Corría el siglo XVIII y cercaron con vallas los campos comunales y despojaron a millones de campesinos de sus tierras. Entonces, la única manera de sobrevivir fue vender la fuerza de trabajo. Nacía el proletariado como clase social. Arrancaba el capitalismo y los proletarios fueron esa mano de obra barata que permitió trabajar en las fábricas de una revolución industrial cuyo capital inicial lo pusieron, como esclavos, los indios de América y los negros de África. Eran muchos y estaban tan golpeados que empezaron a desarrollar la ayuda mutua. Los empresarios sabían que su beneficio dependía de que los trabajadores obedecieran y si en otros lugares podían esclavizarles, en Europa era más complicado. Empezaban las negociaciones, a las que cedían los empresarios cuando no les quedaba más remedio.
Desde ese evidente maltrato, los trabajadores montaron sindicatos, hicieron huelgas y convirtieron sus necesidades derechos. Juntando todas estas piezas, Marx entendió que ahí había un sujeto revolucionario porque las condiciones objetivas desembocarían en el agravamiento de las relaciones entre burgueses y proletarios, donde la victoria traería una sociedad sin desigualdades.
La sociedad se complejizó y algunas revoluciones, hechas en nombre del proletariado, triunfaron. Gracias a que existió la Unión Soviética, los trabajadores europeos disfrutaron del Estado del bienestar. Cuando los antiguos proletarios se sintieron clases medias, se olvidaron de dónde venían y volvieron a votar a sus verdugos. Apenas pasaron treinta años desde que salieron del hambre en los suburbios de Londres o Manchester y luego volvieron a votar a sus verdugos. El capitalismo de Estado de la URSS fue incapaz de ser protagonista de la revolución tecnológica y terminó implosionando. Las cosas no mejoraron para el mundo. Comenzó el neoliberalismo y todo se tornó oscuro porque nadie veía una alternativa. Uno que trabajaba para los malos dijo que era el fin de la historia y que debíamos estar contentos.
Entonces, cuando no había donde mirar, alguien dijo que todos los órdenes sociales de la historia reciente, el liberal del siglo XIX, el socialdemócrata del siglo XX y el neoliberal del siglo XXI, así como todos los anteriores, habían funcionado porque había una esclavitud invisible que hacía posible que el mundo no se desmoronase. Lo dijo alguien -que era una mujer- y señaló que había un sujeto revolucionario llamado “mujeres” y que esa escondida esclavitud se llamaba tareas de reproducción y tarea de cuidados. Que las mujeres habían estado en todas las explotaciones que habían sufrido los hombres desde que sabemos de la historia y que, además, tenían una carga añadida y una enorme tarea callada. Y que si las mujeres dejaran de ocuparse de la reproducción y de los cuidados, ninguno de los regímenes económicos conocidos iba a funcionar.
Y cosas que parecían imposibles se hicieron posibles. En España, un Ministro de justicia quiso quitarles a las mujeres el derecho sobre su propio cuerpo y el Parlamento y el Consejo de Ministros se plegaron, pero salieron las mujeres a la calle y mandaron al Ministro al basurero de la historia. Un juez quiso hacer de una violación un episodio consentido de jolgorio y diversión y las mujeres salieron a la calle y señalaron la insania de esa sentencia y dijeron a la mujer violada: yo sí te creo, y entonces todos tuvieron que decir que la creían. Los sindicatos, el PSOE, el PP y Ciudadanos no creyeron que fuera posible una huelga el 8 de marzo, y las mujeres pelearon esa huelga y la ganaron y obligaron a los que no creían en ellas a convertirse en contorsionistas.
La opresión tiene muchas caras. De clase, de raza, de nación, de edad, de opción sexual, de actitud. Todas están rondando. Pero la opresión de género está germinando en su capacidad de crítica ante nuestros ojos. El mensaje de clase y de raza que no están transmitiendo abuelos a hijos y a nietos, está yendo, en el caso de la opresión de género, de boca en boca entre las mujeres. Pero todo con nuevos contornos. Las reivindicaciones feministas son más complejas, más fluidas, más acordes a un mundo en transición, más atentas a la necesidad de cabalgar contradicciones, que casi cualquier otra gran contradicción anterior. Si hay alguien que sabe que lo que le pasa no le pasa solamente por ser mujer, son las mujeres. Las luchas están llenas de colores. Resulta, querido Goethe, que el eterno femenino al final, era revolucionario.