A pesar de que Petro y Corcho han sostenido que el de Colombia es uno de los peores sistemas de salud del mundo, una mentira reiterada para justificar su propuesta de reforma, distintas fuentes dicen que, por el contrario, es uno de los mejores. Según informe de la OMS, es el mejor de América y el vigésimo segundo del mundo. De acuerdo con Bloomberg, estaríamos de décimo segundos en el planeta y solo debajo de Canadá en el Continente. El Haleon Report califica a Colombia como sexta en producción de salud en sociedad y vigésima en inclusión social. Para The Economist, en su The Health Inclusivity Index, lo hacemos aún mejor: seríamos el sexto más inclusivo en el mundo. Según América Economía, cinco de los diez mejores hospitales y clínicas de Latinoamérica son colombianos, todos privados. Tenemos veintisiete entre los primeros sesenta, casi la mitad (Brasil y México, siete cada uno). Por cierto, solo hay cinco públicos, el mejor en la posición veintinueve. Y, hace un par de días, 2.500 expertos del mundo califican tres clínicas colombianas entre las mejores del mundo: la Valle del Lili puesto 32; la Santafé, 74; y el Cancerológico entre las 250 primeras.
En cualquier caso, más allá de la discusión sobre criterios de calificación, los datos son incuestionables: en 2022, el sistema de salud alcanzó una cobertura del 99,6% y 24’745.934 ciudadanos estaban en el régimen subsidiado, haciéndolo el más progresivo y el de mayor cobertura en América. El sistema colombiano es, como muy pocos en el mundo, universal, y aún los usuarios más pobres son atendidos, sin costo diferencial frente a los más ricos, en las clínicas privadas de más renombre y prestigio. Más aún, en un hecho humanitario sin antecedentes en el mundo, el sistema atiende más de setecientos mil migrantes venezolanos. Todo ello, además, según la prestigiosa The Lancet, con un mínimo gasto de bolsillo para los ciudadanos (la fracción que debe asumir de su propio dinero cada usuario al acudir a los servicios de salud), el segundo más bajo de la región (menos de la mitad del promedio de América Latina) y uno de los más bajos del mundo. Todo eso mientras que nuestro gasto en salud como porcentaje del PIB en los últimos cuatro años es del 5,8% mientras que el promedio global es del 10%. Es decir, tenemos un sistema comparativamente eficiente con un menor gasto promedio. En fin, en materia de salud lo hacemos bastante bien en términos comparados, incluso frente a estados mucho más ricos que nosotros y que gastan mucho más dinero.
Eso no significa que no haya áreas de mejora. Las hay, sin duda. En dos son acuerdo general: la cobertura en las zonas rurales es evidentemente insuficiente y es deseable hacer más énfasis en la prevención.
Sin embargo, en contra de lo dicho en estos días de adanismo gubernamental, en Colombia se han hecho varios esfuerzos en materia de atención primaria en salud, en particular después de 1991. Hacer un mayor énfasis no sobra, pero la reforma está lejos de dar solución real al desafío. Lo que sí es claro que el modelo venezolano de Barrio Adentro (con su antecedente soviético) ha demostrado ser un fracaso. Y el mejor ejemplo del desastre en Colombia, vaya paradoja, fue el programa de «Territorios saludables» durante la alcaldía de Petro. Costó más de mil millones diarios, la burocracia, la politiquería y la corrupción imperaron (de 8.000 personas contratadas apenas mil eran médicos y enfermeras y los demás eran «enlaces comunitarios») y los indicadores de salud en lugar de mejorar se deterioraron.
La reforma camina en la dirección equivocada cuando obliga a los ciudadanos a acudir a los llamados Centros de Atención Primaria Integral y Resolutiva en Salud que se crearían, uno por cada veinticinco mil habitantes, que estarían a cargo de las secretarias municipales. No solo su costo es indeterminado pero en cualquier caso inmenso y no hay equipos médicos y de enfermeras suficientes, sino que obligar al ciudadano a pasar por ahí para ser atendido es exactamente lo contrario a lo que debería buscarse: un sistema donde el ciudadano pueda ser atendido en cualquier entidad de prestación de salud sin importar dónde se encuentre y, hoy, la EPS a la que se encuentre afiliado. No es difícil imaginar la caída brutal en la calidad de la atención, peores demoras, un atasco monumental en el acceso a especialistas y procedimientos, y la corrupción del servicio por la necesidad de padrinos y enchufados que agilicen la respuesta estatal.
La propuesta, además, pone en peligro el aseguramiento en salud, el corazón del sistema actual. La reforma elimina esa función para las EPS y la traslada al Estado, a través del ADRES, las secretarías departamentales y municipales de salud y los Fondos Regionales de Salud.
De paso, la reforma hace ilusoria la libertad ciudadana de elegir el mejor sistema de salud. En plata blanca, la nebulosa transición de la reforma solo lleva a la eliminación de las EPS, que se vuelven inviables, y a la estatización del sistema. Claro, eso que al ciudadano espanta, el monopolio público, es la razón por la cual a tanto politiquero le encantará la propuesta: son muchos más recursos a merced de los burócratas y mucha más corrupción.
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