategia que tenemos a nuestro alcance para frenar la pandemia, impedir que el virus continúe replicándose, es decir, creando mutaciones y variantes resistentes a los tratamientos ya desarrollados. Estamos ante un panorama poco alentador, ya que se posibilita un pico de contagios de personas no vacunadas que, unido a los aplazamientos para la aplicación de segundas dosis y el acaparamiento de vacunas por parte de países desarrollados, nos deja lejos de la esperada inmunidad de rebaño, al menos en el futuro cercano.
Vacunarse no es simplemente una decisión personal, una acción egoísta con la que se busca únicamente la autoprotección, sino que también es un acto solidario con los demás miembros de mi entorno cercano y mi comunidad, el cual, más que un carácter de obligatoriedad requiere de una pedagogía que nos sensibilice y nos permita comprender la vacunación como una acción integral donde la protección y el bienestar individual se traduce en protección y bienestar colectivo. En ultimas, la vacuna es una inyección de esperanza que nos permite reafirmar nuestro compromiso con la vida para continuarla preservando, amando y celebrando.
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