Se ha escuchado en varias ocasiones la real necesidad de priorizar la salud mental en nuestro país, darle el espacio físico y social oportuno para aquellas personas que deben ser tratadas en un ambiente hospitalario y la atención eficaz del Gobierno para crear estrategias de prevención y promoción que no terminen como la mayoría de las políticas públicas de Colombia siendo ineficientes y obsoletas.
Sin embargo, hablar de salud mental en un país con altos índices de violencia y desempleo, con años de victimización como efecto del conflicto armado, donde el sistema de salud este quebrado y la realidad de sus gobernantes está lejos de ser la realidad del pueblo, es un acto que no trasciende, donde los desencadenantes de dichas enfermedades mentales quedan en el limbo a la hora de ser diagnosticados y tratados. La salud mental en Colombia es difícil de promover, por no decir casi imposible sino se piensa en crear estructuras solidas que apaleen la crisis y fortalezca a los ciudadanos en materia de prevención.
Para no ir muy lejos, acá esta una de las razones más ponentes que ha puesto en vilo la salud en nuestro país: la intensificación del conflicto armado en la década de 1990 deterioró la salud pública, incluida la salud mental, debido a múltiples acciones violentas y de infracciones a los Derechos Humanos (DDHH). Según datos entregados por el Instituto Nacional de Salud para el año 2017, las constantes amenazas a las misiones médicas ocasionaron entre otras cosas, la afectación de la infraestructura en salud y restringieron la oferta institucional en salud. Por tal motivo, la respuesta del Estado para enfrentar los impactos prolongados del conflicto fue la expedición del Documento CONPES 2804 Programa nacional de atención integral a la población desplazada por la violencia , en el cual se creó el sistema de información y alerta temprana para identificar situaciones de riesgo de violencia, evaluar su magnitud y formular alternativas de solución territorial, y los consejos de seguridad regionales y municipales, para el diseño de mecanismos de prevención del desplazamiento. Así mismo, se expidió la Ley 387 de 1997 en la que se estableció el Programa nacional integral a la población desplazada por la violencia. Procesos que como cosa rara en nuestro país han sido marcados por la corrupción, los sobrecostos y programas que, aunque ha vista matemática se vean viables y eficaces terminan siendo para la sociedad un acompañamiento en vano porque luego de recibir los beneficios y no se nuevamente incluidos en otro programa, pues se pierde el efecto y terminan en el abandono o el olvido como ocurre con la mayoría de víctimas de este país.
Ahora, si bien el país cuenta con un “desarrollo” normativo y de política pública en materia de salud mental, violencias y reducción de consumo de SPA, su implementación evidencia rezagos a nivel nacional y territorial. A pesar de los esfuerzos realizados en los últimos años, los trastornos mentales se posicionan entre las 20 primeras causas de AVAD entre 2008 y 2018, además la prevalencia de trastornos sea ha aumentado en 0,53 puntos porcentuales (pp), pasando de 9,72% en 1990 a 10,25% en 2017, en donde aproximadamente 1 de cada 10 personas presenta algún tipo de trastorno mental (Institute for Health Metrics and Evaluation, 2019). Por otro lado, el suicidio es el peor desenlace en salud mental, que tiene un serio impacto en al menos otras seis personas (Organización Mundial de la Salud, 2000), en los últimos 11 años se ha incrementado la tasa de suicidio en 1,35 p.p., en 2008 esta fue de 4,58 por 100.000 habitantes y en 2018 de 5,93 por 100.000 habitantes; siendo mayores en adolescentes, jóvenes, adultos mayores y población indígena.
En efecto, uno de los factores que explica esta alta prevalencia, está relacionado con la desarticulación y fragmentación de la salud mental con otras políticas y otros sectores que inciden en esta. A esto se suma, que la mayoría de las intervenciones en salud mental se realizan desde el sector salud, en gran medida porque la salud mental aún está asociada exclusivamente a trastornos mentales, desligándola de factores como la violencia y consumo de SPA, entre otras consecuencias sociales que permean la salud, más allá de factores genéticos individuales que pueden desencadenar dichas enfermedades.
Es importante que el gobierno haga esfuerzos articulados con entidades territoriales, red hospitalaria para que la promoción de la salud mental y prevención de las violencias, consumo de SPA y problemas o trastornos mentales se contemple de una manera inmediata, y así poder originar una reducción de brechas de inequidades, además de plantearse y ejecutarse estrategias de superación de la pobreza y otras acciones en materia de seguridad y convivencia.
Adicional a ello, de acuerdo con la investigación sobre salud mental global y desarrollo sostenible realizada por la Comisión Lancet, el costo económico en salud mental a nivel mundial es abrumador. Cada año se pierden más de 12.000 millones de días hábiles debido a enfermedades mentales. Entre los años, esto le costará a la economía global 16 billones de dólares en pérdida de rendimiento económico, más que el cáncer, la diabetes y las enfermedades respiratorias combinadas. Asignar recursos económicos a la salud mental presenta un alto retorno de la inversión, donde cada dólar estadounidense (USD) invertido en enfermedades mentales comunes, como la depresión, produce un retorno de 3-5 USD.
Así mismo, hay varios determinantes sociales de la salud mental en el que se plantea que los niveles de salud de la población están influenciados por una serie de determinantes, estructurales e intermedios, que interactúan entre sí. Los determinantes estructurales hacen referencia a contextos y características que determinan la posición que ocupa los sujetos en la sociedad, divididas en características identitarias (género y etnia), condiciones (discapacidad y enfermedad) y situaciones (víctimas de violencia y habitantes de calle) que presenta un individuo, su familia y la comunidad, en los cuales se identificación contrastes en territorios rurales, rurales dispersos y urbanos donde son notorios los determinantes socioeconómicos, políticos y ejes de desigualdad; además de los determinantes intermedios, que corresponden a las condiciones o factores materiales (vivienda, situación laboral, disponibilidad de alimentos, etc.). A esto se le suma, también, situaciones psicosociales, conductuales y de acceso a servicios de salud. La intervención de estos es tan necesaria, que desde los objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) se hace un llamado a todos los países en la transformación positiva de dichos determinantes para subsanar las inequidades. Así, se identificó que trece de los diecisiete ODS se encuentran relacionados con la salud mental.
Es decir, estos determinantes sociales influyen en la salud mental de los sujetos individuales y colectivos. Por ejemplo, la pobreza, la desigualdad de ingresos y los sistemas de discriminación por género, grupo étnico y estratificación, confieren desventajas que aumentan la probabilidad de presentar problemas o trastornos mentales, que pueden desencadenar en deserción escolar, dificultades en el funcionamiento familiar y conducta social. De igual manera, la exposición a eventos adversos como violencias, migración forzada, desastres naturales, entre otros, también inciden en la presencia de problemas y trastornos mentales.
En conclusión, necesitamos un financiamiento oportuno y estratégico para promover y prevenir los diferentes trastornos o debutantes de la salud mental, no sólo el cuerpo necesita espacios pertinentes para ser atendido sino también la mente, pues un cuerpo sin una menta sana, es un cuerpo muerto.
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