Protesta “pacífica”: ¿Qué derecho se ejerce violentamente?

El artículo 37 de la Constitución Política establece que “Toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente”, es decir, que la protesta social es un derecho en Colombia. Más allá del valor democrático de la protesta social como ejercicio de control político a través de la libre expresión, valdría la pena preguntarnos por qué existe un derecho al que se le exige ejercerse de manera pacífica. Así mismo, preguntarnos entonces si es que existe un derecho que se ejerce violentamente.

 ¿Por qué se hace explícito que tiene que ser de manera pacífica?

Nuestro desviado sentido común nos diría algo como que es al menos aparente, si no es que obvio, que debe ser pacífica. Pero detrás de lo aparente puede estar la paradoja que sostiene las cosas tal cual son. ¿Por qué la gente protesta? Esta pregunta podría tener demasiadas respuestas, pero resumidamente podría responderse: por lo que hace y lo que no hace el gobierno, y de todo lo que de ahí se desprende.

Y así, vemos plantones exigiendo más presupuesto para la educación; paros para que no se empeore las condiciones en el trabajo (salarios y horarios); marchas para que se respeten los páramos, las cuencas de agua y los túneles verdes; trapos rojos en las periferias urbanas avisando que no hay dinero para comida; caravanas para rechazar reformas tributarias que empobrecen a la población; bloqueos de comerciantes al borde de la quiebra por los malos manejos de la economía, entre muchos otros.

Casi todas las protestas sociales tienen en común algo: el manejo de los recursos. Y detrás de los recursos, adonde se asignan; o sea, para quién son. O son para unos o son para otros. Esto es una parte del malestar que se vive en Colombia: si la plata del presupuesto es para la educación y el progreso, o es para los dueños fabricantes de armas; si el agua del páramo es garantía de salud para la vida humana y las especies de animales que allí viven o se perfora el bosque altoandino para sacar unos pedazos de oro que jamás pasarán por las manos de la gente; si se ponen impuestos para financiar el mejoramiento de la vida de los más vulnerables o se le regala más dinero y hectáreas a los más poderosos.

Si como dicen, la realidad es un constante movimiento, entonces lo que hace mover esta realidad son sus propios choques; sus propias contradicciones. ¿Cómo hacen para que el mundo sea como es y no se destruya en su propio conflicto?, ¿cómo se sostiene este malestar por tantos años? Lejos de una respuesta certera, ni mucho menos verdadera, existe un eje en el que gravita esta disputa por los recursos, y es la tensión dialéctica entre un derecho que se ejerce violentamente y otro que se tiene que mantener pacífico para que el orden exista, por más injusto que sea.

En un mundo inequitativo y desigual, no es un secreto para nadie que los derechos de propiedad, en muchos casos y no todos, se ejercen de manera violenta. Despojar a millones de personas de su agua por el solo derecho de extraer oro, dejar por fuera de las oportunidades de empleo a millones de jóvenes por el solo derecho de mantener un lucrativo negocio de armas, reducir el espacio público de toda la ciudadanía por el solo derecho de tener dinero para construir un centro comercial donde lo único que se inculca es el consumo. De ahí que, son violencias que poco a poco van empeorando el malestar social.

Y ante todas estas violencias, que en su mayoría son silenciosas, se le exige a la gente responder de manera pacífica. Y bueno, el problema no es que se exija que la protesta sea pacífica (cosa que se demanda en muchos países democráticos) o que no se consigan cambios mediante esta, porque sí se puede cambiar la realidad a través del pacifismo y la no-violencia. En Colombia proliferan ejemplos de esto en comunidades que por sí mismas se organizaron para hacer frente a la violencia del conflicto armado. En cambio, el Estado hace uso de una acción violenta desmedida, a través de sus instituciones represivas, las cuales van en contravía de los reclamos justos y evidentes, a tal punto que es el mismísimo Estado el encargado de exacerbar la violencia que tanto condena.

Y así, careciendo de argumentos, tristemente terminan defendiendo violentamente, a través de gases lacrimógenos, aturdidoras, balas de goma, golpes de bolillo, recalzadas, y otras armas “menos letales”, lo que algunos violentamente consiguieron. Y a esta tensión entre violencia y pacifismo, se suma el revés que hacen los medios de comunicación cuando dicen a la audiencia, en un “cubrimiento especial”, el horror que vivió la ciudad porque unos cuantos rayaron unas paredes, rompieron unos vidrios y quemaron unas llantas. Al tiempo que pasan como un titular, de unos cuantos segundos, que un ciudadano murió en medio de un rutinario procedimiento policial… apunta descargas eléctricas y golpes.

 

Una esperanza común

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