“Ser colombiano es un acto de fe y de olvido.”
No, esto no es el inicio de una propaganda para un café o una promoción del gobierno colombiano. Y, aclaro, tampoco es un torpe sentimiento nacionalista. Es, más bien, una pregunta sincera de un joven de 24 años hacia sí mismo: ¿Qué significa ser colombiano?
Para evitar la correcta respuesta de Borges, ahora ya cliché, de que ser colombiano es un acto de fe. Me quiero centrar en la historia de Colombia ¿Por qué? Porque, primero, es un ámbito que me rodea con sus fechas festivas y sus antes hombres y ahora estatuas. Y, segundo, porque parece ser algo que nadie quiere saber.
Pasar por un pupitre colegial y universitario no ayuda en nada con la pregunta. Pese a que estudie Derecho lo único que me queda de esa educación de pupitre fueron datos de nuestra bandera y, como no, el (si el lector quiere puede cantar) “Oh gloria inmarcesible…”.
¿Error de mis profesores de colegio público? O ¿simplemente tengo una memoria pésima? Probablemente sea esa memoria pésima que me quiere hacer olvidar que unos niños fueron acribillados por el Estado por ser “objetivos legítimos”; o que un miembro del ESMAD mató a Dilan Cruz; o que, el mismo ESMAD, cegó de un ojo a muchos jóvenes como yo. No, es culpa de mis profesores. Yo sí me acuerdo de eso y algo más: la explicación de la economía naranja de Duque con un vaso de agua y uno, me imagino, de jugo de naranja.
Pero evitando los debates comunes de “echar la culpa al otro”. Preferí buscar el significado de ser colombiano a través de los libros. Primero, en la biblioteca de mi papá, con el libro “Pa’ que se acabe la vaina” de William Ospina (si lees esto, padre santo, ya sabrás la razón de que tu biblioteca se desagua). Segundo, esos libros casuales que uno encuentra en librerías de viejo en Pasto. Con ejemplares de Gabriel García Márquez, Alfredo Molano, Álvaro Mutis, Eduardo Caballero Calderón, Eduardo Galeano, Antonio Caballero, Plinio Apuleyo y amigos, y, como no, Lucas Caballero. Por último, en libros de bibliotecas públicas con autores como Fernando Vallejo, como cazador de fantasmas como él dice, Fernando Gonzales, Estanislao Zuleta, Manuel Quintín Lame y Carlos Gaviria Díaz.
En resumidas cuentas: pocos autores para entender a cabalidad el significado de ser colombiano. Pero suficientes para acompañar unas palabras más al significado que nos dio Borges. Ser colombiano es un acto de fe y de olvido. De fe porque ciegamente no queremos saber lo que somos y de olvido porque no queremos saber lo que fuimos (Ojalá Héctor Abad Faciolince lea esto, recordé su obra. Y ojalá yo también tenga mi viaje al Cairo con dos letras, además, de tener que ser olvido y fe).
Unas preguntas más aparecen: ¿Es trágico esto? Sí, ¿Es suficiente esa respuesta? Tal vez, ¿Ahora que el lector sabe que soy pastuso lera el resto del texto imitando el acento pastuso? Ojalá no, pero puede hacerlo.
Es una tragedia, pero, espero, con oportunidades para actos insurrectos y lúcidos de las tragedias griegas. Como ese en que Antígona desobedece al rey y entierra a su hermano muerto. Así, podría suceder en Colombia. Pese a que nuestra historia este enterrada bajo la obligación de olvidar. Trato de recordarla y tenerla para mi día, para mi familia, para mis amigos, para mis vecinos y para “ojo con el 22”. Y todo esto “para qué” podría decirse. Pues, para mí, por preferir el acto de fe al de olvido. Fe para ese futuro mejor. “Otro cliché” me dirán.
Comentar