Las primeras células procariotas aparecieron en la Tierra hace 3.700 millones de años. Hace 1.500 millones de años, dos procariotas se unieron y dieron lugar a la primera célula eucariota. Este suceso fue el resultado de más de 2.000 millones de años de evolución y lucha por la supervivencia. Si bien el primer pensamiento al respecto es que la tardanza fue debida a lo complejo del asunto, una reflexión más pausada nos lleva a imaginar que la eucariota fue el último recurso ingeniado por sus progenitoras para, tras haberlo intentado de todas las maneras posibles, seguir prosperando en un ambiente cada vez más poblado y, por tanto, más competitivo.
Mil millones de años después de aquel suceso, es decir, hace unos quinientos millones de años, las eucariotas optaron por la misma solución que las llevó a surgir: la unión entre colegas para crear un ente superior. La idea fue tan buena que, una vez inventado el primer organismo multicelular, el fenómeno se difundió, de modo que el repentino y raudo juego de combinaciones provocó lo que se conoce como “explosión cámbrica”.
Los organismos multicelulares se convirtieron en nuevos ecosistemas donde millones de microbios organizaron sus vidas de acuerdo a las estructuras que les servían de hogar. Y como todo ecosistema, la relación no era unidireccional sino bidireccional: los bichos evolucionaban según el entorno, y el entorno evolucionaba según los bichos.
Uno de esos ecosistemas evolucionó a humano. El humano alberga diez bacterias por cada célula eucariota que lo estructura; en términos genéticos, que están más de moda: sólo el 10% de un homo sapiens está hecho de su propio ADN; el resto, el 90%, son bichos que lo configuran.
El individuo, en términos físicos, es una ilusión si se refiere con ello a una entidad; somos conglomerados de miles de especies que cohabitan y forman diferentes ecosistemas internos cuyo conjunto se ha dado en llamar microbioma.
La flora garantiza la asimilación de nutrientes. El ecosistema de la piel protege contra agentes infecciosos procedentes de allende las fronteras corporales; cuando el bebé nace, se impregna de las bacterias que habitan la vagina materna, las cuales, una vez recolocadas en su nuevo ambiente, se encargarán de desarrollar el sistema inmune del recién nacido.
Hay otros bichos cuyo carácter es más difícil de llevar: les puede dar por provocar una parada cardiaca o controlar el cerebro. Así, si se tiene una dieta rica en grasas, ciertas bacterias dedicadas a descomponer lípidos tienen material de sobra para aumentar su producción de sustancias nocivas que se cuelan en el riego sanguíneo y afectan al corazón.
En cuanto al control mental, un experimento con ratones mostró cómo aquellos que habían sido criados bajo técnicas de esterilización que mermaban su flora intestinal desarrollaban tendencias que otros congéneres más normales considerarían suicidas. Los animalitos en cuestión no cesaban en sus actos intrépidos, abandonaban la práctica común a todo roedor de esconderse en la sombra y agazaparse junto a las paredes, y se lanzaban audazmente a la exploración de espacios abiertos y luminosos.
De algún modo, las bacterias generan sustancias que transmiten señales nerviosas al cerebro y lo condicionan para que los comportamientos del mundo en que viven sean seguros, cautos y precavidos, y no devenga el apocalipsis microbiómico por culpa de un mal paso en terrenos hostiles.
En el caso humano, se está investigando la relación entre la carencia de ciertas bacterias y el autismo, pues se sospecha que también hay una conexión entre los procesos químicos que ellas generan y la actividad cerebral.
En esta línea de influencias, hay una bacteria, la B. fragilis, que evita enfermedades inflamatorias en el intestino de los animales mediante la fabricación de un tipo de sacárido. Pero lo que se veía como un acto de altruismo incomprensible tiene truco: el sacárido, en realidad, está destinado a desarticular las células que detectan patógenos: estas vigilantes del sistema inmunitario dan la alarma mediante su hinchazón, así que la B. fragilis debe mantenerlas a raya con su gesto dulce para poder seguir gozando de la vida intestinal sin hinchar las células, de suceder lo cual se tramitaría su expulsión colon abajo.
En esta fase de descubrimientos donde las cosas no están claras, dicen los que entienden de esto que la cuestión de si ciertas bacterias son saludables o no ha de ser cambiada por la idea de normalidad; para Julie Segre, una de las investigadoras del Proyecto Microbioma Humano, no se trata, por ejemplo, de saber si tener acné es saludable; sencillamente, es normal.
De lo contrario, se corre el riesgo de meter la pata hasta el fondo; algo que, según parece, hace tiempo que viene ocurriendo. Por ejemplo, la Hecobacter pylori tiene muy mala reputación, pues participa en el desarrollo de úlceras y del cáncer de estómago; sin embargo, su erradicación permite que los ácidos gástricos dañen las paredes del esófago, por lo que las úlceras y el cáncer no se erradican, sino que afectan al esófago en lugar del estómago.
Además, los tratamientos con antibióticos para acabar con la H. pylory inducen el incremento de una sustancia que potencia la obesidad. En este sentido, el microbiólogo Martin Blaser, de la Universidad de Nueva York, considera que éste consumo de antibióticos puede ser una de las causas primeras del aumento de los índices de obesidad en los países desarrollados donde, además, se dan otros problemas derivados de la obsesión no sólo por los antibióticos, sino también por la higiene.
Así, existe la hipótesis de que la lucha contra las bacterias está facilitando la proliferación de enfermedades como alergias y asma, pues los microbios encargados de ayudar al buen funcionamiento del sistema inmunológico son mermados en el proceso de higiene diaria al que nos hemos acostumbrado.
Los microbios no están de paso, son la esencia física del ser humano. En realidad de todo ser vivo y, más allá, de todo ecosistema. Combatirlos a ciegas, dicen los científicos que comienzan a comprender el proceso, está dañando el buen funcionamiento de nuestros sistemas internos sin que hasta ahora hubiéramos sido conscientes de que ciertos hábitos considerados saludables equivalen, en realidad, a matar moscas a cañonazos.
(Fuente: Science News)
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