¡Que quede bien lavada!

Que le quede bien lavada esa plata, porque bien sucia sí está”.


Estaba tomándome una cerveza en la parte exterior de la tienda de don José, en medio del calor sofocante de un sol de mediodía. Los buses intermunicipales pasaban de un lado al otro pitándose entre sí, mientras los ayudantes que colgaban de las puertas agitaban la mano y gritaban a voz en grito el destino de su ruta. Los gritos de los mercaderes se escuchaban claramente, pues la plaza de mercado quedaba en esa misma esquina de donde yo me encontraba. Mientras este panorama se desarrollaba dentro de su cotidianidad, yo pasaba a sorbos aquella fría cerveza que, para el calor que hacía allí, “bajaba como agua”.

En un momento, mientras miraba el piso y me fijaba en mi propia sombra, vi que otra más se detuvo frente a la mía. Entonces levanté la cabeza y me encontré con Armando, un viejo amigo de la infancia.

– ¡Uy parcero! ¿Cómo va? Tiempo sin verlo – le dije.

– ¡Qué milagrazo en verlo, hermano!

Después de saludarnos lo invité a sentarse a mi lado y a tomarse una cerveza conmigo. Sin embargo, él repuso en que todo correría a cuenta suya.

– Tráigame una de Chivas don chepe – dijo Armando.

Yo me quedé impresionado. Lo miraba con curiosidad. Cuando conocí a Armando era un muchacho muy callado e introvertido. Ver su cuello adornado con esas cadenas doradas y la camisa abierta hasta la mitad del pecho me recordó a aquel joven que usaba todos los años el mismo saco roto y desteñido por el uso. Su forma de vestir y su seguridad al hablar fueron lo que me impulsó a preguntar:

– Mano, ¿Y cómo le ha ido en la vida? Lo veo bien.

Él me dijo:

– Pues estamos bien, hermano. La vida me cogió en la buena. Tengo un negocio de ropa y por ahí me compré unos terrenitos.

Eso causó en mí aún más curiosidad. Entonces le pregunté con insinuación:

– ¡Pero se ganó el chance, panita!

– Una oportunidad por ahí que me paró de una – me dijo mirándome como queriendo decir algo más.

– ¿Cómo fue eso? La verdad quedé sin entender – le dije.

– Willi, vamos para mi casa y allá le cuento. ¿Le parece?

La curiosidad era tanta que no dejó tiempo a la duda y asentí de inmediato. Nos fuimos caminando en silencio. La casa, o más bien, la mansión de mi amigo, se encontraba a solo dos cuadras de la plaza de mercado. Cuando entramos por la gigante puerta que se abría hacia ambos lados, nos encontramos en un salón grande y lujoso, con lámparas colgadas de un techo blanco y que reflejaban su luz en el piso de mármol brillante y bien pulido. De frente se alzaban unas escaleras amplias y elegantes que daban al segundo piso. En el salón había unos sofás marrones tan grandes y abollonados que más bien parecían dos osos acostados en el suelo. En frente una chimenea con lujosos adornos en madera de color caoba brillante.

Nos sentamos sobre aquellos dos osos gigantes.  Luego Armando, de su cava – la cual hacía las veces de mesa de centro –, sacó un vino chileno de 30 años de maduración. Puso dos copas frente a nosotros y las llenó hasta la mitad con la elegancia y delicadeza propia de un sommelier.

– Bueno, póngame cuidado que le conviene – me dijo Armando con una seguridad despampanante.

– A ver… – contesté.

– Vea, mano. Toda esta belleza no la tenía antes. Me hice un cursito de soldadura hace como seis años y nunca me salió nada bueno. Resulté trabajando de mesero en un restaurante donde me pagaban como veinte mil pesos por doce horas de trabajo. Estaba mamado de esa vaina. ¡Con un estudio y sirviendo mesas! Entonces un conocido me pintó un negocio. Tocaba recibirle una platica a un man que tiene unos torcidos de esos raros e invertirla en algún negocio. Después, saca lo que invirtió y se lo pasa al mansito con las ganancias del tiempo en que trabajó eso, y listo. Queda usted montado. Eso sí, toca seguirle haciendo el favor a esa gente, por eso hay que buscar otros negocios para seguir invirtiendo.

