Salamanca es una ciudad en el centro de España, perteneciente a la comunidad autónoma de Castilla y León. De día y de noche es absolutamente pintoresca y queda a algo como dos horas y media en carro de Madrid. O por lo menos eso decía internet y las guías turísticas de Barajas. Pero en ese momento, fuera del aeropuerto, Salamanca era algún lugar en algún punto de ese país helado y había que llegar.
El día había sido extremadamente largo porque no había tenido un inicio claro y porque aún iba a faltar mucho tiempo para que acabara. A la vista había cientos de abrigos, bufandas, guantes y gorros que cubrían las pieles de los dolientes que esperábamos algún bus. Yo llevaba un cuarto de hora junto con unas 11 personas esperando el de Salamanca, y a nuestro alrededor se notaba una dinámica y un movimiento constante y continuo de gente, que con sus expectativas y equipajes iban cogiendo de uno en uno la ruta a algún sitio a las cuatro de la tarde. El clima era muy distinto al de Colombia y al del avión, donde había que compensarse con paños de agua tibia y jugo de durazno con hielo.
Entre tanto flujo había un grupo de mujeres que, pasados los 50 años, todavía se permitían ir a estar en Berlín un fin de semana con sus amigas. Ellas sabían que en 5 minutos llegaría el bus, que el invierno estaba más frío en Salamanca y que yo era de algún otro lado. -¿De dónde eres? (…), ¿¡Colombia!? Pues bienvenido a España-.
Pero Madrid aún no daba ninguna bienvenida ni pintaba todavía a nada, y no lo pintaría, porque lo único que tendría esta gran capital para ofrecernos ese rato serían algunas placas de carros que se dirigirían al centro o a sus casas, o a algún lado (porque quién sabe qué hará esta gente a esta hora) y una brisa helada matadora. Eso y el majestuoso Barajas, que hasta tiene un tren para andar adentro.
El bus llegó y no había ya que cogerlo sino tomarlo. Y todos los que lo estaban tomando tenían su tiquete en mano mientras yo pensaba pagarlo a la entrada. Error. Por suerte había un par de cupos disponibles, y después de una negociación con el conductor que debió parecer muy sospechosa pude abordar el vehículo con una compañía muy distinta a la del avión.
Esas carreteras españolas son largas y amplias. De Madrid hasta Salamanca habían muchos carriles y muchos carros, pero lo que realmente llamaba la atención era lo que se veía por la ventana alrededor de las vías: pueblos grandes y pequeños, arena con color de nata, túneles, nieve extensa en montañas y valles próximos en el campo de visión pero bien alejados en el campo geográfico. Todo plano, todo espacioso, una llanura con rutas a La Coruña, Segovia, Lisboa, Andalucía y otras.
Una de las señoras que había pasado el fin de semana en Berlín, y que me veía muy perdido, sacaba de no sé dónde paquetes y paquetes de dulces, bocados y golosinas –que probablemente irían a su nieto- y los compartía conmigo al mismo ritmo que con sus amigas. Yo no sabía cómo era eso de aceptarle dulces a un extraño en esta tierra, pero le recibí uno o dos. Tres semanas después me iba a enterar que la señora era profesora de medicina, madre de familia y una persona muy bondadosa. En ese momento le di las gracias y le pregunté cuánto faltaba para llegar. –En menos de un cuarto de hora habremos llegado-, dijo mirando su reloj.
Entonces Salamanca empezó a aparecer lejos, después de praderas y una carretera que no tiene o no necesita luces de alumbrado ni de noche. Ya había atardecido pero el cielo no estaba completamente oscuro. 8 p. m. Varios giros en glorietas y paradas para que los peatones cruzaran la calle (con el semáforo en verde) y llegamos a la estación de buses. Luego 4 euros de taxi al apartamento –o más bien piso-, entrada, primer y segundo plato, postre, cerveza y a dormir. El destino de llegada, esta ciudad, era ya una realidad, una sensación y un misterio.
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