¿Cuáles son los conflictos en los que nos jugamos la vida? ¿Es posible empoderarnos sin repetir los errores de los que queremos combatir?¿Cuánta frivolidad necesitamos para no ahogarnos y cuanta densidad para no abandonarnos?¿Podemos identificarnos con lo que les pasa a otras personas y en otros lugares o debemos pensar nuestros propios desafíos?
En estas mismas páginas, el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos resumía con brillantez los fundamentos de la ideología de extrema derecha que comparten Jair Bolsonaro en Brasil, José Antonio Kast en Chile, Vox e Isabel Díaz Ayuso en España, Viktor Orban en Hungría o Donald Trump en Estados Unidos. Una mezcla de viejo fascismo, de cacofonía y mentiras en las redes sociales y de crisis del modelo neoliberal que deja legiones de desencantados. Empiezas despreciando la construcción de lo público y terminas en un campo de concentración.
Esa ideología -«ideología» entendida como una manera de entender el mundo sostenida por falsas percepciones que ocultan la verdad escondida tras los argumentos- ha terminado articulando un corpus bien trabado que, en tiempos de agotamiento de tantas cosas, ofrece refugio a quienes estén dispuestos a no romperse demasiado la cabeza.
Esta ideología, en primer lugar, resucita la trinidad fascista de «Dios, patria y familia». Pese a la «muerte de Dios» nietzscheana, la fuerza de este argumento es enorme. Dios, porque no puedes demostrar que nada de lo que digan en su nombre sea falso. Dios como necesidad ante la incertidumbre y como guía para suspender el miedo caminando por los raíles que autoritariamente señalan. De nada vale que les digas a ellos que no compartes su mirada porque no tienes pruebas de la existencia de dios alguno, porque, como decía Tertuliano, responderán: «Creo porque es absurdo». Einstein perdería un debate en Twiter con un terraplanista. Cuando las cosas van de emocionalidad, los buenos arguementos son irrelevantes.
Dios otorga el sustento al «orden natural de las cosas» (en el que se cree y es «revelado» no argumentado ni sostenido por leyes ni consensos racionales) que trae de la mano la «familia natural», esto es, la familia patriarcal donde ni la mujer ni los hijos tienen derechos, donde no se permite otra unión que la de un hombre y una mujer (si hay sexo separado de la reproducción desaparece el control del hombre sobre la mujer) y donde los hijos y su cuidado en soledad y exclusividad son la razón de ser y el lugar en el mundo de las mujeres. Una mujer empoderada lo es porque entiende su condición individual derivada de un patrón colectivo y rompe de adentro afuera con ese orden de cosas. Y de ese dolor compartido surge una empatía que no busca soluciones individuales (algo propio de un feminismo liberal que busca una solución particular y no colectiva), sino que construye una categoría compartida. En España, el gobierno en Castilla y León del PP y Vox quiere que las mujeres que deciden abortar escuchen el latido del feto. La familia «natural» es de nuevo una cárcel para las mujeres.
En la misma línea, la patria es la que han construido los hombres con la sangre derramada y las mujeres pariendo hijos para la guerra. En ese discurso patriotero, desaparecen los que defendieron una patria diferente -en España siguen 114.000 buenos ciudadanos que creyeron en una España republicana enterrados en fosas, zanjas y cunetas-. Igualmente se miente sobre el heroísmo de los propios -casi siempre son las derechas las que traicionan a la patria y llaman a fuerzas extranjeras para solventar los problemas domésticos- y se reclama el monopolio de los mitos y los símbolos de la nación para que parezca que solo hay una. Es evidente que en esa construcción ideológica hacen falta enemigos exteriores, pero, sobre todo, enemigos interiores.
En España, las derechas se han apropiado mutilándolos de la bandera, del himno, de la Constitución, bastardeando todos los símbolos compartidos, igual que los golpistas bolsonaristas iban envueltos en la bandera de Brasil y vestidos como jugadores de la selección brasileña (no se trata de una decisión personal, sino un mandato táctico de Steve Bannon, el estratega de Trump y de Bolsonaro, que es quien enseña esa apropiación de la idea de nación a todos los miembros de esa «internacional reaccionaria» en marcha).
