Una historia de adoctrinamiento

En el 2016 llegué trasladado como profesor a una nueva IE pública de Medellín, que por obvias razones no mencionaré. La rectora decidió recibir para sexto grado, los alumnos repitentes, extra edad y que no encontraron cupo en las instituciones aledañas y, como nuevo entra quedando, yo sería su director. La Institución está ubicada en la comuna 3, famosa por su pasado violento y tener las lomas más pronunciadas.

El salón era un polvorín. Tenía 42 estudiantes. Antes de recibir los muchachos, hicimos reunión con acudientes y una madre se levantó y advirtió: “vea profesor, con mi hijo es a las malas”. Se sentó y no habló más. Juan*, su hijo, se tapaba la cara con una bolsa de plástico imitando a un fantasma.

La primera semana, la profesora de sociales me entregó 68 anotaciones por falta de atención, agresiones, groserías, entre otras que no recuerdo. Algunos tenían hasta 5 diarias y con solo tres se suspendía un día del colegio. El coordinador, invocando la ley de infancia y adolescencia no suspendió a ninguno porque nos habríamos quedado sin estudiantes.

En mi clase, con toda modestia, no se portaban tan mal. O por lo menos, los primeros dos meses.

Una de mis actividades en clase de Lengua Castellana, tal vez la más importante, era leer un libro durante el año y llenar una carpeta con noticias, entrevistas y biografía del autor. Al final, los alumnos debían exponerlo a sus compañeros. Así no leerían un libro, tendrían la referencia de 42. Antes, me tomaba 3 clases, cada una de dos horas, para explicar los autores para que los muchachos eligieran más informados.

En la segunda clase, cuando explicaría a François Mauriac y su libro, El mico, el personero de la Institución me pidió tiempo para hacer una actividad de liderazgo. El Mico, cuenta la historia de un niño retrasado mental, nacido en una familia rica de la Francia post Segunda Guerra Mundial, amado por su padre y odiado por su madre. Lo envían a estudiar con profesores marxistas. El niño avanza, quiere a sus educadores, pero en la discusión familiar, los profesores deciden acabar con el contrato porque “la lucha de clases se vive”. Al final, el niño y su padre se suicidan.  Mientras explicaba el libro y al conservador Mauriac, pensaba, “adoctrinaría” a los estudiantes sobre la lucha de clases y porque el materialismo histórico es una realidad objetiva: esclavos – amos, siervos – señor feudal y proletarios – burguesía. Y nosotros los proletarios, debemos acabar con el régimen de la clase dominante. Estaba ilusionado.

Me salí 10 minutos para desayunar, y cuando volví, el Personero había perdido el control. La estudiante más joven estaba amarrada con cinta al pupitre, dos gandules amedrentaban a un niño y el ruido era insoportable.

–          ¿Qué hizo guevón? – le grité al Personero.

–          Soy el Personero y puedo hacer muchas cosas, tengo poder – les decía a los muchachos.

Absolutamente nadie le prestó atención.

–          ¡Se callan pues y me dejan la maricada! – chillé. Seguí gritando. Organicé los alumnos, las sillas y empezaron a barrer. Eché al Personero, maldije la Rectora y pensé varias veces en renunciar.    Me tomó 40 minutos ordenarlos y calmarme. Filas en su sitio, mirada brava y un regaño con un pequeño movimiento siempre dan resultado.

Escribí en el tablero: François Mauriac 188… y un silencio, demasiado silencio se hizo en el salón.

–          ¿Qué pasó? – pregunté.

En el lado derecho, Carlos*, un niño negro con ojos verdes al que apodaban “el diablo”, gemía como un tigre, movía la cabeza de lado a lado, como en las películas de terror y se retorcía como un mono.

Empezó a saltar por todo el salón mientras aullaba. Se detuvo en una de las niñas y gritó: “muéstreme las tetas”. Más silencio. Todos los alumnos me miraron. Yo, como ellos, no tenía ni idea que hacer. Siguió saltando y Juan*, ya desesperado, lo paró en seco, le pegó un derechazo en la cara y todo se descontroló, otra vez.

En dos horas de clase, no hablé de Mauriac ni de la lucha de clases, no hablé de nada, solo regañé. Después, con que lograran escribir lo que copiaba en el tablero me bastaba. En un país que hundió la educación pública, por lo menos en mi caso, “adoctrinar” es una pendejada, educar casi una ilusión.

Todo mi respaldo para la libertad de cátedra y los profes.

*Nombres cambiados.

Yamid López

Periodista, docente, coordinador de Cedetrabajo Antioquia.

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