«La paradoja tiene la ventaja de hacernos recordar una verdad olvidada».
- K. Chesterton, El hombre que fue Jueves.
En un ensayo de 1906 titulado El Espejo, Chesterton indica que la tarea del hombre: “En cuanto es función secundaria, aunque divina– consiste en volver a hacer el mundo, y ése es el significado de todos los retratos y todos los edificios públicos. Todavía más, tiene que hacer un mundo, como si fuera un dios”[1]. En aquellos gigantes de concreto, el hombre –dios último de su propia mitología– se proyecta, cual teoría freudiana. Queda de esto preguntarse si en tales construcciones la proyección realizada también se debe a los móviles freudianos y si sobre tales construcciones puedan generarse alguna clase de complejo. Pero bueno, dejemos este nuevo interesante campo del saber inaugurado para los psicoanalistas, yo por mi parte, me considero no apto para pensar tan complicadas materias.
Es de notar ahora que hacer ciudad, es así mismo, hacer literatura. O sucede que, inversamente, por primera vez, la literatura se hace ingeniería. Ningún arquitecto o ingeniero civil, si no quiere ser desestimado por su gremio, se atrevería a decir que su profesión tiene como único propósito más que el de construir ciudades para cuentos de hadas, porque, intuyen los agremiados que sus auténticas creaciones son de alta importancia para la civilización. Pero no importa su postura consciente –o eso entiendo de lo enseñado por Freud–, pues la tarea sublime –y por ello inconsciente al hombre– reservada a estos profesionales será siempre la de proveer edificios para la literatura. Quizá este sea el secreto mediante el cual el inconsciente de estas personas sólo puede ser develado mediante el hecho de que estos no han superado la fase infantil consistente en leer y disfrutar de los cuentos de hadas. Fase que, por supuesto, yo tampoco he superado.
Que quede claro ya: este no es un texto de mis traumas psicoanalíticos, aunque de nuevo, como es natural, vaya a seguir hablando de proyecciones.
Desconozco si existe una tradición férrea del pensamiento dentro de la arquitectura, la estética, la filosofía o la antropología que estudie la relación entre el hombre proyectado en un bloque de concreto. Aunque intuyo que ciertamente debe existir…yo sólo cuento a la mano con unas cuantas citas chestertorianas y con un librito maravilloso: Carne y piedra de Richard Sennet. Recomendado por una persona en la que su talento filosófico sólo puede ser superado por su ternura.
En la introducción de este, Sennet decía: “He intentado comprender cómo estos problemas relacionados con el cuerpo han ‘encontrado expresión en la arquitectura, en la planificación urbana y en la práctica de la misma”. Es decir, una relación entre la corporalidad y la ciudad. Pienso que no sólo se trata de cómo el cuerpo se encuentra situado en una ciudad, sino, especialmente, cómo se expresaba esa relación de la carne –palabra harto utilizado por los filósofos franceses– en la piedra, esto es, la relación del cuerpo en los edificios.
A Sennet le preocupaba la esterilidad sensorial para el cuerpo que poco a poco se producía con las nuevas ciudades modernas. Esta seria preocupación, estimo, no es más que un problema derivado de una cuestión planteada por Chesterton entre la poesía y la ciudad, esto es, entre el alma y la ciudad. Es decir, la relación del hombre consigo mismo que poetiza la ciudad. Pues “la razón de por qué huimos de la ciudad no es, en realidad, que ella no sea poética: es que su poesía es demasiado fiera, demasiado fascinante y demasiado práctica en sus exigencias”. De manera que si logramos poetizar a la ‘fiera’ ciudad, podremos también sensorializar –si se me permite ese neologismo– nuestros cuerpos en las modernas arquitecturas citadinas. Y es que Sennet no percibió una relación existente, más primaria y previa, a la del cuerpo y su exterior. Tal relación anterior es la que permite la mismísima poesía: el espíritu y el exterior en un eterno diálogo. El cuerpo es condición de posibilidad del percibir, aquella condición para el sentido de las meras impresiones. Creo que el problema de Sennet es un serio problema para el más digno de los antropólogos, pero subordinado a la solución del último a manos del filósofo. Aunque, como es bien sabido por los filósofos, los problemas últimos y radicales nunca son de interés para la ciencia, de ahí que no haya científico naturalmente profundo. Así, entiendo, fue el origen de este nuevo engendro científico que yo llamaría la ciencia de la arquitectura antropológica o, inversamente, una antropología arquitectónica, o como usted prefiera.
Acá reporto una irrefutable demostración de la existencia de esta nueva ciencia natural, aunque por desgracia no sea estudiada científicamente, y es que; Émile Nouguier, Stephen Sauvestre y Maurice Koechlin, diseñadores de la tour Eiffel, viendo la magnánima nariz del rey Carlos VII, El Victorioso[2], se vieron impelidos por el extraño ímpetu de llevar esta parte del cuerpo, a una estructura arquitectónica. Quizá si Richard Sennet, que vivió para conocer la torre Eiffel, hubiera afinado su mirada, así mismo, hubiera escrito, ciertamente, un libro distinto. Pues ¿qué puede ser más sensitivo que un olfato de 300 metros de altura?.
El real y difícil trabajo para los diseñadores consistía en tres simples, aunque complejas cosas: la primera, por un lado, era agregar la parte faltante para hacer de una nariz, una torre. Pues por definición, una nariz no es nada más que una pirámide o una torre, concava o convexa, partida por la mitad. La segunda complicación, era que tal agregado conservara la perfecta simetría de la bondadosa nariz de nuestro rey; y, por úlimo, para cuya solución era parte esencial el ingeniero, consistía en cómo hacer una nariz pero con andamios. Al percatarme de esto, en verdad les aseguro con una certeza que nunca antes había invadido mi intelecto, que –a mi parecer– la torre Eiffel es el monumento más gigantesco a la nariz. De modo que, quien siendo heredero de aquel rasgo de Carlos VII, podrá sentirse a su vez, alabado y loado por aquella impresionante construcción. Es por esta razón que los hombres se sientan naturalmente inclinados a ver en la torre Eiffel una de las obra estéticas y arquitectónico–antropológicas, más importante de la historia de la humanidad y de la historia de las artes.
Sin embargo, más triste y breve, y por ello más profunda, es la historia de la torre de Pisa. Pues siendo la inclinación de tal torre algo no buscado por sus ingenieros y arquitectos sino el mero azar del destino simplemente acaecido, la naturaleza demostró por mucho ser el mejor artista, el mejor psicoanalista, el mejor filósofo de filosofía moral y, cómo no, el mejor metafísico. Pues esta comprendió aquella relación entre el espíritu y su exterioridad. Pues le bastó con una breve desviación para explicar toda la metafísica del hombre moderno, esto es, para hacer un fiel retrato del hombre de hoy.
[1] Chesterton, G. K. (2010) El espejo. En: Los libros y la locura y otros ensayos. Madrid: El Buey Mudo
[2] La imagen es tomada de: Eco, H. (2013) Historia de la fealdad. Barcelona: Random House Mondadori, S.A.