Cuando escuché semejante confesión quedé completamente atónito. No sabía qué decir. No tenía palabras en mi mente, solo un sentimiento como de desilusión o tristeza, no sé ni qué demonios era eso que sentía en aquel momento. Sin embargo, luche por reaccionar y lo primero que salió de mi boca fue:

– ¡Oiga! ¿qué le pasó a usted? ¿No sabe todo lo que hay detrás de esa plata?

Él se quedó mirándome con desconfianza y con la cara enrojecida como de la ira. De pronto me dijo:

– Me tocó levantarme con eso, no tenía nada más qué hacer. Y no me iba a poner a vender empanadas en la salida de un colegio. Además, es un negocio redondo, siempre se gana. Y ¿de dónde viene esa vaina? Pues de los negocios de los duros: la yerba, el narcotráfico, el contrabando, todo eso. ¡Pero eso qué carajos importa! Lo importante es que hay plata, hermano.

Él siguió hablando mientras que yo lo único que hacía era mirarlo con asombro. Armando, un pelado sencillo y humilde, convertido en un lavador de plata de los narcos. Eso no podía creerlo, me costaba demasiado asimilar la idea de que el dinero cambiara tanto a aquel individuo. ¡Armando hablaba con tanto orgullo! Sus palabras eran las de un jefe al que no se permite refutar. El porte que imponía mientras hablaba y las pulseras de oro que se movían mientras agitaba sus manos, me dieron la impresión de haberme encontrado con una persona totalmente desconocida.

– ¿Usted no sabe cuánta sangre y sufrimiento hay detrás de esa plata? ¿No sabe toda la gente que joden para obtener esos billetes? Armando, usted está dándole la oportunidad a los “duros” de que se enriquezcan más. Les está mostrando que eso sí es un buen negocio – repuse con manos temblorosas y unas cuantas gotas de sudor que ya asomaban en mi frente.

– A mi qué me importa eso. Que esa gente arregle los problemas. Son ellos los que matan, no yo. A mí me beneficia y es lo único que me importa. Hermano, además, usted se mete en esto y le toca seguir. Entonces, si no le gusta esto, lárguese porque yo no estoy para monaguillos ahorita.

El temor o la inseguridad se habían ido, ahora me embargaba un fuerte sentimiento de ira. Me temblaban más las manos, sentía cómo mi respiración se agitaba y mis ojos me ardían. Y, viendo que no había modo alguno de interpelar a Armando, le dije con rabia:

– Listo, entonces siga con su negocio. Asegúrese que esa plata le quede bien lavada, que le caiga la sangre que tiene manchada. La verdad, es decepcionante que usted piense de esa manera. Hay formas diferentes y más justas de salir adelante, aunque sean más difíciles. Solo le digo una vaina: que todo esto que le rodea, tanto lujo y pomposidad, detrás tiene el sufrimiento de gente a la que joden para que los billeticos lleguen a sus bolsillos. Nos vemos Armando. Y recuerde: que le quede bien lavada esa plata, porque bien sucia sí está.

Entonces me levanté de esos muebles que ahora me parecían tan despreciables y salí de esa casa que me hacía sentir una pesadez indescriptible. Antes de salir, lo único que hizo Armando fue reírse en mi cara y decirme:

– No tiene visión. Se va a quedar de alquilado toda su vida.

Al llegar a mi casa me senté en el comedor y me quedé mirando fijamente a la mesa. La ira se había transformado ahora en un sentimiento de profunda tristeza. Tal vez los temas morales no son lo mío, pero ese día sentí un dolor tan grande, no solo por mi amigo, sino también por tantos que caen en la misma indiferencia frente a lo que hay detrás de sus riquezas. Solo pensaba en la gente de las periferias que sufren una guerra absurda y que son utilizados injustamente para mover una máquina criminal que se camufla detrás de unos cuantos ingenuos que ambicionan con “salir adelante”. Mis lágrimas caían sobre la mesa mientras reflexionaba que por más que se lave con jabón lo que de sangre se mancha, el dolor permanece, el sufrimiento crece y la estúpida guerra por el poder continúa.


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Jefferson Bustos Prieto

Estudiante de Licenciatura en Filosofía - Universidad de San Buenaventura, Bogotá. Áreas de interés: política, ética y literatura.

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