El grupo político de Daniel Quintero se la pasa recorriendo la ciudad y los medios de comunicación contando una historia, una historia que con el tiempo se ha convertido en una pintura de esas pretendidamente épicas en las que las guerras eran retratadas por los pinceles de artistas virtuosos. Hoy la política paisa está llena de gritos de batalla de sencillo carácter y belicosa naturaleza, no gracias al uribismo al que gustan achacar todos los males del mundo, sino gracias, justamente, a su antítesis.
El cuadro, la pintura, la representación que el señor alcalde ha querido hacer ver a los ciudadanos consiste en el de una batalla, como dije antes, en la que los gritos y las provocaciones son un arma filosa. Una batalla en la que de las espadas de los victoriosos quinteristas se ve la sangre de los enemigos de la ciudad, quienes huyen dispersos, confundidos, y desterrados temiendo la grandeza del general Quintero. Ahora bien, eso sí, el cuadro resulta absolutamente cómico, no sólo por su prensión5 desesperada por parecer épica, sino por su significado.
La sustancia, el fondo, el contenido de la batalla que Quintero y los suyos dicen dar es, precisamente, lo que más curiosa gracia despierta, no por otra cosa sino porque, de hecho, es vacío: no existe. La batalla política de Quintero carece de contenido, de sentido, y de significado. En otras palabras, este cuadro de “nobles guerreros del pueblo batallando por desterrar fuerzas opresivas” resulta en su ejecución tan chistoso, ni siquiera por lo pomposamente ridículo de sus pretensiones, mismas que por sí sólas podrían nada más generar verguenza ajena, sino porque, en realidad, los supuestos guerreros no son guerreros, sino payasos, y luchan, no por desterrar terribles fuerzas del mal, sino por retener el poder administrativo de una ciudad que los detesta.
Son payasos cortejando una ciudad que ya les ha dado la espalda. La pintura de los guerreros no hace más que retratar la cúspide de lo patético. Ciertamente la simpleza del discurso quinterista le ha pasado factura, y sus malas prácticas administrativas le han condenado a la confrontación contra, incluso, los bienpensantes radicales del llamado centro, de modo que hoy parece cada vez más aislado y menos cohesionada la fuerza política abanderada de la izquierda más recalcitrante. Sin embargo, el cuadro sí que refleja una preocupación que más allá de las risas debe llamarnos la atención.
Este cuadro, -el pintado por el alcalde-, tiene un protagonista subyacente: la violencia. Es una violencia absoluta e inmisericorde, que no va dirigida contra la corrupción o el terror del crimen organizado (esos sí que son oscuras fuerzas que tienen, con la complicidad del alcalde, sometida a la ciudad), sino contra legítimos adversarios políticos. El mensaje del alcalde es que las ideas merecen ser perseguidas con violencia, no importando si dichas ideas han contribuido a construir una ciudad que otrora se caracterizó por el deseo intenso y permanente de progresar.
El alcalde Quintero no ha querido nunca una ciudad tolerante con la diversidad ideológica, sino más bien ha impulsado la consolidación de un modelo político en el que la violencia es la regla general. El alcalde Quintero no es el alcalde de la Medellín del futuro, sino el alcalde de la Medellín violenta y esclavizada, por un lado por el cliente administrativo del que ha sido vergonzante abanderado, y por el otro, por el terror de la extorsión y el narcotráfico.
Si es que la narrativa de su movimiento político tiene un fondo, es ese: la decadencia simbólica de un discurso violento y ruin es en realidad lo que se esconde detrás de la máscara de “independiente” de Juan Carlos Upegui, de Albert Corredor, y de los otros pretendientes payasos.
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