Una mañana en el bunker

Oigo sus pasos acercándose y me tapo los oídos. Entra en mi porción de universo, sin tocar, hablando pasito, con voz dubitativa y temblorosa, como si ya no me hubiera despertado con su odiosa intención.
Entreabro los ojos que se resisten a abrirse mientras me niego a aceptar sus palabras, las vuelvo ininteligibles adrede.
Ya he entendido bien lo que está tratando de decirme, incluso desde sueños.
«Van a entrar, Perdón», “ ¿Prendo la ventilación?” dice, como si pudiera prever el calor que está por venir. «¡NO!», respondo, pero no me refiero a la ventilación si no al rechazo que siento hacia ella, La Teniente, siempre tan irritante incluso cuando el día está por comenzar.
Un silencio de muerte enmarca la escena en la que el límite abierto que ya se ha colado en mi porción de universo se cierra tras su salida. Y como si no hubiera pasado nada, como si mi mundo y el mundo de afuera no se estuvieran desmoronando, cierro los ojos.

Abrazo las vendas que me cubren la herida del mundo y pienso en Él, abarco su cuerpo ausente que no puede consolarme. Mi camarada, no está.
Doy un par de vueltas más en el lienzo nocturno que me ha sostenido cuando las bombas dejan de sonar. Me pongo de pie a contemplar las pinceladas oníricas que ha trazado mi cuerpo durante el cese al fuego.
«Voy a estar bien, Voy a estar bien, Voy a estar bien», me repito al unísono porque no lo tengo claro. «Incluso en la guerra la gente sigue soñando», pienso.

Camino hasta el otro lado del búnker y en el pequeño cuarto de baño suelto aliviada el líquido amarillo cromo que he estado reteniendo. Me sorprende su tono oleoso y recuerdo los girasoles de Van Gogh, debo estar deshidratada. Humedezco mis ojos en el lavabo, quito los residuos de pintura que parecen haber decidido mudarse entre mis pestañas y que han dibujado líneas tristes en mis pómulos. Busco en vano alguna grieta de esperanza entre mi rostro y el del reflejo, sin reconocerme mojo en un movimiento resignado el lugar donde deberían estar mis labios.

Me dirijo al cuarto donde se almacena la comida. La teniente y el suboficial están en la sala de estar, armados hasta los dientes, con sus máscaras y sus máscaras antigás. Cada uno en torno a un radio que configura su única conexión con el exterior. Sus miradas clavadas en el vacío y anhelantes de una frecuencia esperanzadora, de una voz al otro lado del auricular que los salve de la monotonía del encierro. Accionan botones en el tablero de operaciones e interceptan un mensaje enemigo.

Tengo un presentimiento que no logro definir, verifico las provisiones y elijo un par de enlatados que se han vuelto rutinarios. Cavilo acerca de aquella masa contenida circularmente, de consistencia irregular que se ha vuelto tan indispensable en mi alimentación. Busco al fondo del escaparate y encuentro un pedazo de pan viejo con una parte aún fresca que los ratones no han alcanzado a roer. Sonrío desde dentro y lo muerdo, tengo la certeza que será el mordisco más feliz de mi día y de mi vida.

Un sonido de explosión que viene de la entrada del búnker me aturde y me hace soltar el pan. Una alarma estruendosa se dispara y el sonido de ametralladora retumba en mis oídos. Partículas de escombro caen sobre mi cabeza, sobre la masa irregular y sobre el pan.
Observo con profunda tristeza el pan polvoriento y abatido que yace inerte en el piso.
Una lágrima me recorre el cuerpo.

La teniente y el suboficial han roto la concentración y han vuelto en sí, han levantado la cabeza en un gesto ensayado, sus ojos nerviosos, ansiosos de lucha ahora se clavan en mí.
«¡HAN ENTRADO!»
No estoy preparada, no tengo mis armas, ni municiones, ni mucho menos esa máscara anti-gas que aborrezco. Me quedo inmóvil por fuera, pero con mi ira móvil dentro. Mis ojos furiosos y mi gesto de desaprobación los acusan: «No protegieron nuestro escondite, revelaron nuestra ubicación, ¡¡¡TRAIDORES!!!, MERECEN MORIR”.

Se justifican y me dicen que me prepare para el ataque. No me muevo, prefiero morir descalza y asfixiada de mundo. Mi único consuelo es el mordisco que he logrado hendirle al pan unos minutos antes. El recuerdo de mi amado camarada y el sabor a harina vencida en la boca, me impulsan a decir quizá mis ultimas palabras: «Que entren que estoy lista y no tengo miedo, igual el desayuno ya está arruinado”.

Segundos después se abre la puerta y veo como unos odiosos uniformes grises con rojo cruzan la estancia…

Han llegado los de UNE y se disponen a ampliar la cobertura del wifi.

 

Nota:

Este texto es el resultado de lo trabajado en el curso “El oficio de reescribirse: taller de creación literaria. Diálogos entre la literatura y el psicoanálisis.” Las inscripciones a este taller están abiertas actualmente. 

Cangreja

profesora de Diseño, estudiante de Psicología, me gusta la poesía y bailo tango.

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  • Solo con esa sensibilidad y esa percepción potenciada desde la creatividad, se puede escribir un texto tan dramáticamente bello.