Señala también Santos que el otro gran elemento añadido a esa triada propia de los regímenes fascistas es la idea de «libertad». Una idea absoluta que tiene detrás la defensa absoluta de la propiedad privada y la mutación del Estado social en un Estado que abandona las tareas de redistribución y regulación económica y se torna en un Estado «vigilante» y autoritario al servicio del orden propietario. Por eso las leyes mordaza son leyes esenciales en el modelo autoritario de la extrema derecha y por eso la defensa de la libertad individual frente a las regulaciones y de la propiedad privada contra la suficiencia fiscal del Estado son una expresión de los ricos y «sobrados» contra las necesidades colectivas.
Que puede tener aspectos chuscos como aquel «a mí nadie me dice cuántas copas de vino puedo beberme» de José María Aznar para oponerse a la prohibición de conducir borrachos -algo en lo que le siguieron no pocos de sus fieles, entre ellos el magistrado del Constitucional, Enrique López-, pero que va también al asesinato de líderes medioambientales o indígenas que se oponen a empresas depredadoras del medio ambiente. Que llega igualmente a la defensa arrogante del incumplimiento de las obligaciones fiscales por parte de ricos y famosos (las televisiones se encargan de demonizar o exonerar a amigos o enemigos), expresada en deudas millonarias a Hacienda, ingenierías contables y tolerancia hacia los paraísos/guaridas fiscales, y que dificultan la existencia de sanidad, educación, vivienda, energía o transporte públicos. Y también hay que leer en esta lectura ideológica de la «libertad» el armamiento de los propietarios para defender con fusiles de asalto y pistolas automáticas «sus derechos» -por ejemplo, el derecho a que los negros o los pobres o los trabajadores o las mujeres no tengan derechos-, y que se zanja con asesinatos donde, por lo general, mueren siempre miembros de los mismos colectivos.
Reza la ley de Greshan que cuando circulan dos monedas legales, la que la gente tiene por «mala» termina por expulsar a la que se tiene por «buena». La explicación es lógica, porque el público tiende a ahorrar la buena y hace sus intercambios con la que le importa menos desprenderse. Lo importante de esta «ley», enunciada por el comerciante inglés del siglo XVI Thomas Gresham, es que lo que marca la que vaya a ser la moneda con la que se ahorra o con la que se intercambia depende de la percepción de la gente, que termina por convertir las profecías en realidades (ocurre en muchos países donde el dólar sustituye a las monedas oficiales).
En términos ideológicos, podríamos afirmar que aplicando la ley de Gresham al ámbito conservador, la ideología «mala» (la extrema derecha, cuya «maldad», en términos sociales, está ligada a su arbitrariedad y tendencia a la violencia) está expulsando a la «ideología» buena (una derecha democrática que defiende el ordeny el statu quo pero respeta el contrato social y la pluralidad social). Esta expulsión de la derecha moderada por la extrema derecha (fijémonos que han desaparecido en muchos países la democracia cristiana, los liberales y los conservadores, reuniéndose el voto en torno a personas con tintes autoritarios que refuerzan el mito del enemigo interior) se explica porque en tiempos de incertidumbre, la violencia actúa como una suerte de ingeniería social que traza el camino y, por tanto, reduce la vacilación. Al ser contundente en señalar al «enemigo», militariza el pensamiento y traza una trinchera donde en un lado están los traidores y en el otro los patriotas. Además de que el engorilamiento que construye el discurso de la extrema derecha termina por señalar también como «traidor» el discurso moderado.
Una de las ideas centrales que apunta Santos es que en Brasil no hay un 49% de fascistas, igual que en la Alemania de 1932 no había 13,7 millones de alemanes que estuvieran votando por los campos de exterminio cuando votaron al partido nazi. Lo que no quita que igual que votar a Hitler en 1932 llevó al desastre, votar a Bolsonaro por segunda vez hubiera llevado a la democracia brasileña a la catástrofe. Lo relevante es entender que si una proporción alta de la ciudadanía no ve futuro en los partidos democráticos, termina votando a los que desprecian a la democracia.
