Sobre el mártir de la patria

La pregunta que vale hacerse es ¿vale la pena desmontar todo un aparato estructurado por esto? Eso es algo que cada uno responderá según su juicio, pero como alguien muy sabio alguna vez me dijo: “nadie es tan bueno como parece”.


“Corte Suprema ordena medida de aseguramiento al senador Álvaro Uribe”, titulares como este han inundado las redes en los últimos días. Definitivamente ha sido un tema que no solo ha generado muchas opiniones al respecto, sino también muchas pasiones, ya sea en contra o a favor. Uribe es un personaje que a lo largo de su trayecto político ha causado este tipo de reacciones y polarizaciones. Muchos dicen que es una medida injusta, politizada y arbitraria, mientras que otros piensan que ya se le estaba haciendo tarde a la Corte para tomar decisiones firmes respecto al futuro del senador. Sin embargo, de tales opiniones no me ocuparé, primero porque creo que es caso perdido debatir sobre una decisión que debe ser acatada y, segundo, porque considero que hay un debate más relevante de fondo: el sistema de frenos y contrapesos. ¿Es acaso tan valeroso el señor Uribe como para desmontar la estructura del Estado tan solo para favorecer las pretensiones políticas del uribismo? En caso de que la respuesta sea afirmativa, creo entonces que nos encontramos en una posición peligrosa donde el Estado de opinión triunfaría sobre el Estado de derecho.

Se sabe que el uribismo cuenta con un apoyo mayoritario no solo por parte del Congreso, sino también por parte de la ciudadanía, agregándole a esto que el Centro Democrático es el partido de gobierno. Con esto, se podría decir que la única rama del poder que estaría exenta del dominio uribista sería la judicial, y eso es cuestionable. Incluso, los militares y policías emitieron una carta en la cual presentan su postura en cuanto a la medida de aseguramiento, la cual expresa: “No entendemos cómo se le niega la posibilidad de defenderse en libertad a una persona tan importante y representativa para el acontecer nacional, mientras que comprobados delincuentes han tenido garantías que no se merecían y de hecho abusaron de ellas” (Noticias Canal 1, 2020). Con todo esto, el uribismo cuenta con un apoyo inmenso por parte de una fracción significativa del Estado y de la sociedad colombiana. De aquí, nace la iniciativa ciudadana denominada “Tutelatón”, mediante la cual “muchísimos ciudadanos que han visto vulnerado su derecho a ser representados por Álvaro Uribe Vélez [buscan acudir] ante un juez constitucional para que tutele en su derecho y de esta manera se garanticen sus derechos fundamentales, que están en la Constitución y en la ley» (Noticias Caracol, 2020). Para algunos profesionales, esta iniciativa es inapropiada y lo único que genera es una mayor congestión del trabajo de los jueces; sin embargo, los ciudadanos parecen bastantes decididos a emprender con la misión para devolverle el favor a Uribe y salvar a su salvador. Claro que resulta irónico cómo se desacata una medida ordenada por la justicia colombiana, pero se invoca a la misma para reversar tal acción.

Siguiendo con esto, Paloma Valencia en su entrevista con Vicky Dávila expresó que este problema de la justicia se soluciona con una constituyente porque, aparentemente, la justicia es banco de errores y problemas cuando decide contra de aspiraciones personales. Ahora bien, cabe aclarar que la tarea de la justicia es fallar en contra de crímenes, independiente de que nos guste o no. A lo que me refiero es a la gravedad en la que caemos cuando buscamos que el fallo de la justicia siempre esté de lado de nuestros intereses porque, cuando no lo esté, esto es lo que ocurre: el deseo de transformar toda una estructura estatal por el deseo egoísta de mantener una burocracia ya dañada y podrida. Pero no me malinterpreten, ¡claro que como ciudadanos debemos estar atentos a las acciones de las Cortes y del Congreso y del gobierno, pero pretender empezar de cero por un descontento es ir en contra del compromiso constitucional! Tal idea de “pre-compromiso” va ligada a la noción de política constituyente y política ordinaria de Gargarella y Courtis (2009), según la cual esta segunda se encuentra supeditada a la primera, es decir, su marco de acción está delimitado por lo que establece la constitución y no al revés. Es la ley suprema quien le otorga capacidades, responsabilidades y límites a todos los órganos del Estado y a los funcionarios de estos. La Corte está ejerciendo plenamente su potestad de acción, establecida por la misma constitución. ¿Acaso es esto reprochable? ¿No nos estaríamos quejando si la Corte no cumpliera sus responsabilidades? Porque, ¿qué justicia es la que torna la balanza hacia los deseos subjetivos de los individuos?

Hemos de dejar de observar a las Cortes como un enemigo, sino más bien como un actor vital a la hora de contrarrestar el poder que detonan las demás ramas del poder, puesto que “la(s) Corte(s) [asumieron], como deda, el papel de equilibrador para una gobernabilidad democrática” (Vásquez, 2010, p. 384); las cuales tomarán decisiones en razón del derecho existente y “en este marco emergente del poder judicial en contextos democráticos, o mejor, en países en transición democrática, en los que las cortes presentan eI lado oscuro y luminoso de las decisiones” (Vásquez, 2010, p. 384). Se debe hacer especial énfasis en esta polaridad de oscuro y luminoso, puesto que las cortes serán las responsables de decisiones que alabemos y despreciemos, pero esta es su labor, servir a la ley, no a las desmedidas opiniones de la ciudadanía. No de casualidad, ha sido Uribe el mayor exponente del famoso Estado de opinión, denominándolo el “Estado Superior del Estado de Derecho” (como se citó en Guio, 2016). Sin embargo, esta idea supone en sí una prevalencia de las mayorías sobre la democracia misma, sobre la Constitución. Sería esto un gobierno de las mayorías sobre las minorías, sería el arbitrio total en la política al que tanto se oponía Locke. Sería el arbitrio del humano sobre la ley y la incapacidad de esta de evitar los excesos y de establecer las limitaciones al primero. Mi pregunta es, ¿qué ocurrirá entonces cuando los suyos –sí los de usted leyendo–, sean la minoría?

Es evidente que el argumento de los ciudadanos inmiscuidos en la “Tutelatón” tiene que ver con el principio de representación y el deseo de una mayoría pronunciada del país, pero ¿y qué sobre el principio de separación de poderes? Esta tensión la estudia Greppi (2012) y, a pesar de que termina arguyendo que el primer principio es una farsa (teniendo en cuenta la naturaleza de las relaciones sociales y la complejidad que existe a la hora de convertir la multiplicidad de deseos e intereses, en outputs de gobierno), lo que nos interesa acá es la importancia del segundo principio. Greppi evidencia la necesidad de generar espacios tanto en la sociedad como en el Estado en los cuales la divergencia de opiniones y preferencias se entrelacen en un método deliberativo donde se tomen decisiones razonables; este es el papel de las Cortes, de la justicia, en el Estado. Sé que si a muchos les preguntan por qué piensan lo que piensan, responderán con opiniones, más no argumentos. La gravedad del tema con Uribe yace en lo que este individuo representa, en la cantidad de pasiones y emociones que causa sobre las personas, lo que podría terminar cegando la capacidad reflexiva a la hora de considerar una decisión judicial. Por esto me cuestiono si nosotros como ciudadanos estamos siendo parte de ese espacio deliberativo razonable del que nos habla Greppi; tomo el camino de una respuesta más bien negativa y poco esperanzadora.

Creo que una situación como estas nos enseña la importancia de romper, de una vez por todas, con esas cadenas del personalismo. Son esos personalismos los que terminan con la libertad decisoria de una ciudadanía y la tornan en una masa de individuos que se identifican tan plenamente con esta idea del personaje, que olvidan las suyas. Porque es importante abstraernos del discurso enojado e indignado de los que desacatan la medida ya que como bien lo dice Bolívar (2010), “casi todo discurso es ideológico [y] mediante el discurso ideológico se marcan las diferencias entre grupos antagónicos” (p. 348). Las bases de este tipo de manejo del discurso de basa en la exaltación de un “nosotros” –el uribismo– positivo y de un “ellos” –que en este caso serían las Cortes– negativo; de una supresión de lo negativo de “nosotros” y de la omisión de lo positivo de “ellos” (Bolívar, 2010). Son estos procesos de polarización los que resultan en la eliminación de todo espacio deliberativo del que se puedan obtener argumentos razonables y resultan en la promoción de arenas conflictivas, donde demeritamos el argumento del otro bando no por mal argumento, sino por ser del otro bando, ¡y que falacia es esta! Este es el resultado que se busca al utilizar tremendos discursos, “para dominar la hegemonía, también es necesario usar el antagonismo entre el nosotros y el ellos” (Criado, 2016, p. 73), donde cualquier cambio hegemónico concluye con un giro en lo que se conoce como la configuración del Estado (p. 73). Es este giro el que es peligroso para la institucionalidad y la estabilidad del sistema como lo conocemos.

Todo lo anterior ocurre cuando la plena identificación con un líder político se exacerba hasta tal extremo que se pierde el horizonte de los propios pensamientos, valores y creencias (como había dicho anteriormente). Es esta “forma extrema de singularidad (…) de la identificación de la unidad del grupo con el nombre del líder” (Criado, 2016, p. 74) la que acaba en el punto de quiebre de una democracia, donde no solo se enmarca una relación de “buenos” y “malos”, sino que también se recurre a una politización de la justicia y la injusticia (p. 75). ¿Les suena parecido? Es por esto que el tema de Uribe es algo que va más allá de estar libre o no; es un conflicto y un debate que propone replantear las bases que reconocemos como institucionales y legítimas; es un tema que más allá de ser jurídico y político, es filosófico puesto que nos lleva a preguntarnos de tales principios por los cuales nos regimos desde hace ya varias décadas. La pregunta que vale hacerse es ¿vale la pena desmontar todo un aparato estructurado por esto? Eso es algo que cada uno responderá según su juicio, pero como alguien muy sabio alguna vez me dijo: “nadie es tan bueno como parece”.

Susana Bejarano Ruiz

Politóloga con énfasis en derecho público.
Apasionada por la escritura, la comida y los museos. Mis temas de interés son el derecho constitucional, las teorías del Estado y las teorías sociológicas. Ambientalista hoy y siempre.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.