En España, votar a Vox, además de un voto inducido por los medios de comunicación y por una racionalidad que invita a pensar en el «sálvese quien pueda» (racionalidad escondida en la sociedad consumista, mercantilizada y donde lo público ha sido duramente golpeado) es un voto que dice simplemente: «Si los demás no me solventan los problemas, quedan estos». Por eso una medida reformista como una renta básica universal como la que ha planteado Podemos -entre 700 y 1.400 euros en virtud de los individuos y el número de personas por hogar- se convierte en revolucionaria en la medida en que es el principal freno al auge de la extrema derecha.
En mitad de la guerra de Ucrania, del intento de golpe en Brasil o del deterioro de la convivencia en tantos sitios, anda el mundo -en especial España- enredado con una canción que Shakira ha dedicado a su ex, Gerard Piqué, con una base musical de Bizarrap. En esa canción -que para hacer todo más candente ya tiene incluso acusaciones de plagio- la cantante colombiana se queda a gusto repasando su relación con el futbolista catalán y consiguió decenas de millones de reproducciones en apenas unas horas. El debate es interesante en un mundo donde la multiplicación de la información impide la vivencia de sucesos colectivos compartidos. Ya no son los medios de comunicación los que convocan a un acontecimiento que comparte una generación (quizá los últimos son los que tienen que ver con la muerte y coronación de reyes y sus entornos), tarea de la que se encargan las redes sociales.
La canción tiene detractores y fans. Los que señalan que Shakira tiene derecho a triturar a su ex y a su actual novia invirtiendo el papel que tradicionalmente han tenido los hombres, y quienes dicen que le falta sororidad al hacer trizas a su sustituta, que no deja de ser también una mujer; quienes defienden su condición de «loba» que no llora por las esquinas haber sido abandonada por una joven con la mitad de años y quienes dicen que no hay que confundir el dolor con los negocios; quienes dicen que los trapos sucios se lavan en casa y los que defienden que ya está bien de lamentarse en los bares y en el comedor y no poder gritar a los cuatro vientos que tu ex te parece un gilipollas; quienes dicen que Piqué ya era un cretino antes cuando estaba con la cantante, y que Shakira ha sido una pija todo el rato a la que no le molestaba estar con un probado cretino, y quienes aúllan celebrando el repaso al modelo patriarcal y sienten que esta venganza empodera a todas las mujeres. Qué bueno que haya debate sobre estos asuntos, aunque se cuelen los descerebrados que tienen mucho músculo y poco cerebro, los que en vez de cabeza tienen una pelota de futbol y esa legión de gente resentida que, en verdad, da igual lo que diga.
La verdad es que Shakira ha usado contra Piqué recursos que tradicionalmente usan los hombres para humillar a las mujeres. ¿Ah, que eres tú el que factura? Pues ahora la que factura soy yo. ¿Qué eres rico? Pues yo más. ¿Que necesitas excusas para sentirte más hombre? Pues yo soy una mujer entera. Pero no es menos cierto que hay muchas mujeres en la misma situación que no van a poder quitarse la pena ni la humillación facturando ni haciendo caja. Al tiempo que el uso de comparaciones con elementos propios de la propiedad masculina -relojes, coches- no deja de generar desigualdades más allá de que una mujer rica pueda tener Rolex y Ferraris. Shakira puede haber hecho un «himno» que satisfaga en un subidón la autoestima de tantas mujeres maltratadas, pero es un himno en un mundo donde los contornos los han dibujado los que han privatizado lo público.
Dejemos que cada cual saque las más virtuosas lecciones del acontecimiento Shakira-Piqué, pero no olvidemos que casi todo lo que acompaña a la publicidad -por lo general obscena- de las parejas famosas está más cerca de la sociedad que construyen los Bolsonaro que la que quieren inventar los Lula. La canción de Shakira se pinchará en muchos sitios al lado de algún tema de Paquita la del Barrio y después de alguna canción pegadiza de los Hombres G, y eso en sí ya equilibra. Pero hagamos una reflexión conjunta de que nos queda un mundo por construir donde si quien lo sigue dibujando es la extrema derecha, las canciones las vamos a cantar en las cárceles.
Comentar